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– ¿Lo conozco? -pregunté, aún perpleja.

– Verá -dijiste-, no podía dejar que se muriera de hambre, ¿verdad?

– ¿De dónde ha salido esta comida? -Tenía que haber alguna trampa, pensé-. ¿La ha preparado usted?

Me preguntaba qué clase de hombre escucha a una desconocida quejándose por una mala comida y sale corriendo hacia su casa para prepararle algo mejor.

– No. Es del Bay Tree.

Es el restaurante más caro de Spilling. Mis padres me llevaron en una ocasión y, con el vino incluido, les costó casi cuatrocientas libras.

– ¿Y…?

Me quedé mirándote fijamente y esperé, dejando claro que necesitaba más explicaciones. Tú te encogiste de hombros.

– Vi que estaba en apuros y quise ayudarla. Llamé al Bay Tree Y les expliqué la situación. Les encargué este plato. Luego me subí a mi camión y fui a recogerlo. Soy camionero.

Pensé que querías algo de mí. No sabía qué era, pero estaba a la expectativa. No pensaba probar ni un bocado, a pesar de que me dolía el estómago y se me hacía la boca agua, hasta saber cuáles eran tus intenciones.

De pronto, apareció Doherty. En su camisa lucía una enorme mancha de grasa que tenía más o menos la forma de Portugal.

– Me temo que no puede…

– Deje que la señora se coma en paz su almuerzo -le dijiste. -No está permitido traer comida…

– Y a usted no le está permitido vender comida que no es comestible -le interrumpiste.

Tu tono de voz fue tranquilo y educado en todo momento, pero yo no soy tonta, y Doherty tampoco lo era. Ambos sabíamos que ibas a hacer algo. Sin dar crédito, vi que cogías la bandeja con el pollo, las patatas y los guisantes; luego, abriste el cuello de la camisa de Doherty y le echaste la comida dentro. Doherty lanzó un exclamación, indignado, algo parecido a un gemido o un gruñido, y bajó la vista para mirarse. Luego se alejó trastabillando por el comedor, derramando los guisantes que salían de su uniforme. Algunos cayeron al suelo mientras se alejaba y algunos se pegaron a las suelas de sus zapatos. Nunca olvidaré esa imagen mientras viva.

– Lo siento -dijiste, cuando se hubo ido. Me dio la impresión de que habías perdido algo de seguridad en ti mismo. Hablabas de forma más atropellada y parecías haberte encogido ligeramente-Mire, sólo pretendía ayudar -murmuraste. Parecías avergonzado, como si hubieras decidido que servirme un apetitoso plato de un excelente restaurante hubiera sido una estupidez-. Hay demasiada gente que sólo se queda mirando y no hace nada para ayudar a alguien que está en apuros -dijiste.

Aquellas palabras lo cambiaron todo.

– Lo sé -dije enérgicamente, pensando en los hombres vestidos de etiqueta que habían aplaudido a mi violador dos años atrás-. Le agradezco su ayuda. Y esto -añadí, señalando el pato-tiene un aspecto exquisito.

Tú sonreíste, más tranquilo.

– Entonces, al ataque -dijiste-. Espero que le guste.

Te volviste para irte y yo me quedé nuevamente sorprendida. Había dado por sentado que al menos te quedarías y hablaríamos mientras comía. Pero me habías dicho que eras camionero. Tendrías que entregar algo urgente, respetar un horario. No podías permitirte perder todo el día sin hacer nada en un área de servicio. Ya habías hecho bastante por mí.

En ese instante supe que no podía dejar que te fueras. Aquél era un momento crucial en mi vida. Iba a convertirlo en un momento crucial. En vez de perder todas mis energías reaccionando ante las cosas malas que me habían pasado, iría detrás de una buena.

Desapareciste por la doble puerta acristalada que había frente a la gasolinera y ya no podía verte. Aquello me asustó y me hizo entrar en acción. Dejé la comida allí y salí afuera a toda velocidad. Estabas en el aparcamiento, a punto de subir a tu camión.

– ¡Espere! -grité, sin que me importara mi indecoroso aspecto, corriendo salvajemente hacia ti.

– ¿Hay algún problema?

Parecías preocupado. Yo estaba sin aliento.

– ¿No piensa devolver… la bandeja y la fuente al Bay Tree? -dije.

Fue patético, lo sé, pero en ese momento me pareció una excusa razonable. Tú sonreíste.

– No había pensado en eso. Probablemente debería hacerlo, sí.

– Bueno…, entonces, ¿por qué no vuelve a entrar? -dije, flirteando descaradamente.

– Supongo que podría hacerlo -dijiste, frunciendo el ceño-. Pero… la verdad es que debería ponerme en marcha.

No iba a permitir que te fueras. Cuando menos me lo esperaba, había ocurrido algo excitante, y estaba decidida a no dejarlo escapar.

– ¿Habría hecho lo que hizo…, traer esa comida y el vino…, por cualquiera? -pregunté.

– ¿Se refiere a cualquiera a quien le hubieran servido un plat0 de pollo podrido?

Me eché a reír.

– Sí.

– Seguramente no -admitiste, desviando la mirada como un tímido colegial.

Aquél fue el momento más feliz de mi vida. Entonces supe que yo era alguien especial para ti. Hiciste algo que nadie habría hecho por mí y aquello me hizo sentir libre. Me hizo sentir que podría ser tan loca como tú, que podría hacer cualquier cosa. No había límites ni reglas. Vi tu anillo de casado, pero no le presté ninguna atención. Estabas casado. ¿Y qué? «Mala suerte, señora de Robert Haworth -pensé-: voy a quitarle a su marido.» Estaba siendo totalmente despiadada.

Durante dos años no había pensando en la posibilidad de acostarme con un hombre. La idea del sexo me repugnaba. Pero ya no. Quería quitarme la ropa allí mismo, en el aparcamiento, y ordenarte que me hicieras el amor. Tenía que ocurrir; tenía que conseguir que fueras mío. Conocerte me permitió olvidarme de mi historia al instante. Tú no sabías nada sobre mí, salvo que era una mujer atractiva y con carácter. Aquel magret de canard aux poires podría haber sido perfectamente un zapato de cristal que me hubiera entregado un príncipe. Ahora todo era distinto, me habían salvado y rescatado. Mi vida había dejado de ser una pesadilla para convertirse, en cuestión de unos minutos, en un cuento de hadas.

Una hora más tarde pedíamos la habitación once en el Traveltel por primera vez.

Suena el timbre de la puerta. Corro hacia la entrada, pensando que se trata de Yvon.

Pero no es ella. Es el subinspector Sellers, que ya estuvo aquí por la mañana.

– Tenía las cortinas abiertas -dice-. Vi que aún seguía levantada.

– ¿Pasaba por casualidad por delante de mi casa a las dos de la madrugada?

Me mira como si fuera una pregunta estúpida.

– No exactamente.

Espero que siga hablando. Me da tanto miedo enterarme de que me has dejado a posta como de que te ha ocurrido algo terrible.

– ¿Se encuentra bien? -me pregunta Sellers.

– No.

– ¿Puedo pasar un minuto?

– ¿Acaso puedo impedírselo?

Me sigue a través del salón y se sienta en una punta del sofá, posando su prominente barriga sobre sus muslos. Yo me quedo de pie junto a la ventana.

– ¿Está esperando que le ofrezca algo de beber? ¿Un Ovaltine?

No puedo dejar de actuar. Es algo compulsivo. Escribo los diálogos mentalmente y los suelto con voz quebradiza.

– El lunes le dijo al subinspector Waterhouse y a la inspectora Zailer que si se presentaban en casa de Robert Haworth encontrarían algo.

– ¿Qué han encontrado? -le espeto-. ¿Han encontrado a Robert? ¿Está bien?

– El martes le contó al subinspector Waterhouse que Robert Haworth la había violado. ¿Ahora le preocupa cómo está?

– ¿Está bien? ¡Contésteme, cabrón!

Empiezo a sollozar; estoy demasiado exhausta para controlarme.

– ¿Qué creía que iban a encontrar en casa del señor Haworth? -pregunta Sellers-. ¿Cómo podía estar tan segura de ello?

– ¡Se lo dije! Se lo dije a Waterhouse y a Zailer: vi algo en el salón de Robert, a través de la ventana. Y me dio un ataque de pánico. Pensé que iba a morirme.

– ¿Qué fue lo que vio?