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Pero una cosa era segura: estaba allí, en el baño, a nuestro lado.

Amanda me miró y de pronto alargó el brazo y abrió la tapa de porcelana del váter. Miramos dentro. No había más que agua y óxido. Volvió a bajarla.

– Entonces, ¿dónde…? -dijo, pensando en voz alta.

Esquivé el cuerpo de Gustofson y abrí el armario de debajo del lavabo. No había más que Rogaína, frascos de pastillas imposibles de identificar y un paquete de condones sin abrir. El armario de las medicinas estaba lleno de gomina, colonia y trastos de afeitado, pero no había en él nada que levantara sospechas.

Di un paso atrás y observé el cuarto de baño. Tenía que haber algo. Miré el techo buscando un falso detector de humos o algo así. Volqué el cesto, removí el montón de ropa sucia con el pie. Nada.

Amanda miró detrás del váter y tuve que admirarla por ser tan valiente. Se incorporó. Tenía una mirada derrotada.

– Aquí no hay nada -dijo-. Puede que Hans viniera aquí simplemente a morir en el váter. Sabía que había arrojado su vida por el retrete y quería que acabara allí.

– No -dije sin dejar de buscar-. Tiene que haber algo. Entonces miré la bañera y lo vi. Junto al desagüe había trozos minúsculos de pintura azul. Al acercarme vi grietas diminutas en los azulejos, invisibles si uno no las buscaba.

Levanté despacio las manos y así los grifos del agua fría y caliente. Los giré. No salió agua. Los ojos de Amanda se agrandaron.

Me di la vuelta, la miré, asentí con la cabeza.

Tiré de los grifos con todas mis fuerzas. Se oyó un crujido espantoso cuando los grifos se desprendieron de la pared, salpicándolo todo de polvo y pintura azul. Los azulejos cayeron en cascada a la bañera mientras la habitación se llenaba de polvo y vapor. Tosiendo, aparté los escombros y me asomé al agujero de sesenta centímetros de ancho y quince de alto que había abierto. Dentro había un grueso sobre de papel de estraza metido dentro de una bolsa de plástico.

– ¿Es…? -preguntó Amanda.

– Dudo que sea una coincidencia -respondí-. Ahora, vamos a ver de qué va todo este lío.

Capítulo 37

Saqué la funda de plástico de la pared y la llevé al cuarto de estar. La pequeña mesa de madera del comedor había quedado completamente limpia durante el saqueo: los candeleros estaban doblados y retorcidos y la vajilla rota. Intenté olvidarme del cadáver de Gustofson, ignorar la sangre seca, el olor acre. Habría preferido examinar nuestro hallazgo en otra parte y no en casa de un muerto, pero no teníamos donde ir. El tiempo se nos acababa, la sensación de peligro parecía aumentar con cada segundo que pasaba. ¿Cuándo se desvanecerían nuestros últimos segundos? Aquel sobre contenía las respuestas a muchas preguntas. Había gente dispuesta a matar por él, y no me cabía duda de que lo que le había ocurrido a Hans Gustofson podía ocurrirme también a mí.

Coloqué el paquete sobre la mesa. Respiraba lentamente, con inhalaciones largas. Deslicé con cuidado los dedos en su interior, toqué por fin la razón por la que habían muerto varias personas, el motivo por el que otras habían matado. Pasé la mano por la superficie granulosa del sobre todavía intacto. Estaba atado con cordel rojo. Lo desenrollé, respiré hondo y abrí el sobre.

Una carpeta cayó sobre la mesa. La portada era negra y reluciente. Pasé la mano por su superficie lisa. El silencio tamborileaba en mis oídos cuando levanté lentamente la tapa para ver qué había dentro.

En la primera página había una fotografía enmarcada de dos hombres y una tarjeta pegada bajo ella con dos nombres escritos con tinta densa. La foto parecía tener al menos veinte años. Ambos hombres llevaban abrigo. Y daba la impresión de que no querían que nadie supiera que se habían visto.

Detective teniente Harvey N. Pennick

Jimmy Bola Ocho Rizzoli.

Pasé la página. Otra fotografía, otra tarjeta. Otro detective. Otro hombre con apodo. Fui pasando las hojas. Más fotos, más tarjetas, más policías, más delincuentes. El libro estaba lleno de ellas. Lo comprendí enseguida. Sabía cuál era la conexión. Y aquella certeza hizo que me diera vueltas la cabeza.

Sabía cuál era la relación entre Hans Gustofson y Michael DiForio. Lo que John Fredrickson había ido a buscar a casa de los Guzmán. Comprendí que había muchas más vidas en juego que la mía y la de Amanda. Que me había tropezado con algo grande, con algo gigantesco y que, oh, Dios mío, había mucho más en juego que mi vida insignificante.

En aquellas páginas había imágenes que podían arruinar a toda una ciudad.

O controlarla.

El miedo me corría por las venas como una droga mal cortada, apoderándose de todo mi cuerpo. Me levanté para intentar calmarme. Me sentía mareado, desequilibrado. Murmuraba:

– Oh, Dios, oh, Dios, mierda, mierda, joder…

Amanda me miraba. Miraba la última página, la página en la que me había detenido. La página que había atado todos los cabos.

– ¿Es…? -dijo, y le tembló la voz como si estuviera caminando por una cuerda a cientos de metros del suelo-. ¿Son…?

– Sí -dije débilmente-. Son el agente John Fredrickson y Angelo Pineiro.

Dentro del álbum había pegadas cientos de fotografías. Policías. Políticos. Funcionarios públicos. Todos ellos atrapados por el ojo fijo de Hans Gustofson. Los negativos estaban pulcramente pegados en la parte de atrás.

En algunas fotografías estaban recibiendo dinero; en otras, comprando o vendiendo drogas. Algunos estaban practicando el sexo con mujeres. Otros, con hombres. En todas ellas sus caras aparecían claras como la luz del día. Los sujetos no eran conscientes de ello. En algunas aparecían aceptando sobornos. Algunos hombres parecían estar actuando para la cámara: sabían que Hans estaba fotografiándolos desde las sombras. Algunas imágenes parecían tener veinte años y otras eran tan frescas como la luz de la luna que entraba por la ventana.

Algunos policías aparecían en uniforme y otros con ropa de paisano, pero era fácil deducir por su actitud y su semblante que sabían que lo que estaban haciendo estaba mal.

Los nombres figuraban en las tarjetas. El de pila, la inicial del segundo nombre y el apellido. El rango. El oficio. Aparecía además el nombre de sus acompañantes, de los hombres o las mujeres con las que habían sido fotografiados. Reconocí muchos de ellos. Reconocí el nombre de Angelo Pineiro. Blanket.

La mano derecha de Lucifer.

Dios mío…

Algunas caras parecían tristes; otras, apesadumbradas. Eran caras que en algún momento habían abrigado sueños de nobleza y que sin embargo habían quedado reducidas a aquello. Algunos tenían una expresión feliz, jovial, parecían conocer a sus acompañantes desde hacía años. Parecían no arrepentirse de sus delitos, ni desilusionados hasta el punto de la apatía.

– Dios mío -dijo Amanda.

– Espero que te oiga -dije-. Porque nadie más parece oírnos.

Hojeamos el libro entero, una enciclopedia de la corrupción que se remontaba a una generación atrás. Y en la última página, mirándonos fijamente, estaba John Fredrickson.

Parecía cansado, ojeroso. Sostenía en la palma de la mano un fajo de billetes. El agente John Fredrickson. El hombre que había muerto a mis manos. El hombre por el que se me buscaba, por el que había abandonado mi vida. Cerré los ojos y recordé aquella noche nefasta. El disparo ensordecedor que acabó con una vida y cambió el curso de otra.

Se suponía que aquella carpeta debía llegar a manos de Luis Guzmán. Era la razón por la que John Fredrickson había estado a punto de matar a tres personas de una paliza. Luis Guzmán era el correo que debía entregárselo a Fredrickson. Fredrickson trabajaba para Michael DiForio. Era su matón. Un policía matón. De la peor especie. DiForio tenía bien pillado a Fredrickson y lo estaba utilizando para que le entregara las mismas fotografías que empeñaban su alma.