– No, Jack. Soy Henry Parker.
Se hizo el silencio al otro lado.
Cuando ya creía que había colgado, O’Donnell dijo:
– Déjeme adivinar, señor Parker. Llama para confesar sus pecados, ¿no es eso? Y quisiera una columna en primera página, un bonito acuerdo para escribir un libro y la oportunidad de dirigir una película basada en su vida. El paquete completo, ¿no?
– No, Jack, yo…
– Ahórreselo. Es el cuarto Henry Parker que me llama hoy. ¿Es que no se les ocurre nada más original?
Mi cerebro trabajaba a toda prisa. Tenía que convencerlo. De pronto brotó todo, como un géiser.
– Me encargaste entrevistar a Luis Guzmán. Wallace me tenía escribiendo necrológicas, pero tú me diste una oportunidad. Paso junto a tu mesa todos los días. Me siento al lado de Paulina. Wallace tiene una bandera americana en miniatura encima de su mesa, junto a la foto de su mujer. La oficina huele a cacahuetes tostados durante el día y a desodorante de noche. Sé que siempre eres el primero en llegar y el último en marcharte y que tu silla tiene una mancha de chicle rosa en el brazo derecho.
Me latía el pulso a mil por hora. Oí un leve jadeo al otro lado, como si alguien estuviera a punto de respirar hondo y se lo pensara mejor.
– Si de verdad eres Henry Parker…
– Lo soy, Jack -le di mi número de la seguridad social y el de mi habitación en el colegio mayor mi primer año de universidad-. Puedes comprobarlo, si quieres. Pero no te hace falta.
– Por Dios, Parker. ¿Qué…? ¿Dónde estás?
– Eso no importa ahora. Lo que necesito es información, Jack, por favor.
– ¿Información? ¿Me estás tomando el pelo? Cielo santo, Parker, no debería estar hablando contigo. Podría perder mi trabajo.
– Eso no es cierto y tú lo sabes.
– Aun así, Henry, tienes mucha cara por pedirme un favor. No sabes lo que está siendo esto. Wallace ha tenido que contratar prácticamente a un ejército de relaciones públicas para ocuparse de la avalancha de llamadas sobre ti que estamos recibiendo. Eso por no hablar de que la mitad del personal te considera culpable.
– ¿Y qué opinas tú?
Oí un suspiro al otro lado.
– Francamente, no lo sé. Prefiero dejarlo en suspenso de momento -hizo una pausa-. ¿Eres culpable, Henry?
– No, no lo soy.
– Si eso es cierto, habrá que demostrarlo en un tribunal.
¿Por qué me decía aquello? ¿Acaso lo sabía desde el principio?
– Los dos sabemos que no llegaré tan lejos. Hay al menos una persona que quiere verme muerto, y eso sin contar a la policía.
Noté por su voz que su interés crecía.
– ¿Quién quiere verte muerto, Henry?
– Espero que tú me ayudes a descubrirlo.
Otro suspiro.
– Paulina acaba de aceptar escribir un libro sobre ti, ¿sabes? Va a insertar el tema en el marco más amplio de la falta de ética del periodismo actual -dijo Jack-. Van a pagarle una pasta, por lo que he oído. Le ha pedido a Wallace un año sabático.
– Será una broma.
– Quieren que esté en las librerías en otoño.
– No sabía que era tan importante.
– Hace una semana no lo eras. Ahora las cosas han cambiado. Esas columnas que ha escrito han llamado mucho la atención, se han publicado en todas partes. Y desde que ese tipo que mató a la amante de su mujer escribió un bestseller, están ansiosos por hundir sus garras en el próximo gran escándalo americano. Y tú eres el elegido, amigo mío. Por lo visto va a tener algo que ver con la dicotomía entre el bien y el mal y con la forma en que los medios retratan a héroes y villanos. Alguna gilipollez así.
– Te aseguro que la historia en la que estoy trabajando podría borrar a Paulina del mapa. No se trata sólo de Luis Guzmán y John Fredrickson.
– Está bien, Henry, te escucho. ¿Qué has descubierto?
Saqué la lista de nombres de la oficina de Grady Larkin.
– Necesito que busques datos sobre diez personas.
Hubo una pausa.
– ¿Quiénes son esas personas? ¿Dónde has encontrado sus nombres?
– No puedo decírtelo -dije. No quería darle pistas. Sólo por si acaso-. ¿Tienes lápiz y papel, Jack?
– ¿Tienes ganas de morir, Henry?
– Hasta esta semana, no. Ahí van -le leí los diez nombres, deletreando cada uno, y los números de cuenta que aparecían en los cheques. Pero hubo un nombre que no mencioné. Ése tenía que reservármelo para más tarde.
– ¿Qué tengo que buscar exactamente?
– Cualquier cosa. Todo.
– ¿Y si decido ir a la policía ahora mismo? Estoy seguro de que podrán rastrear esta llamada y localizarte en cuestión de minutos.
Yo ya me lo esperaba.
– Si lo haces, me encargaré de que la Gazette sea el último periódico que conozca la historia completa. Me aseguraré de que el Times y quizá el Dispatch, depende del humor que esté, se hagan con la exclusiva sin censuras. Venderán toda la tirada y mientras tanto la Gazette estará informando de un atraco en un puesto de perritos calientes -dije-. Pero si me haces este favor, serás el primero en enterarte. Sin restricciones. Te contaré toda la historia con pelos y señales. Y créeme, Jack, es una historia cojonuda.
Apreté el brazo de Amanda, sentí el calor de su piel. Puso su mano sobre la mía, me la apretó suavemente. Esperé mientras O’Donnell pensaba. Por fin volvió a hablar.
– Llámame dentro de una hora -dijo.
– Hecho -hice una pausa-. Eh, Jack…
– ¿Sí, Henry?
– Necesito saberlo… no es que lo crea de verdad, pero… ya no sé qué pensar. Necesito saber si… ¿tú lo sabías? ¿Sabías lo de Luis Guzmán? ¿Me mandaste allí a propósito?
– ¿Me estás preguntando si te preparé una encerrona?
– Sí. Eso es lo que te estoy preguntando.
– Desde luego que no -contestó-. Así que llámame dentro de una hora.
– Claro, Jack.
– Y, Henry…
– ¿Qué?
– Que no te maten antes.
Colgué el teléfono. Me temblaban las manos.
– ¿Qué pasa? -preguntó Amanda.
– Jack. Lo necesitamos -la miré-. Pero no le creo.
Capítulo 34
Nos sentamos en una cafetería de la esquina de la 104 con Ámsterdam. La hora se nos hizo eterna. El local estaba vacío, sólo había un cocinero negro muy gordo y una pareja mayor que parecía llevar veinte años sentada a la misma mesa.
Nos escondimos detrás de las cartas enormes. Pedí un bollo de pan con queso de untar y un café; Amanda pidió lo mismo. Devoramos la comida cuando llegó y enseguida levantamos las tazas para que volvieran a llenárnoslas. Sólo confiaba en la cafeína para permanecer despierto, para mantener mis nervios en tensión.
– Entonces, si no le crees -dijo Amanda-, ¿cómo sabes que no va a ir a la policía?
– Porque, si está implicado, necesita averiguar qué sé. No querrá que nadie indague.
– Dios mío, ¿crees…? -dijo, y se puso rígida-. ¿Crees que puede tener algo que ver con ese hombre que entró en mi casa?
Aquello no se me había pasado por la cabeza.
– Es posible.
Amanda bebió un sorbo de agua.
– ¿Qué crees que va a descubrir Jack de esos nombres que le has dado? -preguntó. Le dio un mordisco a su pan y se sacudió las migas del regazo.
– No lo sé. Puede que nada. Puede que todas esas personas sean familiares de Larkin, primos terceros o algo así, y que simplemente les haya dado un respiro con el alquiler.
– ¿De veras crees que es eso lo que pasa?
Negué con la cabeza.
– No, no lo creo -di otro bocado y seguí masticando hasta que sentí que los ojos de Amanda me taladraban-. ¿Estás bien?
– No, Henry, no estoy bien.
– ¿Qué ocurre?
Se quedó callada, levantó una ceja.