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Henry Parker salió de entre las sombras. Parecía que acabara de correr un maratón a toda velocidad. Tenía los brazos fibrosos, la camisa manchada de sudor seco, el pelo revuelto. Mauser vio salir sangre de su pierna izquierda, donde había recibido un disparo. El joven respiraba profundamente. Joe vio que tenía marcas oscuras bajo los ojos. Henry Parker parecía llevar varios días sin dormir y no haber dejado de correr en todo ese tiempo. Lo cual probablemente era cierto.

– Mataste a John -dijo Mauser, acercándose. Parker no se movió-. Has asesinado a un miembro de mi familia. Has dejado a una mujer sin marido y a dos hijos sin padre. Mereces ir derecho al infierno -sintió que la sangre se le endurecía en las venas y levantó despacio la pistola, apuntando directamente al corazón de Henry Parker.

– John Fredrickson está muerto -dijo Parker-. Pero no por mi culpa.

– A la mierda -dijo Denton, y dio un paso adelante con la pistola en alto-. Mató a John. Mira sus ojos, sabe que lo mató. Si alguien merece morir, Joe…

Mauser miró a los ojos a Parker. Era la primera vez que los veía de cerca desde San Luis. Desde Shelton Barnes.

Aquella foto…

En alguna parte, en el fondo de los ojos de Henry Parker, Joe Mauser vio lo único que jamás hubiera creído que vería.

La verdad.

– Dime qué pasó -dijo-. Y no te guardes nada. Si creo que me estás mintiendo, te pego un tiro en la cara sin pensármelo dos veces.

Parker respiró hondo y empezó a hablar.

– Empieza con Michael DiForio y Jimmy Saviano -dijo.

Mauser lo interrumpió.

– Todo el mundo sabe lo de su guerra. Lleva años preparándose y nunca ha pasado nada.

– Hasta ahora -dijo Henry-. Michael DiForio tiene gran cantidad de propiedades inmobiliarias en la ciudad. Más concretamente, es dueño del edificio del número 2937 de Broadway. Donde murió John Fredrickson.

Parker tomó aire antes de continuar.

– A DiForio se le ocurrió que una manera fácil de llevar sus negocios exponiéndose poco era utilizar a sirvientes, a mensajeros, que le hicieran los recados. Hombres sin ataduras, sin esperanza. Si esos mensajeros tenían antecedentes y los detenían o los mataban, el dedo les apuntaría únicamente a ellos. No se harían preguntas.

Una brisa tenue atravesó la habitación. Mauser se estremeció.

– Vamos, Joe, olvídate de él, vamos a cargárnoslo.

Mauser miró a Denton, que cerró la boca. Se sentía mareado. Su mundo se había vuelto del revés.

Señaló a Parker con la cabeza y dijo:

– Continúa.

– Los socios de Michael DiForio se ponían en contacto con presos que acababan de salir con libertad condicional. Hombres sin dinero y sin trabajo. Les ofrecían alojamiento barato a cambio de sus servicios. Recoger pagos, transportar drogas, esas cosas. Y a cambio podían vivir en pisos decentes y no tenían que ganarse la vida llenando bolsas en un supermercado -Parker tragó saliva-. Luis Guzmán era uno de esos hombres. De hecho, durante los últimos cinco años, al menos diez ex presidiarios han vivido en ese mismo edificio. Les hacían enormes descuentos en el alquiler a cambio de sus… -hizo una pausa-… servicios.

– Yo sigo sin ver nada, Joe -dijo Denton-. La policía llegará en cualquier momento y nosotros seguimos…

– ¡Cállate la puta boca! -gritó Mauser-. ¡Cállate! ¡Se trata de mi puta familia!

Denton pareció encajar un puñetazo en el estómago. Dio un paso atrás. Parker, visiblemente nervioso, intentó reponerse, pero le temblaba la voz.

– Otro empleado a sueldo de DiForio era un fotógrafo llamado Hans Gustofson. DiForio pagaba a Gustofson para que tomara fotografías comprometedoras de gente muy importante. Fotografías de policías y funcionarios públicos. Como las que le hizo al agente Fredrickson.

– John… -dijo Mauser.

Parker asintió con la cabeza.

– Gustofson había hecho un gran álbum con todas esas fotografías en las últimas dos décadas. Podrían haberse usado para muchas cosas: para sobornar a políticos, para controlar mejor a los policías a los que DiForio ya tenía en nómina, para averiguar qué policías hacían el doble juego y trabajaban también para Saviano… Luis Guzmán era un intermediario. Se suponía que debía recoger las fotografías que le daría Gustofson y dárselas a Fredrickson, que se las entregaría directamente a DiForio. Pero las fotos nunca llegaron a mano de Luis Guzmán.

– ¿Por qué no? -preguntó Mauser. Sentía el sudor corriéndole por el cráneo, caliente y pegajoso.

– Hans Gustofson fue asesinado antes de que pudiera entregar las fotografías. Lo sé porque encontré el cuerpo. Y quien mató a Gustofson quería esas fotos. Pero Gustofson las había escondido bien.

– Dios mío -dijo Mauser.

– Increíble -añadió Denton.

– Luis Guzmán no las recibió porque Gustofson estaba muerto. Fredrickson, creyendo que Guzmán intentaba quedárselas para sacar provecho de ellas, seguramente para vendérselas a Saviano, intentó hacerle confesar a golpes. Fue entonces cuando yo aparecí en escena.

– John y tú -dijo Mauser-. Tú lo mataste.

– El agente Fredrickson está muerto -dijo Parker, y su voz sonó como carne al pasar por una picadora-. Pero yo no lo maté. Intenté impedir que hiciera daño a los Guzmán, y mientras forcejeábamos su pistola se disparó. Pero yo no apreté el gatillo. Y si habla usted con los Guzmán, si de verdad habla con ellos, corroborarán mi historia.

Mauser dijo:

– Y ese álbum de fotos, ¿dónde está?

– A salvo, junto con los negativos -respondió Parker-. Yo tampoco quiero que caiga en malas manos. Pero puedo juntar las piezas y ayudar a arreglar las cosas. Lo único que quiero a cambio es que me devuelvan mi vida.

– Eso no es posible -dijo Mauser-. Hay una ciudad entera que quiere verte muerto.

– La ciudad no conoce la historia completa -hizo una pausa-. ¿Qué quiere usted? -preguntó Parker.

Mauser bajó la cabeza. Su sombra se proyectaba, larga, sobre la pared. Luego levantó la mirada.

– Quiero justicia para mi cuñado. Quiero que el responsable de su muerte pague por ello.

– Yo también -dijo Henry-. Y puedo ayudar.

Parker dio un paso adelante. Mauser lo observaba. Entonces oyó algo. Un sonido muy tenue. Un aleteo.

Los pájaros habían vuelto a alborotarse.

Alguien subía por las escaleras.

– Atrás -dijo Mauser con urgencia, y empujó a Parker hacia la ventana. Denton y él se giraron y apuntaron hacia la puerta, agachándose para reducir el blanco.

Los pasos eran muy suaves, pero Mauser los oía claramente. Era más de una persona. Más de dos. Eran al menos tres las que se acercaban. Quizá más.

Mauser sentía la Glock en sus manos, una sensación trivial de seguridad. Miró rápidamente a Denton, inclinó la cabeza. Entonces una explosión tremenda rompió el silencio, y luego otra, y otra. La habitación se iluminó como si hubiera estallado un petardo, y el estruendo resonó en todo el edificio. Desde abajo empezaron a llegar gritos angustiados.

– ¡Dios mío! -gritó Mauser-. ¿Qué coño es eso?

Otra explosión sacudió al edificio, y luego se hizo el silencio. La policía no hacía aquellos disparos, se dijo Mauser. Eran disparos de escopeta. Cuatro en total. Y por el intervalo entre unos y otros, parecía que sólo disparaba una persona. Entonces Joe volvió a oírlo.

Pasos que subían por la escalera. De una sola persona esta vez, firmes y decididos. Vio a Parker acurrucado en el rincón, el miedo grabado en su cara.

Una sombra apareció en el marco de la puerta. Mauser vio el cañón del arma antes de ver al hombre.

Cuando entró en la habitación, Joe Mauser reconoció su cara.

Shelton Barnes.

Sus pantalones y su camisa eran negros, pero a la luz de la luna Mauser vio manchas rojas, como si una docena de bolas de pintura hubieran estallado en su pecho. Sangre de otros hombres. Entonces Barnes habló con voz firme.