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Me quema la garganta. No podré seguir hablando mucho más, aunque no puedo parar. Esto es lo que quería hacer: contarte todo, librarme de ello.

– Tú estás demasiado ensimismado con tus pensamientos, demasiado metido en tu pequeño mundo. Bueno, ahora supongo que no te queda otra elección. Pero yo me refería al pasado. Cometiste un error porque eres un narcisista. Juliet ya se había desmoronado en una ocasión; había sufrido una crisis nerviosa. Y durante todo el tiempo que estuvo casada contigo fue una mujer tímida e insegura. Su única salida era hacerse fuerte, Robert… ¿Cómo no fuiste capaz de verlo? ¿Cómo no se te ocurrió pensar que los seres humanos son muy fuertes, sobre todo los que, como Juliet y yo, proceden de familias que los han querido y les han dado seguridad? Cuando le descubriste a Juliet la clase de criatura perversa que eras, no le costó nada reflexionar sobre todo lo ocurrido. Y todo volvió a su sitio. El hecho de descubrir que su héroe era en realidad su enemigo la obligó a contraatacar como seguramente nadie habría sido capaz de hacerlo.

Tus párpados se mueven.

– ¿Es ésa la forma de preguntarme cómo sé todo esto? Pues lo sé porque a mí me ocurrió lo mismo. Cuando descubrí la verdad, cuando conseguí resolver el rompecabezas, me di cuenta de lo estúpida que había sido al creer que alguien podía salvarme. Por primera vez desde que tu hermano me violó sentí la necesidad de contraatacar. El resto de la gente te engaña y te miente, sobre todo los que se supone que deberían quererte… Y eso es lo que piensa ahora Juliet. Ésa es su visión del mundo. Tú la has convertido en un monstruo, en alguien a quien ya no le importa nada, ni siquiera ella misma.

Me echo a reír.

– ¿Sabes? Ella podría haberme contado todo lo que sabía sobre ti, pero no lo hizo. En lugar de eso, empleó todo lo que sabía para burlarse de mí. Aunque sabe lo grotesco y lo pervertido que eres, aún sigue odiándome por haberle robado a su marido…, ese que era cariñoso y sensible. Puede que a ti te parezca extraño, pero a mí no. En mi cabeza existen dos Roberts, igual que en la suya. Puede que eso sea lo peor que nos has hecho: lamentar la pérdida de un hombre que nunca ha existido. Y, aun sabiéndolo, seguimos amándole.

Miro la almohada que tengo en las manos. Cuando la he cogido, tenía la intención de asfixiarte. De conseguir lo que Juliet no consiguió. Me alegro de que no te matara, porque ahora puedo hacerlo yo. Te lo mereces. Cualquiera estaría de acuerdo en que mereces morir, salvo los ingenuos y los mal informados, esos que creen que matar a alguien siempre es un error.

Pero si ahora acabo con tu vida, dejarías de sufrir. Sólo serían unos segundos. Mientras que si no lo hago, si salgo de esta habitación y dejo que sigas con vida, tendrás que quedarte aquí tumbado, pensando en todo lo que he dicho, en que yo he ganado y tú has perdido, a pesar de todos tus esfuerzos. Y eso será una tortura para ti. En el caso de que hayas oído todo lo que he dicho.

El problema, antes y ahora, es que no hay forma de que yo sepa qué estás pensando, Robert. Tú sabes todo el daño que me has hecho. Puede que abandone el juego en este punto; así, si dejo que sigas respirando en esta habitación, tal vez pienses en todo lo ocurrido. O puede que seas el ganador, inmune al castigo, dado tu estado, y yo haya sido destruida completamente, puede que incluso más de lo que creo, puesto que no he sido capaz de afrontar la realidad.

Quiero decirte una última cosa antes de decidir si acabo con tu vida o te dejo vivir, unas pocas palabras que he ensayado mentalmente mientras venía hacia aquí. Las he escogido con sumo cuidado, como si se tratara de una leyenda para mis relojes de sol. Te las voy a susurrar al oído, como si fueran un augurio o un conjuro: «Eres la peor persona que he conocido en mi vida, Robert. Y la peor que conoceré jamás.» Al decir esto en voz alta estoy aún más convencida de algo: lo peor ya ha pasado.

Y ahora debo decidir.

CAPÍTULO 32

13/4/06

– No creo que quiera echarte una bronca -dice Olivia-. Creo que está realmente preocupado por ti. Deberías llamarle. Tendrás que hablar con él en algún momento.

La luz del sol se filtraba a través de las cortinas. Charlie deseó haber comprado unas que fueran más gruesas; se preguntaba cuánto costaría colocar otras de color negro. Negó con la cabeza. Su plan -mucho mejor que el de Olivia-era mantenerse alejada del teléfono. Simón le había dejado un montón de mensajes que no había querido escuchar. Además, Olivia se equivocaba: no tenía por qué hablar necesariamente con Proust ni con Simón. Podía presentar su dimisión y así nunca tendría que enfrentarse a ellos.

Olivia se sentó en el sofá, a su lado.

– No puedo quedarme aquí eternamente, Char. Tengo que hacer cosas y vivir mi vida. Y tú también. No es bueno andar por aquí en pijama, fumando todo el día. ¿Por qué no te tomas un baño caliente y te vistes? Cepíllate los dientes.

Sonó el timbre. Charlie se acurrucó en el sofá, ajustándose la bata.

– Será Simón -dijo-. No lo dejes entrar. Dile que estoy durmiendo.

Olivia se quedó mirándola, muy seria, y fue a abrir. No lograba entender por qué Charlie no se alegraba de que Simón fuera detrás de ella, por qué de pronto él se había convertido en la última persona a la que su hermana quería ver. Charlie no estaba dispuesta a dar explicaciones. Sabía que en cuanto él abriera la boca para hablar perdería los estribos. Sabía que a ella le parecería mal cualquier cosa que Simón dijera. Y si los intentos de él por consolarla hubiesen sido sutiles e indirectos, Charlie se habría sentido incómoda y aún más avergonzada. Y si en lugar de eso era explícito, ella se vería obligada a hablar con él -el hombre que la había rechazado desde que se conocieron-sobre Graham Angilley, el violador en serie, el hombre del que se había encaprichado por despecho… No, la humillación tenía un límite.

Charlie oyó la puerta de la entrada al cerrarse. Olivia regresó al salón.

– No es Simón. ¡Ah! -exclamó, apuntando acusadoramente a Charlie con el dedo-. Estás decepcionada, no lo niegues. Es Naomi Jenkins.

– No. Dile que se vaya.

– Te ha traído algo.

– No lo quiero.

– Le he dicho que necesitabas cinco minutos para vestirte. Así que, ¿por qué no te pones algo de ropa y te adecentas un poco? Si no lo haces la dejaré pasar para que vea tu bata manchada de té y tu absurdo pijama.

– Si lo haces…

– ¿Qué? ¿Qué me vas a hacer? -Olivia ensanchó las fosas nasales-. A Simón le habría dicho que se fuera, pero a ella no -dijo, moviendo la cabeza en dirección al vestíbulo-. Deja de compadecerte de ti misma y piensa en lo que ha pasado esa mujer. Piensa en todo lo que ocurrió hace tan sólo unos días, en esta misma casa, por no hablar de todo lo demás. La ataron, otra vez. Y casi vuelven a violarla.

– No hace falta que me lo recuerdes -repuso Charlie de inmediato.

No quería pensar en lo que Simón y Proust se encontraron en su cocina: el ojo izquierdo de Graham, casi partido en dos, mirándolos desde un charco de sangre.

– Creo que sí -dijo Olivia, llevándole la contraria-. Porque al parecer piensas que eres la única a quien le ha ocurrido algo malo.

– ¡Yo no pienso eso! -dijo Charlie, furiosa.

– ¿Crees que me resulta fácil saber que nunca podré tener hijos?

Charlie apartó la mirada, chasqueando la lengua.