Yo iba a visitar a una posible clienta, una anciana que buscaba a alguien que le restaurara un reloj de sol en forma de cubo que tenía en su jardín; me dijo que era del siglo XVIII y que estaba en muy mal estado. Le dije que lo que yo solía hacer básicamente eran encargos originales y que me dedicaba muy poco a la restauración, pero la noté tan abatida que transigí y acepté ir a echarle un vistazo. En cuanto salí me di cuenta de que estaba hambrienta y me detuve en el área de servicio de Rawndesley East.
Nadie en su sano juicio espera comer bien en un área de servicio, y estaba preparada para que el pollo, las patatas y los guisantes estuvieran fríos, grasientos e insípidos. Yo no soy como tú; de vez en cuando no me importa comer algo mediocre. La comida basura puede resultar reconfortante. Pero, en aquella ocasión, lo que me sirvieron en una bandeja era ofensivo. ¿Lo viste? ¿Estabas lo bastante cerca como para echarle un vistazo?
El pollo era de color gris y apestaba como un cubo de basura que nunca hubieran lavado. Su olor me provocó arcadas. Le dije al camarero que aquella comida estaba pasada. El puso los ojos en blanco, como si yo fuera una clienta conflictiva, y me dijo que ni siquiera lo había probado. Si sabía mal, añadió, podía devolverlo y él me serviría otro plato, pero no estaba dispuesto a llevárselo cuando ni siquiera lo había probado. Le dije que quería hablar con el encargado; de mala gana, me dijo que él estaba a cargo de todo, porque su jefe aún no había llegado.
– ¿Y cuándo llegará? -le pregunté.
– No volverá antes de dos horas.
– Estupendo. Entonces esperaré. Y cuando llegue su jefe, le diré que le despida.
– Haga lo que quiera.
Aquel hombre se encogió de hombros. Se llamaba Bruce Doherty: lo decía su placa.
– ¡Sólo tiene que echar un vistazo a este pollo para saber que está malo! ¡Está podrido! Si no me cree, pruébelo.
– No, gracias -dijo, con una sonrisa de suficiencia.
Me tomé aquello como si admitiera que el pollo estaba pasado y que él lo sabía; se estaba regodeando en ello, demostrándome que le daba igual.
– ¡Voy a asegurarme de que le despidan, gilipollas! -le grité a la cara-. ¿Y qué va a hacer entonces? ¿Va a trabajar como neurocirujano? ¿O como científico espacial? No, puede que trabaje en algo que encaja más con su talento: ¿limpiar la mierda de los servicios u ofrecer su culo a los hombres de negocios que pasan por aquí?
Él me ignoró. Detrás de mí había gente haciendo cola; se volvió hacia la primera persona que estaba esperando y dijo:
– Siento todo esto. ¿Qué le pongo?
– Mire, estoy muy ocupada -le dije-. Lo único que quiero es un plato que no sea puro veneno.
Una mujer de mediana edad vestida de forma desaliñada que estaba esperando a que la sirvieran me tocó el brazo.
– Allí hay niños -me dijo, señalando una mesa que estaba al otro lado del comedor. Me deshice de su mano.
– Estupendo -dije-. Niños que, si dependiera de usted, de él y de toda la gente que hay aquí, ¡comerían pollo podrido y morirían de disentería!
Después de eso, todos me dejaron en paz. Llamé a la mujer a la que iba a visitar por lo del reloj de sol y le dije que me había entretenido. Entonces me senté a la mesa más próxima a la barra, con mi bandeja de comida nauseabunda frente a mí, esperando a que llegara el encargado. Sentía la rabia hirviendo en mi interior, pero creo que conseguí parecer tranquila. No puedo controlarlo todo, pero sí lograr que ningún desconocido adivine cómo me siento con sólo mirarme.
De vez en cuando observaba a Bruce Doherty. No transcurrió mucho tiempo hasta que empezó a sentirse incómodo. No se me pasó por la cabeza la posibilidad de darme por vencida. Estaba decidida a conseguir que se hiciera un poco de justicia. Se me ocurrió que podría destrozar el local. Me pasearía por el comedor arrojando las bandejas de comida de la gente al suelo. Cogería mi plato de bazofia envenenada y se la tiraría a la cara al encargado.
Después de esperar durante casi una hora y media vi que te dirigías hacia mí. Mi rabia había ido en aumento hasta bloquear cualquier idea o sentimiento. Ése fue el motivo por el que de entrada no reparara en tu extraño aspecto. Llevabas tu camisa gris de cuello Mao y unos vaqueros; me sonreías, mientras en una mano se balanceaba una bandeja, como si fueras un camarero. Lo primero que vi fue tu sonrisa. Estaba muerta de hambre y mareada; sólo me sostenían mis vengativas fantasías. Me sentía fría y vacía por dentro y tenía un sabor metálico en la boca.
Te acercaste directamente hacia mí, con el brazo que tenías libre en la espalda. Sólo te vi bien cuando te sentaste frente a mí. Me di cuenta de que la bandeja que llevabas en la mano no era igual que las que había en la barra, abandonadas en las mesas y en una pila que había delante de la barra donde Doherty seguía sirviendo aquella bazofia letal. Tu bandeja no era de ese plástico que imita a la madera; era de madera de verdad.
En la bandeja había un cuchillo y un tenedor envueltos en una servilleta de tela blanca, una copa vacía y una botella de vino blanco: Pinot Grigio, tu favorito. Eso, al igual que nuestro encuentro en el área de servicio, sentó las bases para una tradición. Nunca hemos compartido una botella de vino que no fuera Pinot Grigio, y quedamos en el Traveltel -aunque tú digas que no es lo bastante romántico y que podríamos encontrar algo mucho más acogedor por el mismo precio-porque el área de servicio de Rawndesley East fue donde nos conocimos. Tienes la mentalidad de un coleccionista compulsivo, ávido por conservarlo todo y no perder nada de lo que tuvo. Tu amor por las tradiciones y los rituales es una de las muchas cosas que me atrajeron de ti: la forma en que aprovechas cualquier cosa buena y agradable que ocurre por casualidad, tratando de convertirla en una costumbre.
Intenté explicarle esto a la policía -que un hombre que insiste en beber el mismo vino, en la misma habitación y el mismo día de la semana no rompería de pronto su sagrada rutina desapareciendo sin avisar-, pero lo único que hicieron fue mirarme con indiferencia.
Cogiste la bandeja que me había servido Doherty, la dejaste en la mesa de al lado y luego colocaste la tuya delante de mí. Junto a la servilleta y los cubiertos había una fuente de porcelana con una tapa plateada en forma de cúpula. La levantaste sin decir nada, sonriendo con orgullo. Yo estaba asombrada y confusa. Como te dije luego, pensé que eras el jefe de Doherty; de alguna forma, te habías enterado de lo ocurrido, quizás a través de otro empleado, y habías venido a enmendarlo.
Sin embargo, no llevabas el uniforme azul y rojo ni una placa con tu nombre. Y aquélla no era una forma normal de enmendar las cosas. Aquello era magret de canard aux poires. Me dijiste el nombre del plato cuando volvimos a vernos. A mí me parecieron lonchas de pechuga de pato muy tiernas -doradas por los lados y rosadas por el centro-dispuestas en un pulcro círculo en torno a una pera entera cocida. Olía como si hubiera caído del cielo. Estaba tan hambrienta que estuve a punto de echarme a llorar.
– Se supone que con el pato hay que tomar vino tinto -me dijiste, como quien no quiere la cosa. Ésas fueron las primeras palabras que te escuché pronunciar-. Pero pensé que, teniendo en cuenta que es mediodía, sería mejor un vino blanco.
– ¿Quién es usted? -pregunté, dispuesta a enfadarme y esperando no tener que hacerlo, porque estaba desesperada por comerme lo que me habías traído. Doherty estaba observando, tan perplejo como yo.
– Me llamo Robert Haworth. La oí mientras le gritaba a ese bruto. -Moviste la cabeza en dirección a la barra-. Es evidente que nunca le servirá un almuerzo que sea comestible, o sea, que pensé que podría hacerlo yo.
– ¿Lo conozco? -pregunté, aún perpleja.
– Verá -dijiste-, no podía dejar que se muriera de hambre, ¿verdad?
– ¿De dónde ha salido esta comida? -Tenía que haber alguna trampa, pensé-. ¿La ha preparado usted?
Me preguntaba qué clase de hombre escucha a una desconocida quejándose por una mala comida y sale corriendo hacia su casa para prepararle algo mejor.
– No. Es del Bay Tree.
Es el restaurante más caro de Spilling. Mis padres me llevaron en una ocasión y, con el vino incluido, les costó casi cuatrocientas libras.
– ¿Y…?
Me quedé mirándote fijamente y esperé, dejando claro que necesitaba más explicaciones. Tú te encogiste de hombros.
– Vi que estaba en apuros y quise ayudarla. Llamé al Bay Tree Y les expliqué la situación. Les encargué este plato. Luego me subí a mi camión y fui a recogerlo. Soy camionero.
Pensé que querías algo de mí. No sabía qué era, pero estaba a la expectativa. No pensaba probar ni un bocado, a pesar de que me dolía el estómago y se me hacía la boca agua, hasta saber cuáles eran tus intenciones.
De pronto, apareció Doherty. En su camisa lucía una enorme mancha de grasa que tenía más o menos la forma de Portugal.
– Me temo que no puede…
– Deje que la señora se coma en paz su almuerzo -le dijiste. -No está permitido traer comida…
– Y a usted no le está permitido vender comida que no es comestible -le interrumpiste.
Tu tono de voz fue tranquilo y educado en todo momento, pero yo no soy tonta, y Doherty tampoco lo era. Ambos sabíamos que ibas a hacer algo. Sin dar crédito, vi que cogías la bandeja con el pollo, las patatas y los guisantes; luego, abriste el cuello de la camisa de Doherty y le echaste la comida dentro. Doherty lanzó un exclamación, indignado, algo parecido a un gemido o un gruñido, y bajó la vista para mirarse. Luego se alejó trastabillando por el comedor, derramando los guisantes que salían de su uniforme. Algunos cayeron al suelo mientras se alejaba y algunos se pegaron a las suelas de sus zapatos. Nunca olvidaré esa imagen mientras viva.
– Lo siento -dijiste, cuando se hubo ido. Me dio la impresión de que habías perdido algo de seguridad en ti mismo. Hablabas de forma más atropellada y parecías haberte encogido ligeramente-Mire, sólo pretendía ayudar -murmuraste. Parecías avergonzado, como si hubieras decidido que servirme un apetitoso plato de un excelente restaurante hubiera sido una estupidez-. Hay demasiada gente que sólo se queda mirando y no hace nada para ayudar a alguien que está en apuros -dijiste.
Aquellas palabras lo cambiaron todo.
– Lo sé -dije enérgicamente, pensando en los hombres vestidos de etiqueta que habían aplaudido a mi violador dos años atrás-. Le agradezco su ayuda. Y esto -añadí, señalando el pato-tiene un aspecto exquisito.
Tú sonreíste, más tranquilo.
– Entonces, al ataque -dijiste-. Espero que le guste.
Te volviste para irte y yo me quedé nuevamente sorprendida. Había dado por sentado que al menos te quedarías y hablaríamos mientras comía. Pero me habías dicho que eras camionero. Tendrías que entregar algo urgente, respetar un horario. No podías permitirte perder todo el día sin hacer nada en un área de servicio. Ya habías hecho bastante por mí.
En ese instante supe que no podía dejar que te fueras. Aquél era un momento crucial en mi vida. Iba a convertirlo en un momento crucial. En vez de perder todas mis energías reaccionando ante las cosas malas que me habían pasado, iría detrás de una buena.
Desapareciste por la doble puerta acristalada que había frente a la gasolinera y ya no podía verte. Aquello me asustó y me hizo entrar en acción. Dejé la comida allí y salí afuera a toda velocidad. Estabas en el aparcamiento, a punto de subir a tu camión.
– ¡Espere! -grité, sin que me importara mi indecoroso aspecto, corriendo salvajemente hacia ti.
– ¿Hay algún problema?
Parecías preocupado. Yo estaba sin aliento.
– ¿No piensa devolver… la bandeja y la fuente al Bay Tree? -dije.
Fue patético, lo sé, pero en ese momento me pareció una excusa razonable. Tú sonreíste.
– No había pensado en eso. Probablemente debería hacerlo, sí.
– Bueno…, entonces, ¿por qué no vuelve a entrar? -dije, flirteando descaradamente.
– Supongo que podría hacerlo -dijiste, frunciendo el ceño-. Pero… la verdad es que debería ponerme en marcha.
No iba a permitir que te fueras. Cuando menos me lo esperaba, había ocurrido algo excitante, y estaba decidida a no dejarlo escapar.
– ¿Habría hecho lo que hizo…, traer esa comida y el vino…, por cualquiera? -pregunté.
– ¿Se refiere a cualquiera a quien le hubieran servido un plat0 de pollo podrido?
Me eché a reír.
– Sí.
– Seguramente no -admitiste, desviando la mirada como un tímido colegial.
Aquél fue el momento más feliz de mi vida. Entonces supe que yo era alguien especial para ti. Hiciste algo que nadie habría hecho por mí y aquello me hizo sentir libre. Me hizo sentir que podría ser tan loca como tú, que podría hacer cualquier cosa. No había límites ni reglas. Vi tu anillo de casado, pero no le presté ninguna atención. Estabas casado. ¿Y qué? «Mala suerte, señora de Robert Haworth -pensé-: voy a quitarle a su marido.» Estaba siendo totalmente despiadada.
Durante dos años no había pensando en la posibilidad de acostarme con un hombre. La idea del sexo me repugnaba. Pero ya no. Quería quitarme la ropa allí mismo, en el aparcamiento, y ordenarte que me hicieras el amor. Tenía que ocurrir; tenía que conseguir que fueras mío. Conocerte me permitió olvidarme de mi historia al instante. Tú no sabías nada sobre mí, salvo que era una mujer atractiva y con carácter. Aquel magret de canard aux poires podría haber sido perfectamente un zapato de cristal que me hubiera entregado un príncipe. Ahora todo era distinto, me habían salvado y rescatado. Mi vida había dejado de ser una pesadilla para convertirse, en cuestión de unos minutos, en un cuento de hadas.
Una hora más tarde pedíamos la habitación once en el Traveltel por primera vez.