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La habitación está ordenada, lo cual es una sorpresa después de haber visto el jardín. Hay un montón de adornos, demasiados, colocados en pulcras filas, por todas partes. La mayoría son casitas de cerámica. Qué raro. No logro imaginarte viviendo en una casa llena de objetos tan cursis. ¿Es una colección? Cuando era una adolescente, mi madre trató de animarme para que coleccionara unas espantosas criaturitas de cerámica que creo que se llamaban whimsies. «No, gracias», le dije. Estaba mucho más interesada en coleccionar pósters de George Michael y Andrew Rígele.

Le echo la culpa a Juliet de haber convertido tu salón en una urbanización en miniatura, como la culpo también de las láminas de madera baratas. El resto de la habitación es aceptable: un sofá azul marino con una butaca a juego; los apliques de la pared, con una pantalla semicircular de escayola para que puedan verse las bombillas; un taburete de madera tapizado en cuero; una cinta métrica y un calendario de mesa. Todo tuyo, tuyo, tuyo. Sé que es una idea absurda, pero me siento identificada con esos objetos inanimados. Estoy exultante. En una de las paredes hay un aparador con puertas de cristal con más casas de cerámica: una hilera de casas diminutas, las más pequeñas de todo el salón. Debajo de ellas hay una vela de color miel que parece no haberse encendido nunca…

El cambio llega de repente, sin previo aviso, como si algo hubiera estallado en mi cerebro. Me aparto de la ventana, doy un traspié y estoy a punto de caerme. Me agarro el cuello de la blusa con una mano, por si fuera eso lo que me impide respirar; con la otra mano, me protejo los ojos. Me tiembla todo el cuerpo. Si no soy capaz de coger pronto un poco de aire, creo que me voy a desmayar. Necesito oxígeno urgentemente.

Espero a que se me pase, pero me encuentro cada vez peor. Ante mis ojos aparecen unos puntos oscuros que se esfuman enseguida. Me oigo lanzar un gemido. No puedo mantenerme en pie; supone demasiado esfuerzo. Me derrumbo, apoyándome en las manos y las rodillas, jadeando y sudando. Ya no pienso en ti ni en Juliet. El césped está increíblemente frío; tengo que dejar de tocarlo. Durante unos segundos me quedo ahí tirada, incapaz de comprender qué es lo que me ha hecho acabar en este estado.

No sé cuánto tiempo me quedo paralizada y sin aliento, en esta indecorosa posición… Puede que sean segundos o tal vez minutos. No creo que puedan ser más de unos minutos. En cuanto me siento capaz de moverme, me pongo de pie y salgo corriendo hacia la puerta sin mirar el salón. Aunque me lo propusiera, no podría mirar en esa dirección. No sé a qué se debe mi certeza, pero lo sé. La policía. Debo acudir a la policía.

Rodeo a toda prisa la casa con las manos extendidas hacia la puerta, tratando de alcanzarla desesperadamente lo antes posible. Creo que era algo horrible. Vi algo horrible a través de la ventana, algo tan inconcebiblemente aterrador que sé que no pudo ser fruto de mi imaginación. Aun así, no sería capaz de decir, ni aunque la vida me fuera en ello, de qué se trataba.

Una voz me detiene, una voz de mujer.

– ¡Naomi! -grita-. ¡Naomi Jenkins!

Dejo escapar un grito ahogado. El hecho de oír que gritan mi nombre completo me resulta espeluznante.

Me doy la vuelta. Ahora estoy en el otro lado de la casa; desde aquí no corro el riesgo de ver la ventana de tu salón. Me da mucho más miedo eso que esta mujer, que supongo que debe ser tu esposa.

Pero ella no sabe cómo me llamo. No sabe ni que existo. Tú mantienes tus dos vidas completamente separadas. Está acercándose a mí.

– Juliet -digo.

Ella tuerce brevemente la boca, como si se estuviera reprimiendo una sonrisa amarga. La observo atentamente, como hice con la cinta métrica, la vela y el cuadro del viejo y el muchacho. Ella es otra cosa que te pertenece. Sin tu sueldo, ¿cómo sobreviviría? Probablemente encontraría a otro hombre dispuesto a mantenerla.

Me siento vacía e inútil cuando pregunto:

– ¿Cómo sabes quién soy?

¿Cómo es posible que esta mujer sea Juliet? Por todo lo que me has contado sobre ella, me había imaginado a un ama de casa tímida y poco sofisticada, mientras que la persona que está frente a mí, de pelo rubio, lleva unas trenzas hechas con mucho esmero, un traje de chaqueta oscuro y unas finas medias negras. Le arden los ojos mientras se dirige lentamente hacia mí, tomándose deliberadamente su tiempo, tratando de intimidarme. No, ésta no puede ser tu mujer, la que no responde al teléfono y no sabe encender un ordenador. ¿Por qué se ha vestido con tanta elegancia?

Las palabras acuden a mi mente antes de que pueda detenerlas: para un funeral. Juliet se ha vestido para un funeral.

Doy un paso atrás.

– ¿Dónde está Robert? -grito.

Tengo que intentarlo. He venido aquí decidida a encontrarte.

– ¿Fuiste tú quien llamó anoche? -dice.

Todas sus palabras penetran en mi cerebro, como una flecha disparada a muy poca distancia. Quiero esquivar su voz, su cara, toda su presencia. No puedo soportar la idea de que a partir de ahora seré capaz de ver escenas y escuchar conversaciones entre los dos. He perdido para siempre ese escondite reconfortante y oscuro en el que podía imaginar.

– ¿Cómo sabes mi nombre? -digo, estremeciéndome a medida que se acerca más a mí-. ¿Qué le has hecho a Robert?

– Creo que las dos le hacemos lo mismo a Robert, ¿no es así?

Me sonríe con suficiencia. Tengo la sensación de que se está divirtiendo. Lo tiene todo bajo control.

– ¿Dónde está Robert? -pregunto de nuevo.

Avanza hacia mí hasta que nuestros rostros están tan sólo a pocos centímetros de distancia.

– Sabes lo que te dirían en un consultorio sentimental, ¿verdad?

Echo la cabeza hacia atrás, esquivando su cálido aliento. Forcejeando con la puerta, tiro del pestillo. Puedo irme cuando quiera. ¿Qué podría hacerme esta mujer?

– Pues te dirían que estás mejor sin él. Considéralo como un favor que te hago, aunque no lo merezcas.

Alzando apenas la mano, me saluda brevemente, moviendo los dedos de forma casi imperceptible antes de darse la vuelta para regresar a la casa.

No puedo mirar hacia dónde se dirige. Ni siquiera puedo pensar en ello.

CAPÍTULO 02

3/4/06

– ¿Liv? ¿Estás ahí? -La inspectora Charlie Zailer habló por el móvil en voz baja mientras tamborileaba sobre la mesa con los dedos. Miró por encima del hombro para comprobar que no había nadie escuchando-. Deberías estar preparando el equipaje. ¡Vamos, coge el teléfono!

Charlie maldijo en voz baja. Probablemente, Olivia estaba haciendo algunas compras de última hora: no quería comprar un aftersun o un dentífrico en un supermercado extranjero. Se pasaba semanas elaborando una lista de lo que le haría falta y lo compraba todo antes de salir de viaje. «En cuanto salgo de casa, estoy de vacaciones -decía-, lo cual significa que nada de compras ni encargos. Sólo tumbarse en la playa, sin hacer nada».

Charlie oyó la voz de Colin Sellers detrás de ella. Él y Chris Gibbs habían vuelto después de haberse ido con la única intención de intercambiar unos cuantos insultos con dos miembros de otro equipo. Charlie bajó la voz y, hablando por teléfono entre dientes, dijo:

– Mira, he hecho algo realmente estúpido. Estoy a punto de entrar en un interrogatorio y podría alargarse un poco, pero te llamo en cuanto termine, ¿vale? ¡No te muevas de ahí!