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Yvon está sentada en el sofá, tirando de las borlas de los cojines, mientras yo miro fijamente el aparcamiento que comparten el Traveltel y el área de servicio de Rawndesley East.

– No la tomes conmigo -digo.

– No lo hago.

– Sé que piensas que estar aquí no me hace ningún bien, pero te equivocas. Necesito que este sitio deje de significar algo para mí. Si no volviera, seguiría atormentándome.

– Con el paso del tiempo dejará de hacerlo -dice Yvon, insistiendo en su opinión habitual-. Este peregrinaje que hacemos todos los jueves por la noche sólo sirve para mantener vivos los recuerdos.

– Tengo que hacerlo, Yvon. Hasta que me harte, hasta que venir aquí sea una lata. Es como lo que suele decir la gente sobre alguien que tiene miedo después de caerse de un caballo: hay que volver a montar enseguida.

Yvon se agarra la cabeza con las manos.

– Es todo lo contrario; no sé cómo decírtelo para que lo entiendas.

– ¿Te apetece un té? -Cojo la tetera con la etiqueta medio arrancada y me meto en el baño para llenarla de agua. A una distancia prudencial de Yvon, digo-: Quizás debería quedarme a pasar la noche; no es necesario que te quedes.

– Ni hablar -dice, plantándose en la puerta del baño-. No pienso dejar que hagas eso. Y no creo que me estés diciendo la verdad.

– ¿A qué te refieres?

– Tú sabes quién es Robert y lo que hizo, pero aun así sigues enamorada de él, ¿verdad? Esa es la razón por la que quieres estar aquí. ¿Dónde estabas esta tarde, cuando te llamé? Habías salido, pero no contestaste al móvil.

Desvío los ojos y miro a través de la ventana. Veo un camión azul que acaba de aparcar; en uno de los lados hay unas letras de color negro.

– Ya te lo he dicho: estaba trabajando en el taller. No oí el teléfono.

– No te creo. Creo que estabas en el hospital, sentada junto a la cama de Robert. Y seguro que no era la primera vez. Últimamente ha habido varias ocasiones en que no he podido localizarte…

– La Unidad de Cuidados Intensivos está vigilada -le digo-. No puedes entrar por las buenas. Yvon, yo odio a Robert. Lo odio como sólo se puede odiar a alguien que amaste.

– En una ocasión odié a Ben de esa manera, y míranos ahora -dice, con una voz en la que se adivina su desprecio por ambas.

– Fuiste tú quien decidió darle otra oportunidad.

– Y serás tú quien decidirá estar con Robert si sale del coma. A pesar de todo lo ocurrido. Lo perdonarás, os casaréis y lo visitarás en la cárcel todas las semanas…

– Yvon, no puedo creer que hables en serio.

– No lo hagas, Naomi.

Un timbre suena en el interior de mi chaqueta, que he tirado sobre la cama cuando hemos llegado. Saco mi móvil del bolsillo, pensando en el amor y en esa gente que, por estar tan cerca de ti, es capaz de hacerte daño. Gracias a la conversación que mantuve con tu hermano en la cocina de Charlie Zailer te comprendo mejor que nunca. Ya había deducido por mí misma que lo que querías era hacer daño a las mujeres y que necesitabas que te adoraran para que luego el dolor que les infligías fuera más insoportable. Pero no se trataba tan sólo de esto, ¿verdad? Tu psicosis es como un… ¿cómo se dice? Ah, sí: como un palíndromo. Una frase que puede leerse tanto del derecho como del revés. En tu mente, el amor y el dolor están unidos de manera inextricable. Fue Graham quien me hizo ver eso. Creías que las mujeres sólo podrían amarte si antes habías abusado de ellas y las habías humillado. «El legado de nuestra querida madre», dijo Graham. Puede que antes de que se volviera contra ti quisieras mucho a tu madre, pero no tanto como después de que eso ocurriera, ¿verdad? Cuando tu padre se fue y ella empezó a maltratarte, fue tu dolor lo que te obligó a reconocer toda la fuerza del amor que sentías por ella.

– ¿Naomi?

Por un momento he creído que la voz de ese hombre era la tuya. Eso ha sido porque estoy aquí.

– Soy Simón Waterhouse. Pensé que querría saberlo: Robert Haworth murió esta tarde.

– Bien -digo, sin atisbo de duda, y no sólo por Yvon. Lo digo en serio-. ¿Qué ha pasado?

– Aún no están seguros. Le van a practicar la autopsia, pero…, en fin, para decirlo en pocas palabras, simplemente dejó de respirar. La inflamación del cerebro impide mandar las debidas órdenes al sistema respiratorio. Lo siento.

– Yo no. Lo único que siento es que en el hospital crean que ha muerto en paz, por causas naturales. No se lo merecía.

Sería fácil decirme a mí misma que eras una persona herida y enferma, una víctima más, como las tuyas. Pero me niego a hacerlo. En vez de eso, pensaré en ti como la encarnación del mal. Debo marcar unos límites, Robert.

Estás muerto. Estoy hablando -dirigiendo mis pensamientos-con alguien que no existe, con nadie. Tus recuerdos y tus excusas se han esfumado. No me siento eufórica; la sensación es más bien de levedad, la que se tiene al tachar algo de una lista. Ahora sólo me queda una cosa por tachar, y una vez que lo haya hecho, todo esto habrá terminado. Quizás entonces sea capaz de no volver aquí. Puede que la habitación once sólo se haya convertido en mi centro de operaciones hasta que todo acabe.

Eso suponiendo que a Charlie Zailer también le importe que todo acabe y se ocupe del reloj de sol que le entregué.

Como si me estuviera leyendo el pensamiento, Simón Waterhouse pregunta:

– ¿Por casualidad…? Discúlpeme por preguntarle esto, pero, ¿por casualidad no habrá hablado recientemente con la inspectora Zailer? No hay ninguna razón para que lo haya hecho, pero… -Su voz se va apagando poco a poco.

Estoy tentada de preguntarle si ha visto el reloj de sol. Quizás la hermana de Charlie se lo llevó a ese inspector que quería uno. Un día me gustaría pasar por delante de la comisaría de policía de Spilling y verlo colgado en la fachada. Me pregunto si debería comentar algo sobre el reloj a Simón Waterhouse. Pero decido no hacerlo.

– Lo he intentado -le digo-, pero no creo que Charlie quiera hablar con nadie en este momento. Salvo con Olivia.

– No pasa nada -dice.

Su quebradizo tono de voz me dice que no es eso lo que piensa.

CAPÍTULO 34

19/5/06

Charlie estaba sentada a una mesa en Mario's, un pequeño y animado café italiano de Spilling. Se situó junto a una ventana, para poder vigilar la calle. Así vería a Proust cuando llegara, lo cual le daría tiempo para mejorar su aspecto. Pero, ¿para fingir qué? En realidad no lo sabía.

No era la primera vez que salía de casa desde que regresó de Escocia. Un par de veces a la semana, Olivia la obligaba a dar la vuelta a la manzana y a ir hasta la tienda de la esquina, asegurándole que le hacía bien. Sin embargo, sí era la primera vez que salía sola para encontrarse con alguien en un lugar público. Aunque sólo se tratara de Muñeco de Nieve.

El reloj de sol de Naomi Jenkins estaba apoyado contra la pared del café, atrayendo miradas de desconcierto y otras de admiración de camareras y clientes. Charlie se arrepentía de no haberlo embalado, pero ahora ya era demasiado tarde. Bueno, al menos todo el mundo miraba el reloj y no a ella. Temía el día en que alguien la señalara con el dedo por la calle y gritara: «¡Eh, mira, ésa es la policía que se lo montaba con el violador!.» Charlie había decidido dejarse crecer el pelo para que no la reconocieran; cuando lo tuviera más largo, podría teñirse de rubio.

Proust estaba delante de ella; se había olvidado de controlar su llegada. En general, pensaba Charlie, era como si el mundo real no existiera. Apenas oía el CD de famosas arias de ópera que machacaba los oídos de todos los clientes de Mario's ni la atronadora voz de su dueño, que desafinaba desde la barra en su intento por acompañar la melodía. El universo de Charlie se había reducido a unas pocas y angustiosas ideas a las que daba vueltas sin cesar: «¿Por qué tuve que conocer a Graham Angilley? ¿Por qué fui tan estúpida como para colgarme de él? ¿Por qué mi nombre ha salido en todos los periódicos y los telediarios mientras que él está protegido por el anonimato? ¿Por qué la vida es tan jodidamente injusta?»