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Le di el álbum y me sequé las manos sudorosas en la camisa. Me agarré con fuerza al metal y bajé la escalerilla. Al llegar al último peldaño me detuve. No quería aterrizar en medio de las bolsas de basura, que estaban cubiertas de botellas rotas.

Me incliné hacia la derecha y salté hacia un lado impulsándome con el pie izquierdo. Aterricé junto a las bolsas. Mis rodillas cedieron al tocar el suelo, la palma de mi mano arañó el cemento, la piel se desgarró.

Hice una mueca y miré a Amanda levantando los pulgares. Recogí varias bolsas de basura y las aparté del montón, dejando una pequeña zona para que aterrizara. Ella me arrojó el álbum con cuidado. Lo dejé a un lado y me puse justo debajo de la escalerilla. Alargué los brazos.

– Tu turno -grité.

Indecisa, con un destello de miedo en los ojos, Amanda bajó hasta el último escalón.

– ¿Seguro que puedes recogerme? -dijo.

– Si no pesas más de treinta y seis kilos, no hay problema.

– Si toco con un solo dedo del pie el suelo, te doy una patada del treinta y seis.

– Trato hecho.

Amanda cerró los ojos y saltó. Un chillido escapó de sus labios mientras caía por el aire. Luego, de pronto, estaba en mis brazos, con las manos enlazadas alrededor de mi cuello. La dejé en el suelo y abrió los ojos lentamente.

– Pesas algo más de treinta y seis kilos -dije.

Me dio un puñetazo en las costillas, un suave apretón y dijo:

– Gracias.

Asentí con la cabeza, la miré a los ojos. Luego las sirenas irrumpieron en nuestro abrazo, rompiendo aquel momento de paz.

Corrimos hacia el fondo del callejón y al salir a Ámsterdam torcimos hacia el este. En la calle 81 saltamos a un autobús interurbano, usamos el bono que habíamos comprado en el metro y nos escondimos detrás de un periódico satírico que alguien había dejado abandonado.

Titular: Un periodista cambia su nombre por un jeroglífico.

Por el rabillo del ojo vi un coche de policía pasar a toda velocidad por la calle y girar bruscamente a la derecha, por el callejón que acabábamos de dejar. Respiré y se lo señalé a Amanda. Ella me agarró la mano, me apretó los dedos hasta hacerme daño.

Nos bajamos en la última parada, en la calle 80 con la avenida East End. El manto de acero de la noche había caí do. El río East estaba oscuro, la luna se reflejaba en el agua como lentejuelas plateadas. Una brisa cálida me atravesó el pelo. Respiré hondo. Cualquier otra noche habría podido saborear la belleza de la ciudad. Pero aquella noche me parecía una tumba.

No conocía aquel barrio. A un lado de la calle había una hilera de bloques de pisos caros del Upper East Side. Había árboles con barandillas que llegaban a la rodilla y porteros con gorra de plato que abrían la puerta a los vecinos elegantes y a sus no menos elegantes perros.

Al otro lado de la calle, como exportado de un universo menos acaudalado, se alzaba un edificio que parecía completamente abandonado. Las ventanas estaban tapadas con tablas, los ladrillos cubiertos de grafitis y suciedad. Encadenadas a una valla había varias bicicletas sin ruedas. Una verja daba al sendero que conducía a la entrada del edificio.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Amanda. Se había abrazado el cuerpo delicado y me miraba buscando algún asomo de esperanza. Yo sostenía el álbum bajo el brazo. Notaba cómo el borde del plástico me arañaba la piel. No sabía qué decir, qué hacer.

John Fredrickson. Yo sabía que aquel hombre trabajaba para Michael DiForio. Tres días antes no se había presentado allí porque estaba en el barrio, como había dicho Luis. Había ido a casa de los Guzmán con un propósito: recoger el álbum y entregárselo a Michael DiForio. Con aquellas fotos, DiForio tenía Nueva York a su merced. Publicarlas dañaría irremediablemente a la ciudad. Y DiForio no quería perderlas bajo ningún concepto. Pese a todo, tenía que haber alguna manera de utilizar el álbum, alguna forma de liberarnos. De convertir en bien el mal.

De nuevo intenté distanciarme, dejar a un lado las emociones, contemplar la situación como un periodista.

Al igual que un truco de magia, en una gran historia se muestran los hechos sin revelar los secretos que se esconden tras ellos. Se ofrece al público lo que necesita ver, lo que quiere oír, y nada más. Allí había dos grupos de personas: los que me querían muerto y los que querían aquel álbum y luego me querían muerto. El truco era darles a ambos lo que querían, pero haciendo que desearan únicamente lo que yo les ofrecía.

Aquello tenía que acabar esa misma noche. No me quedaban fuerzas, ningún consuelo que ofrecerle a Amanda. Estaba cansado, tenía frío y hambre. Y por fin tenía un pequeño asidero en el que sujetarme.

Miré el gran edificio que teníamos delante. Era tan extraño en aquel barrio… Como una lechuga podrida en medio de un huerto bien cuidado. Como Henry Parker en Nueva York.

– Esto tiene que acabar -le dije a Amanda. Bajó la cabeza, levantó los ojos para mirarme. Se apoyó en mí y rodeé con los brazos su estrecha cintura, apretándola contra mí.

Dios, sólo deseaba aspirar su olor, abrazarla, no pensar en nada, salvo en ella. Sentí su aliento cálido en la mejilla. Inhalé, cerré los ojos, me apreté contra su piel. Cuan do abrí los ojos ella había apoyado la cabeza sobre mi pecho. Le acaricié el pelo y besé su frente. «Todo saldrá bien…».

Entonces ella levantó la cara, sus labios se abrieron ligeramente. Me incliné y pegué mis labios a los suyos, sentí su presión, suave y tentadora. Ambos nos rendimos. El dolor y la pena desaparecieron. Durante unos segundos, fuimos las únicas personas sobre la faz de la tierra, y me perdí por completo en Amanda Davies. Cuando por fin nos separamos y Amanda apoyó la cabeza sobre mi pecho, comprendí que nunca había vivido una experiencia tan íntima. Si hubiera sido otra noche, en un mundo distinto…

Retrocedí y abrí el álbum de fotos.

– Tengo que acabar con esto -dije.

Ella asintió. Estaba llorando.

– Quiero ayudarte.

– No. Esto ahora es responsabilidad mía y sólo mía. No sé qué va a pasar ni cómo acabará esto, pero tú no puedes formar parte de ello. Ya has hecho demasiado. No soporto la idea de seguir poniéndote en peligro.

– Por favor… -dijo. Las lágrimas le corrían por la cara. Puso una mano sobre mi cara y su leve contacto me hizo estremecerme. Me mordí el labio mientras una oleada de calor me recorría-. Henry, yo ya formo parte de esto, te guste o no. Déjame ayudarte.

Negué con la cabeza. Luego abrí la carpeta y saqué los negativos. Se los di. Los tomó, desconcertada.

– Si me pasa algo, dáselos a Jack O’Donnell. Cuéntaselo todo. Él sabrá qué hacer.

– No entiendo. ¿Por qué no puedo ayudarte?

– Ya me has ayudado, todo lo que podías, más de lo que esperaba de nadie. No puedo permitir que hagas más.

Amanda inclinó la cabeza, se mordió el labio.

– ¿Y tú? -preguntó.

Sonreí un poco, le acaricié la mejilla.

– Confía en mí -dije-. Ya se me ocurrirá algo.

Capítulo 38

El avión tomó tierra pocos minutos después de las dos de la mañana. Joe Mauser bajó tambaleándose las estrechas escaleras. Todavía notaba los efectos de las turbulencias que el aparato había atravesado media hora antes. Cerró los ojos, pensó en los millones de lucecitas dispersas por el paisaje de Nueva York. Pronto volvería a estar en el corazón de la ciudad y con un poco de suerte podría arrancarle el corazón a Henry Parker.

Mientras intentaba sofocar una náusea, vio a Louis Carruthers, el jefe de policía, en la pista con dos tazas de café humeante en las manos.

– Agente Mauser -dijo, ofreciéndole el café-. Agente Denton.

– Lou -dijo Joe. Se estrecharon las manos, un gesto solemne.

Mauser hizo una mueca al probar el café. Louis parecía haberle puesto una lechería entera. Sabía más a leche que a café. Mientras caminaban hacia el Crown Victoria aparcado junto al hangar, sonó su teléfono móvil. Joe lo sacó y vio parpadear el icono del buzón de voz. Debía de haber perdido llamadas mientras estaba en el aire. Echó un vistazo a la lista de llamadas y le dio un vuelco el corazón.