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Diez ex presidiarios, todos ellos pagando un alquiler exiguo por vivir en el 2937 de Broadway, un alquiler que disminuía con los años. Intenté encajar las piezas. Aquello parecía un seguro de automóviles: si los conductores no tenían accidentes, el importe de sus pólizas decrecía. Aquellos ex convictos habían hecho algo para justificar la disminución de los pagos. Y había una sola posibilidad que tenía perfecto sentido.

Todos aquellos hombres trabajaban como correos para Michael DiForio. Todos habían cumplido penas de prisión, y a las pocas semanas de ser puestos en libertad se habían ido a vivir al 2937 de Broadway, a un edificio propiedad de un criminal despiadado, pagando mucho menos de lo normal por el alquiler. Deduje que, cuando salían de la cárcel, Michael DiForio contactaba con ellos y les ofrecía una bicoca: a cambio de hacerle recados, recibirían un cuantioso subsidio para vivir en su edificio. Y alguien que acababa de salir en libertad condicional y ganaba el salario mínimo no tenía más remedio que aceptar.

La oferta era la siguiente: tú vives en nuestro edificio. Pagas poco alquiler. Puedes ahorrar. Puedes rehacer tu vida. Pero debes trabajar para nosotros. No hagas preguntas. Si te detienen, no nos conoces. Has visto Misión imposible, ¿no? Niega saber algo. O te liquidamos.

Y a cambio de sus leales servicios, su alquiler iba disminuyendo progresivamente. Hasta que los detenían o los mataban. Como a los Guzmán, si yo no hubiera llamado a la puerta.

Seguía sin saber qué había ido a recoger John Fredrickson esa noche ni por qué razón me había seguido por medio país el hombre de negro. Aquel misterioso paquete contenía la clave. Y yo tenía que encontrarlo.

A lo lejos, el ruido de las sirenas traspasaba el aire húmedo. Parecía filtrarse en mi cuerpo atormentado por el dolor y el cansancio. Los últimos tres días me habían hecho mella. Me dolía el cuerpo, me pesaban los párpados. Me quedaría dormido en un instante si dejaba que así fuera. Pero, si me dormía, me despertaría esposado. O en una caja.

Tenía una llamada más que hacer. Pero esta vez no podíamos arriesgarnos a que nos vieran. Las sirenas sonaban demasiado cerca, y a mí no me quedaban fuerzas para correr.

Entramos en el metro por la 81 con Central Park West, justo delante del Museo de Historia Natural, cuyas enormes banderas agitaba el viento.

Compré un bono de cuatro dólares, llevé a Amanda por los tornos y bajamos al andén mugriento. Las ratas se escabullían bajo las vías, olfateando botes de refresco aplastados y colillas descoloridas. Alguien había dejado en el andén la última edición del New York, en cuyo titular se leía: Crimen organizado: el hijo pródigo de Nueva York.

Encontré un teléfono público, marqué el número de la centralita del hospital Columbia y pedí que me pasaran con la habitación de Luis Guzmán. Contestó un policía. Le dije que era un periodista del Daily Bugle.

Un momento después, Luis Guzmán se puso al aparato. Su voz sonaba más fuerte que la última vez.

– ¿Sí? ¿Diga?

– ¿Luis? -dije sin esforzarme por cambiar de voz.

– ¿Sí? ¿Hola? ¿Quién es?

– Luis, soy Henry Parker.

– Lo siento, no conozco a… Madre mía -se acordó-. ¿Qué…? ¿Cómo…?

– Escuche, no tengo mucho tiempo. Sé lo del Michael DiForio. Sé lo del trato que tenían. Sé que se suponía que John Fredrickson tenía que recoger un paquete la noche que murió y sé que usted no lo tenía. Lo que necesito saber es qué había en el paquete y dónde encontrarlo, Luis.

– Yo… no lo recibí, se lo juro por Dios.

– Le creo -dije-. Pero necesito saber qué había dentro y dónde está.

– No lo sé, se lo juro -contestó Luis-. Se suponía que tenían que entregarlo ese día, a la una. Pero no apareció nadie. No sé qué había dentro. Sólo sé que era importante.

– ¿Cómo de importante?

– Michael tiene a un tipo. Un tipo llamado Angelo Pineiro. Angelo me llamaba de vez en cuando. Decía que confiaba en mí, que sólo llamaba cuando Michael me necesitaba de verdad. Decía que yo no era un yonqui, como los otros. Que no iba a cagarla, a volverme loco. Me avisó de que iba a llegar un paquete importante y dijo que tenía que protegerlo o que moriría. Eso fue lo que dijo. Dijo que era uno de esos paquetes que, si la entrega sale mal, tú desapareces. Que tenía que cuidarlo como oro en paño y que el agente Fredrickson iría a recogerlo más tarde.

– ¿Por qué no le dijiste a Fredrickson que el paquete no había llegado? Lo habría entendido, ¿no?

– Se lo dije -contestó Luis con voz plañidera-. Le juré que no había llegado, pero no me creyó. Y ahora creen que lo tienes tú, Henry. Creen que lo robaste. Y Michael hará cualquier cosa por recuperarlo.

Entonces caí en la cuenta. Ahí era donde el hombre de negro entraba en escena. Lo había mandado Michael DiForio para recuperar el paquete. El paquete que creía que yo había robado. Y me mataría, si era necesario. Todo se estaba volviendo tan oscuro, tan hondo… Michael DiForio era de por sí muy peligroso, pero si había recurrido a un mercenario era porque necesitaba a alguien todavía más despiadado que él.

– ¿Quién era, Luis? ¿Quién se suponía que tenía que entregarte el paquete?

– Un fotógrafo, un tipo llamado Hans Gustofson. Sólo lo vi una vez. Era un manojo de nervios, creía que siempre había alguien vigilándolo. Vivía en Europa, pero ese tal Angelo me dijo que tenía no sé qué cosa en Nueva York. Era un hijoputa, además. Antes había sido culturista.

– Hans Gustofson -repetí. El nombre me sonaba vagamente.

– Me dijo que estaba trabajando en algo grande. Que o lo acababa o moriría en el intento.

– ¿Sabe dónde vive Gustofson?

– No, cerca de… -Luis dejó de hablar. Oí un ruido al otro lado, pasos sobre el linóleo. Me dio un vuelco el corazón al oír que alguien gritaba «¡No!» y «¡Para!». Luego oí un ruido sordo, como si algo hubiera caído al suelo. Después se hizo el silencio.

– ¿Quién es? -una voz distinta sonó por el teléfono. No era Luis-. ¿Quién coño es?

Colgué.

– Tenemos que irnos -le dije a Amanda-. Tenemos que irnos enseguida.

Salimos del metro, era de noche y las sirenas parecían sonar cada vez más fuerte. Le conté a Amanda lo que me había dicho Luis. Teníamos que encontrar ese paquete. Y nos andaban buscando para darnos caza.

– ¿Qué relación tiene ese tal Gustofson con Michael DiForio? -preguntó ella.

Suspirando, le dije lo que había deducido cuando Luis dejó caer su nombre.

– Hans Gustofson era fotógrafo -dije-. Cuando Luis me ha dicho su nombre, he atado cabos. Sabía que el nombre me sonaba. Gustofson era uno de los protegidos de Helmut Newton. Se hizo famoso como periodista de guerra, en Vietnam, en Kuwait… Y luego decidió dedicarse al arte. Decía que el cuerpo humano era más bello desnudo que en la tumba. Puedes imaginarte lo que pasó después.

– Déjame adivinar. Se pasó al lado oscuro.

– Como el puto Darth Vader -respondí-. De pequeño, yo leía todos los periódicos que caían en mis manos, todos los que compraban en la biblioteca pública. Buscaba microfichas antiguas para ver lo que habían escrito los grandes periodistas sobre los acontecimientos más importantes del último medio siglo. Vi muchas fotografías de Gustofson, sobre todo de la guerra del Golfo y luego de Sarajevo. Cuando quieres ser periodista, acabas conociendo todos los nombres relacionados con la profesión, y el suyo era uno de los grandes.

– ¿Y qué ocurrió?

– Se enganchó a la heroína y empezó a creer que era el modelo, en vez del fotógrafo. Se endeudó, empezó a hacer fotografías de poca monta, famosos de vacaciones y cosas así. Pronto los periódicos serios dejaron de llamarlo, pero los tabloides le pagaban encantados. Cada foto cuenta una historia -continué-. Es un instante congelado en el tiempo, un contexto en sí misma. Pero las fotografías que acabó tomando Hans eran una impostura. Esa mierda no es un retrato del tiempo, es su envilecimiento. Una componenda rápida, sin relevancia. El caso es que la prensa lo arrastró por el polvo hasta que ya no pudo salir de él. Corría el rumor de que se había convertido en un ermitaño, de que se había enterrado en heroína, alcohol y mujeres, casi siempre al mismo tiempo.