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Alguien había entrado por la fuerza en el apartamento de Hans Gustofson mientras él estaba en casa. El fotógrafo se había enfrentado al intruso en la puerta, donde había recibido un golpe en la cabeza, posiblemente mortal. Luego habían saqueado el apartamento. Habían volcado las mesas, tirado los libros al suelo, rajado los colchones. Las cámaras estaban rotas, inservibles. Los álbumes de fotos destrozados y esparcidos por el suelo. Era imposible deducir si el ladrón había encontrado lo que buscaba. Aquello parecía un robo corriente, de no ser porque…

Había algo que no tenía sentido. Las gotas de sangre… llevaban hacia el interior del apartamento. La agresión había tenido lugar junto a la puerta, pero parecía que la víctima había vuelto a meterse dentro. Había un teléfono en la cocina, pero estaba limpio, intacto, a menos de cinco metros de allí. La víctima estaba viva, pero no había intentado pedir ayuda. ¿Por qué?

Miré a mi alrededor. El cuarto de estar estaba cubierto de fotografías sueltas y enmarcadas, casi todas ellas de mujeres desnudas, con una luz muy suave, artísticas y sutilmente sombreadas. Muy bellas. En aquellas fotografías vislumbré un ápice de la magia que en otra época había llevado a Hans Gustofson a ocupar la primera fila del mundo del arte.

Pasé de puntillas entre aquel desbarajuste, avanzando a tientas, en penumbra, y llegué a un pasillo con una intersección en forma de T. Ambos caminos llevaban a puertas cerradas. El rastro de sangre viraba hacia la izquierda y se detenía ante una de las puertas.

Me quedé mirándolo. Las gotas de sangre parecían acabar allí. Tragué saliva. Mi corazón repicaba como un tambor.

– ¿Henry? -Amanda había entrado en el cuarto de estar-. Dios mío, Henry, ¿qué es todo esto?

– Estoy aquí -dije-. Aún no lo sé.

Contuve el aliento, alargué el brazo y agarré el pomo de la puerta. El metal estaba frío y aparté la mano bruscamente. Oí correr el agua. Toqué con los nudillos. No hubo respuesta.

– ¿Hola? -nadie respondió. Sólo se oía fluir el agua. La sangre me palpitaba en las sienes cuando volví a respirar hondo.

Así de nuevo el pomo y esta vez lo giré. La puerta estaba cerrada por dentro. Maldije en voz baja. Tenía que entrar.

Fui a la puerta de la derecha. El pomo giró fácilmente. Entré en lo que parecía ser el dormitorio de Hans Gustofson. Había fotos tiradas por todas partes. Su mesa estaba destrozada. Un tablón de corcho había sido arrancado de la pared y la moqueta roja estaba salpicada de chinchetas, como gotas multicolores. La ropa de la cama estaba revuelta y el colchón rajado como si un forense borracho hubiera pagado su frustración con un cadáver. Las carpetas de un pequeño armario archivador habían sido vaciadas y arrojadas al suelo formando un montón. Aparte de eso, la habitación estaba vacía.

Abrí un armario y vi ropa tirada en el suelo, pantalones con los bolsillos vueltos del revés. Agarré una percha metálica y, pisando la punta, la enderecé para improvisar con ella una lanza. Volví a la puerta cerrada, metí la punta metálica en el pequeño agujero del pomo. La giré, noté que algo saltaba. Empujé suavemente y sentí un chasquido al desengancharse la cerradura. Miré a Amanda.

– Henry -dijo-, por favor…

El pomo giró. Pero cuando empujé sentí resistencia desde dentro. Algo bloqueaba la puerta.

Había el espacio justo para que asomara la cabeza. Estirando el cuello, miré por la pequeña rendija.

Cuando vi cuál era el obstáculo, tuve que hacer un esfuerzo supremo para no vomitar.

Un zapato empujaba la puerta. El zapato estaba unido a una pierna. La pierna estaba unida a un hombre que, completamente vestido y con la cabeza manchada de sangre, permanecía sentado sobre el váter. Era Hans Gustofson y estaba bien muerto.

Tenía una gran brecha a un lado de la frente y su cráneo parecía deformado, casi aplastado, como un trozo de arcilla que alguien hubiera golpeado con un bate de béisbol.

La mancha de sangre de delante de la puerta de entrada. Le habían golpeado allí y su cabeza había rebotado contra la pared. Pero no había muerto. Al menos, no enseguida. De alguna forma había conseguido sentarse en el váter. Muy a lo Elvis.

Contuve el aliento, noté que se me revolvía el estómago y aparté suavemente su pierna, atrapada en la prisión del rigor mortis. Su cuerpo se movió.

Dejé de empujar. Me aseguré de que seguía en equilibrio sobre el trono de la muerte.

Luego, sin previo aviso, el cuerpo de Gustofson resbaló del váter y se desplomó. Su cabeza aplastada golpeó las baldosas. Me mordí el puño para no gritar al ver que sus ojos muertos me miraban desde el suelo, su cuerpo horriblemente contorsionado.

Cerré los ojos, retrocedí, sentí que me desmayaba.

Había visto un muerto en otra ocasión, una vez que visité la oficina del forense en Bend para un artículo que estaba escribiendo. También entonces me dieron ganas de vomitar. La forense, una mujer sorprendentemente joven y atractiva llamada Grace, se echó a reír.

– No pienses en el cadáver como si fuera una persona -dijo-. Sólo es un cascarón, un caparazón vacío. El alma se ha ido.

Aquello me ayudó un poco. Pero no mucho.

Abrí suavemente la puerta. Tranquilo, Henry. No es más que un cascarón. Un trozo de carne con ojos.

Eché un vistazo al cadáver. Gustofson era culturista aficionado, además de fotógrafo. Siempre lo fotografiaban en las fiestas de la alta sociedad, enlazando con sus brazos gigantescos a la top model del momento. Noté por las cicatrices de acné de sus mejillas y su poco pelo que últimamente había recurrido a los anabolizantes. Hans Gustofson había sido un cronista destacado de la experiencia humana y ahora allí estaba, muerto en su cuarto de baño. ¿Y para qué?

Miré la herida de su frente. El golpe mortal. Sacudiéndome el espanto, me centré en los hechos. Intenté distanciarme.

Curiosamente, el armario de las medicinas estaba intacto. Era la única parte de la casa que no parecía haber sufrido daños. Ello sólo podía significar que o bien el asesino había encontrado lo que buscaba, o que lo que buscaba era demasiado grande para caber en un espacio tan pequeño. Pero la pregunta seguía siendo ¿por qué había ido a morir allí un hombre gravemente herido?

– Oh, Dios mío -Amanda estaba al otro lado de la puerta del cuarto de baño, tapándose la boca y la nariz con la mano-. ¿Es…?

– Sí -dije-. Lleva muerto algún tiempo.

– Parece que nadie se ha dado cuenta -dijo con voz cargada de mala conciencia, distanciándose del crimen y concentrándose en los hechos. Igual que yo. Aquello te permitía ver la historia desde un ángulo más amplio. Era un subproducto del periodismo. En aquel momento, era lo único a lo que podía recurrir para no derrumbarme.

– Pero ¿por qué venir aquí? -preguntó Amanda.

– Bueno, cuando tienes que ir, tienes que… -dejé la broma sin acabar. No era el momento.

– Si te estás muriendo -dijo Amanda-, si tu vida está a punto de acabar, tiene que haber una razón para venir aquí si no es para pedir ayuda. No hay teléfono. Es como si hubiera querido comprobar algo.

– Quizá sabía que quien le había atacado no había buscado en el baño. Piénsalo. Estás tendido en el suelo. Alguien acaba de herirte de muerte con una barra de hierro y estás ahí tendido, muriéndote, mientras te destroza la casa. ¿Qué puede ser tan importante como para no intentar pedir socorro y ponerte a buscarlo?

– El paquete -dijo Amanda-. Lo que buscaban DiForio y ese hombre de negro. Quizás era eso. Puede que el asesino no lo encontrara. ¿Crees que esto lo ha hecho ese loco que nos encontró en San Luis?

– Puede ser. Sería lógico. Pero no lo sé, la verdad.

El paquete. La razón por la que John Fredrickson había atacado a los Guzmán. El que los periódicos suponían que yo había robado. Por el que un desconocido intentaba matarme. El que la policía pensaba que yo escondía. Gustofson lo tenía y su asesino no había logrado encontrarlo.