– ¿Dónde te has metido? -preguntó Gibbs-. Tengo información sobre Robert Haworth.
– Fantástico -repuso Charlie, con voz débil.
No quería preguntarle qué había averiguado hasta estar segura de que podía quedarse y escucharle. Era evidente que tarde o temprano tendría que ir al baño.
– Diría que la espera ha merecido la pena. -En los ojos de Gibbs había una expresión de triunfo-. La escuela Giggleswick y Oxenhope…, ambas cosas son ciertas. ¿Inspectora?
– Lo siento. Continúa.
– Me dijiste que era urgente. ¿Quieres oírlo o no?
Gibbs volvió la cabeza hacia ella mientras hablaba, como un pavo enfadado. Su lenguaje corporal intimidaba. En aquel momento, a Charlie no podría importarle menos el lugar donde se había criado Robert Haworth.
– Dame cinco minutos, Chris -dijo Charlie. Aquello asustó a Gibbs. Hasta entonces, ella nunca se había dirigido a él por su nombre de pila.
Charlie abandonó la sala y se quedó en el pasillo, apoyada contra la pared. Los servicios de señoras eran una gran tentación, pero se resistió a ella. Echarse a llorar no era ninguna solución -se negaba con todas sus fuerzas a hacerlo-, pero necesitaba tiempo para digerir la noticia. No podía estar rodeada por ningún miembro de su equipo mientras siguiera sintiendo ese peso en su interior, mientras aquella avalancha de ideas siguiera inundándola. «Cinco minutos es todo cuanto necesito», pensó.
Si Steph no sabía que era Charlie quien estaba al teléfono, entonces, ¿por qué había mentido? No lo haría.
Steph sabía que Graham había pasado parte de la noche del miércoles en el chalet de Charlie, que había estado en la cama con ella. En el despacho, después de la discusión sobre el ordenador, Graham le ordenó a Steph que, por la mañana, les sirviera el desayuno en la cama. Lo había especificado claramente: en la cama de Charlie, dijo. «Ahí es donde estaremos.» Había alardeado de su infidelidad delante de su mujer.
Y Charlie no era la única, o al menos la única de la que Steph tenía noticia. También estaba Sue, la estatua. Y un montón de mujeres que se habían alojado en los chalets, si es que había que dar crédito a Steph.
¿Le había mentido Graham? Técnicamente no. Reconoció que se había acostado con Steph en más de una ocasión.
Sí, el cabrón había mentido.
No sólo llamaba «burra de carga» a Steph, sino que además la trataba como tal. La trataba muy mal. No era extraño que Steph se hubiese enfrentado a Charlie. Y aun así seguía con Graham y había bromeado sobre él por teléfono. «Mi marido no es muy minucioso con las tareas administrativas.» ¿Por qué seguía con él?
Graham le había contado a Charlie lo de la raya blanca de Steph, esa parte de la piel que no alcanzaba la cama solar.
¿Qué le habría contado a Steph sobre su anatomía?
A pesar de las protestas de Charlie, había insistido en llamar «Gordita» a Olivia.
Todos los hechos, todas las desagradables verdades surgieron en medio de la bruma de rabia y confusión que bullía en la cabeza de Charlie. Sabía lo que era eso; ya había vivido algo parecido cuando Simón la apartó de su regazo en la fiesta de Sellers y desapareció en medio de la noche: primero experimentó un terremoto y luego un montón de réplicas, menos intensas, que eran como unos eslabones subsidiarios asociados a la pena y el horror. A la luz de lo que sabía ahora, había un montón de pequeños incidentes que había que reconsiderar. A veces se planteaban todos de golpe y era como ser acribillado por unas balas pequeñas pero mortales.
Sólo podía tenerse una visión de conjunto de lo ocurrido después de haber sido acribillado y de que los temblores hubieran cesado. Al final, las sucesivas sacudidas, las más grandes y las más pequeñas, llegaban a su fin y se recuperaba algo de estabilidad; entonces, como si fuera un jersey viejo, uno se adaptaba a su miseria.
Charlie no quería a Graham. Por el amor de Dios, tuvo que esforzarse en borrar de su mente a Simón incluso mientras lo estaban haciendo. De modo que difícilmente se trataba del romance del siglo. Si Graham la hubiese telefoneado y le hubiera dicho que le llamara algún día, habría estado bien. No era como perderle de golpe; pero así sentía que había hecho el ridículo. Se sentía totalmente humillada, y más al pensar ahora que Steph debía haber adivinado quién era la misteriosa escocesa que había llamado. Seguramente Graham y ella debían estar riéndose de ella a mandíbula batiente.
Aquello se parecía demasiado a lo que Simón le había hecho, y Charlie no podía soportarlo. Se preguntaba si aquella clase de humillaciones sólo eran cosa suya o era algo que también le ocurría al resto de la gente.
Quería que Graham pagara de algún modo por lo que había hecho, pero si ella decía o hacía algo, él sabría que le importaba. Responder a su humillación sería como admitirla, y Charlie sería una estúpida si les diera esa satisfacción a él o a Steph.
Apoyada aún contra la pared del pasillo, marcó el número de Olivia. «Por favor, contesta, por favor», pensó, tratando de transmitirle esas palabras a su hermana por telepatía.
Liv no estaba. Había cambiado el mensaje del contestador. Aún decía: «Soy Olivia Zailer. Ahora no puedo atenderte, así que deja tu mensaje después de la señal», pero había añadido algo: «Estoy especialmente ansiosa por recibir mensajes de alguien que quiera deshacerse en disculpas conmigo. Devolveré cualquier llamada de esa índole.» Su tono de voz era duro, pero no le quitaba méritos al tranquilizador mensaje. Charlie se secó de inmediato las dos lágrimas que empezaron a rodar por sus mejillas.
– Aquí tienes el mensaje que estabas esperando -le dijo al contestador de su hermana-. Me deshago en disculpas y mucho más. Soy una auténtica gilipollas y me merezco pasar por la quilla, aunque creo que ahora ya no hacen eso con la gente… -Se interrumpió bruscamente, consciente de que parecía Graham. Era una de esas bromas que él habría hecho: larga y forzada-. Llámame esta noche, por favor. Una vez más, mi cabeza y mi vida están hechas una mierda… Lo siento, sé que me estoy poniendo un poco pesada, y puede que si esta noche no vienes en mi rescate me tire a las vías del tren. Si estás libre esta noche y no te molesta ir a Spilling, por favor, ven a verme. Por favor. Dejaré la llave en el sitio de siempre.
– ¡Por el amor de Dios, inspectora!
Gibbs apareció en el pasillo. Charlie se dio la vuelta para mirarle.
– Si te vuelvo a pillar escuchando a escondidas una de mis llamadas, te corto los huevos, ¿te has enterado?
– Yo no…
– ¡Y no me insultes ni me des órdenes! ¿Queda claro?
Gibbs asintió con la cabeza, rojo como un pimiento.
– Vale. -Charlie respiró profundamente-. Estupendo. Entonces, ¿qué has averiguado sobre Haworth?
– Esto te va a encantar. -Por primera vez en muchas semanas, parecía que a Gibbs no le importara dar buenas noticias. Si Charlie hubiera invertido dinero para que él mejorara su actitud seguro que no habría notado ninguna mejora. Tal vez debería echarle broncas más a menudo-. Lo que Juliet Haworth os contó a ti y a Waterhouse era verdad: el zorrón de su madre tenía una línea erótica, el padre estaba metido en política de extrema derecha, tiene un hermano mayor, sus padres se divorciaron, la escuela Giggleswick…
– ¿Y qué me dices de su apellido? -le interrumpió Charlie.
Gibbs asintió con la cabeza.
– Ésa era la razón por la que no encontrábamos nada sobre éclass="underline" no se llamaba Robert Haworth; se cambió de nombre.
– ¿Cuándo?
– Esto también es interesante. Fue tres semanas después de que conoció a Juliet Haworth en el videoclub. Pero he hablado con los padres de ella, los Heslehurst, y siempre lo han conocido como Robert Haworth. Así dijo llamarse.
– Entonces ya pensaba cambiárselo desde hacía un tiempo -dedujo Charlie en voz alta-. Y eso fue mucho antes de que violara a Prue Kelvey. ¿No pretendería borrar sus antecedentes penales?