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– ¿Algo realmente estúpido, inspectora? Seguro que no.

A Sellers nunca se le ocurriría fingir que no había escuchado una conversación privada por casualidad, pero Charlie sabía que solo quería tomarle el pelo. Nunca sería capaz de ir más allá ni de usar esa conversación en su contra. De hecho, ya la había olvidado y se había concentrado en su ordenador.

– Coge una silla -le dijo a Gibbs, aunque éste le ignoró.

¿De verdad le había dicho a su hermana «¡No te muevas de ahí!» en ese tono tan imperioso? Charlie cerró los ojos, arrepentida. La ansiedad la convertía en una mandona, algo que no le convenía en absoluto. Se preguntó si habría forma de borrar el mensaje del buzón de voz de Olivia. Sería una buena excusa para hacer esperar un poco más a Simón. Sabía que ya se estaría preguntando qué era lo que la retenía. Estupendo. Que se impacientara.

– Vamos allá -dijo Sellers, asintiendo con la cabeza a la pantalla del ordenador-. Podría imprimir también esto ahora. ¿Qué te parece?

Era evidente que Sellers daba por sentado que no estaba trabajando solo, aunque Gibbs ni siquiera miraba la pantalla: mataba el tiempo, sentado detrás de Sellers, mordiéndose las uñas. A Charlie le recordaba a un adolescente decidido a demostrar lo mucho que se aburría cuando estaba rodeado de adultos. Si no fuera tan evidente que el tema le preocupaba, Charlie habría pensado que Gibbs mentía acerca de su inminente boda. ¿Quién querría casarse con ese cabrón malhumorado?

– Gibbs -dijo Charlie de repente-. Deja los ejercicios de meditación para tu tiempo libre y ponte a trabajar.

– Lo mismo digo. No soy yo quien ha llamado a su hermana.

Las palabras salieron de su boca como un torrente; era como si se las hubiera escupido. Ella se quedó mirándolo fijamente, incrédula.

– Cómo hacer la vida más fácil, de Christopher Gibbs -murmuró Sellers, jugueteando con su corbata. Como de costumbre, la llevaba muy suelta, y el nudo, demasiado apretado, se balanceaba como un colgante.

A Charlie le recordaba a un oso despeinado. ¿Cómo era posible, se preguntaba, que Sellers, que era más alto, más grueso, más enérgico y físicamente más fuerte que Gibbs, pareciera un bonachón? Gibbs era bajo y flaco, pero desprendía una fiereza condensada, contenida en un envase demasiado pequeño. Charlie lo utilizaba cuando quería intimidar a alguien. A veces, ella misma debía hacer un esfuerzo para no sentirse intimidada ante su presencia.

Gibbs se volvió hacia Sellers.

– ¡Tú cierra el pico!

Charlie apagó el teléfono y lo metió en el bolso. Seguro que Olivia intentaría llamarla mientras estuviera ocupada con el interrogatorio, y cuando volviera a intentar ponerse en contacto con ella, su hermana habría salido de nuevo… ¿o acaso no era eso lo que siempre ocurría?

– Continuará -le dijo fríamente a Gibbs. Ahora no podía enfrentarse a él.

– ¡A partir de mañana, vacaciones, inspectora! -gritó Sellers cuando Charlie salía del despacho. Era una forma de decirle en clave: «Tómatelo con calma con Gibbs, ¿vale?». No, por supuesto que no se lo tomaría con calma.

En el pasillo, a una distancia prudencial del Departamento de Investigación Criminal, Charlie se detuvo, sacó el espejo que llevaba en el bolso y lo abrió. Tenía la piel marchita y un aspecto desgarbado. Tenía que comer más y hacer algo con respecto a esas huesudas mejillas, rellenar aquellos huecos. Sus gafas nuevas, con montura de pasta negra, no mejoraban mucho el soñoliento aspecto de sus ojos.

Y luego estaba ese pelo corto, oscuro y rizado, en el que ya habían aparecido algunas canas. Teniendo en cuenta que sólo tenía treinta y seis años, no le parecía justo. Además, el sostén no se le ajustaba bien; ningún sostén se le ajustaba bien. Unos meses atrás había comprado tres de la que creía que era su talla, y todos resultaron ser demasiado grandes aunque con la copa demasiado pequeña. No tenía tiempo de hacer algo al respecto.

Sintiéndose incómoda con la ropa que llevaba y consigo misma, Charlie cerró el espejo y se dirigió hacia la máquina de bebidas. Los pasillos, en la parte original del edificio, la que en tiempos había albergado los baños Spilling, tenían paredes de ladrillo rojo. Mientras caminaba, Charlie oyó el ruido del agua corriendo a toda velocidad bajo sus pies. Sabía que se debía a algo relacionado con las tuberías del sistema de calefacción central, pero ese ruido daba la extraña sensación de que la función principal de la comisaría aún siguiera siendo de índole acuática. Charlie sacó un café moca de la máquina que había junto a la cantina y que habían instalado hacía poco para quienes no tenían tiempo de entrar a tomar algo, aunque lo irónico era que las bebidas de la máquina eran bastante más variadas y apetecibles que las que servía la gente supuestamente experta que atendía la barra. Charlie se tomó el café de un trago, sintió que la boca y la garganta se le abrasaban, y fue el encuentro de Simón.

Él pareció muy aliviado cuando Charlie abrió la puerta de la sala de interrogatorios número uno. Muy aliviado y luego avergonzado. Simón tenía los ojos más expresivos que Charlie hubiera visto jamás. Sin ellos, puede que su rostro hubiese sido el de un matón. Su nariz era larga y torcida; su mandíbula inferior, ancha y prominente, le daba un aspecto resuelto, como el de un hombre dispuesto a ganar todas las peleas. O el de alguien que temía perderlas y quería disimularlo. Charlie lo vapuleó mentalmente. «No seas blanda con él; es un mierda. ¿Cuándo te darás cuenta de que hace falta esforzarse mucho para ser tan irritante como Simón Waterhouse?». Pero eso era algo que Charlie realmente no creía. Ojalá pudiera.

– Lo siento. Me he entretenido -dijo Charlie.

Simón asintió con la cabeza. Delante de él, sentada, había una mujer pálida y de ojos rasgados; llevaba una falda larga negra, unos zapatos marrones de ante y un jersey verde de cuello de pico que parecía de cachemira. Su pelo, ondulado, era de color castaño rojizo -un color que a Charlie le recordó el de las castañas por las que solía pelearse de niña con Olivia-y le caía en una melena hasta los hombros. En el suelo, junto a sus pies, había un bolso de Lulu Guinness de color verde y azul; Charlie pensó que debía de haberle costado varios cientos de libras.

La mujer frunció los labios mientras escuchaba las disculpas de Charlie y cruzó los brazos con más fuerza. ¿Irritación o ansiedad? Era difícil de decir.

– Ésta es la inspectora Zailer -dijo Simón.

– Y usted es Naomi Jenkins.

Una vez más, Charlie sonrió para disculparse. Había decidido estar más relajada y ser menos áspera en los interrogatorios. ¿Lo habría notado Simón?

– Déjeme echar un vistazo a lo que tenemos hasta ahora -dijo Charlie, cogiendo el montón de papeles que Simón había escrito con su pulcra letra.

En una ocasión, Charlie había bromeado sobre su letra, preguntándole si, cuando era un niño, su madre lo había obligado a inventarse un país imaginario y a llenar un montón de cuadernos con cuentos sobre esas tierras de ficción, como las hermanas Bronté. La broma no le había sentado bien. Simón era muy susceptible con respecto a su infancia: sus padres le prohibían ver la televisión, ya que pensaban que debía hacer cosas que desarrollaran su imaginación.

Una vez hubo leído por encima lo que Simón había escrito, Charlie dedicó su atención al otro montón de notas que había sobre la mesa. Las había tomado la agente Grace Squires, que había interrogado brevemente a Naomi Jenkins antes de mandarla al Departamento de Investigación Criminal. Según esas notas, ella había insistido en hablar con un inspector.

– Voy a resumir la que creo que es la situación -dijo Charlie-. Usted está aquí para informar de la desaparición de un hombre, Robert Haworth. ¿Él ha sido su amante a lo largo del último año?