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Metí los últimos cheques en la fotocopiadora, escuché su zumbido. Cada vez que la máquina escupía uno, yo volvía a guardarlo en el archivador. El sudor me corría por la cara. Sus voces se oían cada vez más, igual que el eco de sus pasos sobre el metal de la escalera.

Metí un último cheque en la fotocopiadora y apreté el botón. La máquina se tragó el papel, pero en lugar de escupir el original sólo emitió un pitido. Miré la pantalla.

En letras mayúsculas y parpadeantes se leía Papel atascado.

Oh, Dios. Ahora no…

Abrí frenéticamente la tapa confiando en que el original estuviera allí. No hubo suerte. Estaba atascado en algún sitio dentro de la máquina. Nunca se me había dado bien la maquinaria pesada ni tenía ganas de hurgar en el vientre de una bestia de acero diabólica, pero no podía dejar rastro de mi paso por la oficina de Larkin. La pantalla me ordenaba abrir la portezuela de la parte central para extraer el papel atascado.

Las voces sonaban cada vez más cerca.

Apreté una lengüeta de plástico que se parecía a la que parpadeaba en el visor. Para mi sorpresa la tapa se abrió sin esfuerzo. Al girar en el sentido de las agujas del reloj una misteriosa rueda verde, oí que un papel se arrugaba. Con suerte no sería el original.

Seguí girando la rueda y el borde hecho jirones de un trozo de papel asomó por una ranura muy fina. Giré la rueda más deprisa, tiré de la hoja. Era la copia del cheque. El original seguía dentro.

Tiré más fuerte, el espanto se apoderó de mí cuando me quedé con la mitad de la hoja en la mano. Giré la rueda más deprisa y salió el resto del papel. Volví a meter la bandeja y oí un leve chirrido. El cheque original, liso y perfectamente conservado, salió del alimentador. Lo guardé rápidamente en el archivador, cerré el cajón y salí a toda prisa del apartamento con la página rota en la mano.

Justo cuando doblaba la esquina la puerta de la escalera se abrió y los pasos se detuvieron delante del apartamento de Larkin.

– Entonces, me avisará si le interesa el 4A, ¿no? Hay otras tres personas que lo quieren. Quizá, si me deja una señal esta misma noche, pueda reservárselo.

– La verdad es que me gustaría hablarlo con mi marido antes de darle una respuesta.

– ¿Su marido? Creía que había dicho que su novio acababa de dejarla. Yo no veo ningún anillo.

Amanda soltó una carcajada chillona y despreocupada. Yo respiraba hondo, despacio, el oxígeno fluía por mis pulmones cuarteados.

– No lo llevo puesto. Y es verdad que mi novio acaba de dejarme plantada -dijo-. Nuestro amor se basa en lo espiritual, no en lo material. ¿Y quién es usted para juzgar mis preferencias?

– Sí, ya -dijo Larkin-. Bueno, mire, se lo reservo hasta mañana. Después, no le prometo nada.

– Entonces lo llamo mañana. No hace falta que me acompañe.

– Está bien.

Se oyó un chirrido cuando la puerta de Larkin se abrió y un golpe satisfactorio cuando volvió a cerrarse. Esperé un momento, luego doblé la esquina. Amanda sonreía. Inclinó rápidamente la cabeza, subimos las escaleras y salimos del edificio. Yo tenía el pulso acelerado, el cuerpo, las muñecas, las manos, el cuerpo entero en tensión por lo que había descubierto.

Cruzamos la calle y nos paramos bajo una marquesina de autobús.

– Bueno, ¿qué has encontrado? -preguntó.

Saqué las fotocopias y se las enseñé, explicándole los cambios en los alquileres. Parecía perpleja mientras hojeaba los cheques, como una estudiante que no entendiera por qué la habían suspendido.

– Pero ¿qué significa todo esto? ¿Qué hacemos con estos cheques? -tenía una mirada expectante. Por suerte, yo había pensado en nuestro siguiente paso mientras estaba en casa de Larkin. Sabía exactamente qué hacer.

– Tenemos que averiguar quiénes son esos inquilinos, qué tienen en común y por qué Grady Larkin es el mejor casero de Manhattan. Alguien está subvencionado el alquiler, pero sólo a algunos inquilinos selectos -dije-. Necesitamos a alguien que pueda escarbar rápidamente y sin levantar polvo. Y conozco a la persona perfecta para hacerlo.

Capítulo 33

La noche había caído sobre Nueva York, un negro azulado y mortecino que parecía reflejar lo que yo sentía por dentro. El cansancio se había apoderado de mí como una borrasca, y no había sitio donde resguardarse. El hombre que había querido matarme en San Luis no era policía. Los policías querían matarme por matar a uno de los suyos. Pero aquel hombre era un misterio. Yo seguía sin saber qué andaba buscando ni qué había en el paquete, pero era improbable que abandonara su búsqueda, si no estaba muerto. Y un hombre así no moría fácilmente.

Yo había tenido suerte de escapar de Nueva York la primera vez. No volvería a caer esa breva. La verdad estaba enterrada allí, y había que destaparla pronto.

Cambié un dólar en una tienda de por allí, intentando no mirar los periódicos amontonados en la repisa metálica. En la portada de la edición matutina de la Gazette había otra columna de Paulina Cole. El titular decía Henry Parker, ¿un villano para nuestro tiempo o de nuestro tiempo?

Increíble. No sabía cómo, pero había conseguido marchar contracorriente. En aquella ciudad, a no ser que uno fuera un famosillo con celulitis visible o un político que tuviera una aventura homosexual con el chico de la piscina, no se conseguía ser el héroe del día más de veinticuatro horas seguidas.

Aquélla no era exactamente la clase de historia sobre la que yo esperaba levantar mi fama. Llevaba años soñando con aparecer en la primera página de los periódicos. Y ahora allí estaba mi sueño, negro sobre blanco.

– ¿Estás bien? -preguntó Amanda mientras un hombre muy amable con turbante marrón me daba dos monedas de veinticinco centavos, dos de diez y seis de cinco.

– Sí, es sólo que… -me detuve, dejé caer la cabeza sobre el pecho-. Quiero que esto se acabe. Quiero recuperar mi vida. Y quiero que tú recuperes la tuya.

– Lo haremos -dijo Amanda, y me puso suavemente la mano sobre el brazo. Intentaba reconfortarme, pero el nerviosismo teñía su voz. Sabía lo peligrosa que era la situación; que en cualquier momento podían esposarme y llevarme a prisión. O algo peor aún.

Entramos en una cabina telefónica unas manzanas más allá. Un hombre mayor sentado en un portal me observaba mientras chupaba su pipa. Aspiró y exhaló un hilo de humo blanco. Sus ojos se resistían a dejar los míos.

Me saqué del bolsillo el montón de papeles y marqué el número que me sabía de memoria. En aquello se resumía todo. En aquella llamada.

Aquella llamada podía reafirmar todo aquello en lo que creía, o llevarse mis esperanzas de un plumazo. Si él era fiel a su palabra, si de verdad había creído en mí, me lo demostraría ahora. Tenía que ser así. O todo aquello en lo que yo creía estaría muerto.

Contestaron al primer pitido de la línea. El saludo, tan familiar para mí, hizo que un escalofrío me recorriera la espalda.

– New York Gazette, ¿con quién desea hablar?

Amanda me miró, me apretó el brazo.

Respiré hondo.

– Con Jack O’Donnell, por favor.

– ¿De parte de quién?

– De su marido.

– ¿De… quién?

– Páseme.

O’Donnell contestó antes de que acabara de sonar el primer pitido.

La última vez que yo había oído su voz, me había dado una oportunidad de probar mi valía. Pero yo la había desperdiciado, la había quemado y me había orinado en sus cenizas. Sólo esperaba que Jack sí estuviera a la altura.

– Aquí O’Donnell.

– ¿Jack?

– Al habla.

– Jack -dije con voz temblorosa. Tenía un nudo en la garganta-. Soy Henry Parker.

Pasaron unos segundos.

– No, lo siento. Henry Parker ya no trabaja aquí.

Se me revolvió el estómago y de pronto me sentí mareado. Jack acababa de confirmar mis temores. La Gazette me había despedido oficialmente.