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Colgué antes de que acabara la frase. La historia siguió rodando. Unos días después recibí la primera carta injuriosa.

Implacable. Consentido. Odioso. Traicionero. Sólo algunas de las lindezas que me dedicó aquel fan confeso de Paulina Cole.

Pero allí estaba yo, trabajando otra vez. Haciendo aquello para lo que había nacido.

Estaba escribiendo en mi libreta cuando de pronto una sombra tapó el sol.

– ¿Visitando a tus amigos?

Amanda estaba de pie frente a mí. El sol brillaba directamente sobre su cabeza. Respiré su olor delicioso, tuve que recordarme otra vez que era real. Llevaba una camiseta de tirantes de color turquesa (mi preferida) y se había recogido la hermosa melena castaña en una coleta. Yo no lo creía posible, pero estaba aún más guapa que el día que la conocí.

– No te dejan en paz, ¿eh?

Se refería a los policías de paisano apostados en torno al edificio. Por si acaso Michael DiForio se ofuscaba y decidía tomarse la revancha. Mentiría si dijera que no me despertaba con un sudor frío algunas noches, dudando de que todo hubiera acabado, de si aquellos tres días no habrían acabado para siempre con mi vida apacible. Entonces miraba a la chica tumbada a mi lado y comprendía que ella podría darme todo lo que había perdido.

Amanda.

– ¿Querías verme, entonces? -dije. Tres cuartos de hora antes, Amanda me había llamado a la oficina y me había dicho que me encontrara con ella fuera. Dijo que era importante. Y no solía usar aquel término a la ligera.

– ¿Qué estás escribiendo? -preguntó. Alargó la mano hacia mi cuaderno y lo aparté.

– Wallace me ha encargado escribir un artículo sobre estas… -señaló los grandes insectos rodeados de turistas-… cosas. La última vez no quise, así que intento corregirme.

– Parece un bonito artículo de interés humano -dijo ella. Me rodeó el cuello con los brazos. Sentí su olor dulce y ligero, un olor que ya sería siempre el del despertar-. ¿Hay algún otro ser humano que te interese?

Sonreí.

– Se me ocurre uno, pero no le he hecho un análisis del ADN para asegurarme de que no es del planeta Melmac.

Me dio un puñetazo juguetón en el brazo y luego se sentó en mis rodillas. Se inclinó y frotó su mejilla contra la mía. Sentí sus labios rozarme la nariz, la oreja. Sentí su sabor en mi lengua. Amanda. La mujer que me había salvado la vida.

Entonces noté una patada en la pierna y al mirar vi a una niña en el suelo. Había tropezado en mi pie, pero se levantó de un salto, como una acróbata, y se sacudió el peto.

– ¡Ta-tán! -gritó como si lo tuviera todo previsto.

– ¡Alyssa! -su madre se acercó corriendo. Llevaba en la mano un plano de Nueva York y una bolsa de Dean & De-Luca-. Lo siento -dijo-. Qué pesados son los niños.

– No pasa nada -dije. Me incliné para mirar a Alyssa. Amanda seguía abrazada a mi cuello-. Ten cuidado, Alyssa, no las molestes -señalé a las arañas.

– ¿Por qué? -preguntó, confusa, aunque su boquita se estiró con una sonrisa traviesa.

– Porque si no tienes cuidado podrían… -empecé a hacer cosquillas a Amanda hasta que empezó a retorcerse y a gritar en mis brazos. Alyssa daba palmas y brincaba, riendo como un bebé.

– ¿Te hacen cosquillas? -preguntó.

– Exactamente.

Su madre me sonrió, tomó a Alyssa de la mano y se la llevó.

– ¿Qué puedo decir? -dije, besando a Amanda en los labios-. Los niños me adoran.

– Me parece que está loca por ti -contestó, traspasándome con sus ojos brillantes-. ¿Tengo que ponerme celosa?

– Pues sí. He decidido abandonar a mi novia, aunque sea preciosa y madura, por una mujer mucho más joven cuyos padres tienen una cuenta bancaria más estable y un bonito arenero para jugar.

Me besó, puso su mano sobre mi pecho, donde la bala me había atravesado la piel.

– ¿Qué tal estás? -preguntó.

– Todavía me escuece a veces, pero no es para tanto. El médico dice que me dolerá más en invierno. Así que tengo los tres meses de verano. Luego, tendrás que darme calor.

– No creo que eso sea problema.

– Bueno, ¿cuál era la emergencia? Parecía importante.

– Lo es -dijo. Me quitó el cuaderno de la mano, lo besó, y se metió la mano en el bolsillo.

Cuando volvió a mirarme estaba muy seria, más seria de lo que la había visto en mucho tiempo.

– Quiero que tengas esto -dijo-. Nunca le había dado uno a nadie, pero… -su voz se apagó-. Tú mereces verlo.

Puso en mi mano una libreta. La tapa me resultaba familiar. La abrí. Había dos palabras escritas en lo alto de la página. Carl Bernstein.

Lo leí.

Carl Bernstein

Veintipocos años, veinticinco como mucho. No lleva equipaje, excepto una mochila, va solo. Tiene una mirada que no había visto nunca, una ternura que parece salida de la nada. Como si estuviera asustado, desvalido. Se comporta como si yo acabara de salvarle la vida a alguien a quien acabo de conocer.

Leí el resto de la página. Cuando acabé, me levanté, tomé a Amanda en mis brazos, le di una vuelta y nos besamos hasta que empezaron a dolerme las costillas y tuve que dejarla en el suelo.

Amanda se inclinó y besó mi camisa justo donde la bala había penetrado en mi cuerpo. Se incorporó y sonrió.

– Las cicatrices me parecen bastante viriles. ¿Y sabes qué es lo que más me gusta de ellas?

– ¿Qué? -pregunté.

– Que nunca se sabe exactamente qué había debajo -sonrió-. Vamos, héroe mío, tienes una historia que escribir.

Riendo, echamos a andar calle abajo, tomados del brazo. Amanda apoyó la cabeza en mi hombro. La besé en la frente y la apreté con fuerza.

Sin mirar atrás.

Epílogo

El viento frío azotaba y mordía la cara de Michael DiForio cuando se bajó de la acera. Un guardaespaldas al que no conocía se metió en un charco de un palmo de profundidad para abrirle la puerta del Oldsmobile. «Jodidos nuevos», pensó. «Son todos unos inútiles».

Habían tenido que contratar a más gente después de que Barnes masacrara a cuatro hombres en aquel edificio abandonado de la calle 80. Las caras nuevas sólo aumentaban la confusión, sólo conseguían debilitar su familia. Y en las últimas semanas la familia de Michael apenas tenía fuerzas para seguir adelante.

En las últimas tres semanas, casi todos los guardaespaldas de DiForio habían desaparecido como si los hubiera tragado la tierra. La mayoría había dejado simplemente de responder a las llamadas; otros sólo susurraban «dejad de llamar» y colgaban. Por eso había caras nuevas. Por eso todo se había vuelto humo.

Según el teniente de la comisaría 53, varias semanas después de que Henry Parker quedara libre de tres cargos de asesinato en primer grado, todos los agentes de policía, políticos y periodistas a sueldo de DiForio recibieron por correo un paquete misterioso. Dentro del paquete había una copia de una fotografía que Michael sabía obra del difunto Hans Gustofson. Las fotografías iban acompañadas de una carta advirtiendo de que o sus actividades ilegales cesaban inmediatamente o las fotografías en cuestión serían entregadas a la prensa.

La mitad de los policías estaban muertos de miedo. Todos los demás habían «cambiado de chaqueta». El álbum de fotos había desaparecido por completo. Y una enorme cantidad de tiempo y de dinero había acabado tirada por la ventana.

«No podemos seguir trabajando para ti, Michael. Hemos prestado juramento a la ciudad».

Aquellos putos santurrones volvían a aferrarse a su palabra después de haber aceptado dinero de él a montones. Pasaban de él, así como así. El maldito Parker estaba detrás de aquello. Tenía que ser él.

Lo primero que ordenó Michael fue encontrar a Henry Parker y acabar con él. Aquel chico había echado a perder tantas cosas que Michael no sabía si podría salvar algo. Pero de todos modos había que cobrarse venganza, y rápido. Michael tenía que recuperar el control.