Pero, después de todo aquello, seguía habiendo una pregunta sin respuesta.
¿Quién había matado a Hans Gustofson?
No podía haber sido DiForio. Según los periódicos, yo había robado el paquete y aquel maníaco vestido de negro parecía pensar que así era. Suponiendo que al asesino lo hubiera contratado DiForio, no tendría sentido que hubiera matado a Hans antes de recibir las fotografías.
No, a Gustofson lo había matado alguien que no trabajaba para Michael DiForio. Alguien que sabía lo de las fotografías y que las quería para sí. Alguien que, obviamente, se había quedado con las manos vacías y seguía buscando.
Mientras estaba allí, mirando las fotografías, me di cuenta de otra cosa.
Dentro de aquella carpeta estaba la oportunidad de recuperar mi vida. John Fredrickson me había puesto rumbo al infierno, pero aquel álbum contenía mi salvación. Aquellas fotografías eran la historia de una vida entera. Una generación corrupta plasmada en película fotográfica. Aquello podía poner en entredicho todo el sistema de justicia criminal. Podía relanzar mi carrera, volver a ponerla en el camino que yo creía destruido.
Allí estaba, delante de mí, en blanco y negro, la historia más grande que quizá lograra destapar en toda mi vida, la historia que llevaba años deseando escribir. Allí había una red entera de corrupción cuyos capilares alcanzaban muy lejos, cuya sangre manchada llevaba veneno a todas las partes de la ciudad y se remontaba a décadas atrás. Aquél era mi Watergate, mi Abu Ghraib.
– ¿Qué hacemos con esto? -preguntó Amanda-. ¿Llevárselo a la policía? ¿Quemarlo?
– No -dije con voz monótona-. Tengo que usarlo.
– ¿Usarlo? ¿Cómo?
– Ésta es mi historia -me volví hacia ella con los ojos muy abiertos, confiando en que entendiera la oportunidad increíble que tenía delante de mí.
– ¿Qué quieres decir con eso, Henry? No te entiendo.
– Amanda… -dije, y tomé suavemente sus manos, sintiendo el pulso firme de sus muñecas-. Este álbum, todo lo que contiene, podría devolverme mi carrera. Si fuera a la Gazette con esta historia, me convertiría en redactor de primera página inmediatamente. Con momentos como éste es como se construye una carrera. Hay periodistas que se pasan la vida sin encontrar nada parecido. No puedo dejarlo pasar.
Amanda apartó las manos, las cruzó sobre el pecho.
– No sé, Henry. No me parece bien. Esto podría destruir de un plumazo al Departamento de Policía de Nueva York. Si escribes sobre esto, toda la ciudad podría venirse abajo. Piénsalo. Hay miles y miles de policías en Nueva York que arriesgan su vida todos los días. Tenemos fotografías de unos veinte tipos que siguen en servicio activo. ¿Serías capaz de arriesgar todas las cosas por las que esos hombres trabajan y mueren sólo por una historia?
– Tú no lo entiendes -dije-. A veces sólo tienes una oportunidad, un momento que puede cambiarlo todo. Si no lo aprovecho… No sé si volverá a pasar. ¿Es que no lo ves? -le supliqué-. ¿No ves lo que esto podría significar para mí? No tengo nombre, ni esperanza, y mi futuro se ha ido a la mierda. Esto podría devolvérmelo todo. Puedo revelar la verdad y compensar todo lo que me ha pasado.
– ¿Y luego qué? -preguntó con la espalda muy derecha, traspasándome con la mirada-. Te haces famoso. Enhorabuena, Henry Parker. ¿Y qué será de los millones de personas que pierdan la fe porque tú quieres labrarte un nombre? ¿De los miles de policías que tienen que responder por esos pocos que se corrompen? Estás pensando en cómo te afectará a ti, y eso es muy egoísta. ¿Quieres ser un gran periodista? Pues tienes que recordar que esta historia no trata de ti.
– Por favor. Esto es todo lo que he soñado. Para cambiar las cosas. Para cambiar vidas -di una palmada sobre la carpeta, sentí que una sacudida recorría mi cuerpo-. Este libro lo haría posible.
– ¿Qué vida cambiaría, aparte de la tuya? -gritó Amanda-. ¿La de quién? ¿La de estos policías? La arruinará. ¿La de la gente? ¿De veras crees que perder la confianza en las personas que deben protegerlos mejorará sus vidas?
– No sé -susurré-. Pero no puedo dejar pasar esto.
– Sí que puedes -dijo-. ¿Por qué querías ser periodista? ¿Por qué, sinceramente?
– Para ayudar a la gente -contesté-. Para contar la verdad. Para dar a la gente lo que merece saber.
La voz de Amanda se ablandó. Una lágrima aterrizó suavemente sobre la mesa. Curiosamente, no era mía.
– Puedes ayudar a la gente -dijo-. Puedes ayudarla haciendo bien las cosas. No sólo por ti. Esa puerta se abre para todo el mundo, Henry, pero éste no es tu momento. Sé que eres inocente. Sé que tienes buen corazón. Así que úsalo. Haz bien las cosas. Ayuda a la gente. Y luego ayúdate a ti mismo.
Sus ojos buscaron los míos. Maldije el libro frío que notaba bajo la mano, maldije por que mi vida se hubiera alterado. Porque aquella carpeta tuviera el poder de cambiar (y acabar) con muchas otras vidas más. De pronto me cuestionaba algo que nunca habría creído posible cuestionarme. Cada momento que pasaba dudando, aquella puerta se cerraba más y más. Lo único que tenía que hacer era empujarla. Pero no podía hacerlo.
– Tienes razón -dije-. Tiene que haber otro modo -volví a guardar el álbum en el sobre y lo cerré-. Pero ahora mismo tenemos que marcharnos.
Me rodeó con los brazos. Yo no tenía fuerzas para devolver el abrazo.
– Vamos a la puerta. Estoy deseando cruzarla.
Recogí el paquete. Pero cuando nos disponíamos a salir del apartamento se oyó una voz de hombre en la escalera. Nos quedamos paralizados.
– ¿Hola?
Amanda me agarró del brazo, susurró:
– Henry…
Otra vez:
– ¿Hola?
Oí pasos subiendo por la escalera. Ninguno de los dos reaccionó. No podíamos dejar que nadie nos viera. Teníamos que escondernos. Me llevé el dedo a los labios e hice entrar a Amanda en el apartamento de Gustofson. Fui a empujar la puerta, pero algo la detuvo. Una mano. Había alguien justo al otro lado.
– He oído un ruido, ¿se ha roto algo? -el hombre empujó con más fuerza. Yo no podía hacer nada. La puerta se abrió. Un hispano vestido con un mono manchado de pintura apareció en la entrada. Una sola palabra brilló como un fogonazo en mi cabeza.
Conserje.
Miró el suelo cubierto de manchas marrones oscuras. Vio mis manos, las manchas de sangre de cuando me había caído. Me miró boquiabierto, con los ojos llenos de horror. Retrocedió estirando los brazos, suplicándome.
– No es lo que piensa -dije, y me di cuenta de que seguramente todos los criminales decían lo mismo. El hombre se volvió de pronto y corrió escaleras abajo.
– ¡Socorro! ¡Policía! ¡Han matado a alguien!
– Joder -me volví hacia Amanda-. Vamos, tiene que haber una salida de incendios.
Cruzamos corriendo el apartamento. El tiempo acuciaba de nuevo, perversamente. No había salida de incendios en el cuarto de estar, ni ventanas en el baño. Entramos en el dormitorio y vimos una escalera metálica al otro lado de la ventana cubierta con mosquitera de alambre.
Apoyé la pierna en la pared, sentí una punzada de dolor y tiré de la mosquitera. Salimos a la escalera, que se alzaba doce o quince metros por encima del callejón. Bajamos con cuidado, agarrándonos con todas nuestras fuerzas a la barandilla oxidada.
Una sirena sonaba a lo lejos. Faltaban pocos minutos para que me endosaran otro asesinato. La A escarlata. Mi agujero era cada vez más hondo y las paredes de tierra empezaban a derrumbarse.
Llegamos al rellano de más abajo, del que colgaba una escalerilla como un trozo de espagueti. Debajo de nosotros había un montón de bolsas de basura negras. Y bajo ellas cemento. El extremo de la escalerilla estaba a unos cuatro metros del suelo.
– Tú primero -dijo Amanda. Le sonreí.
– ¿Quién ha dicho que la caballerosidad ha muerto?