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—¡Corres como conejo!

—¿Qué querías que hiciera, Manuel?

—¡Que te quedaras, Agustín! A ti se referían cuando dijeron “asesino”.

El coche arranca; Cardona, bilioso, mira por la ventanilla. Belaunzarán rememora, satisfecho:

—Pero todo salió bien. Decidí cubrirte la retirada. Le hice frente, y la puse en fuga. Esa mujer tiene más huevos que su marido. . . Por no hablar de los presentes.

Cardona, terco, mira por la ventanilla.

Belaunzarán se quita el hongo y el saco; se afloja la corbata.

—Para evitarnos molestias, y este genero de acusaciones, habrá que darle verosimilitud al juicio. Habrá que fusilar a uno o dos de los acusados. Hay que darle órdenes al juez. Mañana te encargas de eso.

Cardona lo mira, contrariado.

—¿Pero como vamos a fusilarlos, Manuel? ¡Si les prometimos protección!

— ¡Sí, pero eso nadie lo sabe, Agustín!

Un público espeso llena la gallera. El sudor rancio de doscientos hombres y su aliento alcohólico se confunde con el humo de los cigarros puros que están fumando. Los rostros son de todos colores; desde el negro azabache de los negros y el verde hepático de los indios guarupas hasta el rojo bermellón de los gallegos. El griterío es ensordecedor.

Los gallos se pican, brincan, aletean, sangran. Alrededor de ellos, tras la palestra, moviéndose en círculos nerviosos, absortos en la pelea, caminan Belaunzarán, con el cuello de celuloide abierto y torcido, sostenido apenas por el botón trasero, la camisa empapada, el rostro encendido, y un gallero pobre, descalzo, remendado, con sombrero de palma.

El gallo de Belaunzarán degüella al otro, que se convierte en un chorro de sangre y un montón de plumas. El griterío aumenta.

Belaunzarán va hasta el lugar en donde esta su gallo, lo levanta del suelo como si fuera de porcelana, lo aprieta contra su pecho, lo mira con orgullo tierno, le quita la navaja con gran destreza, y lo mete en una jaula. Satisfecho, saca un pañuelo de lino blanco y se seca la frente sudorosa y la nuca. Varios corredores de apuestas entran en el ruedo y le entregan sus ganancias. Un ayudante, facineroso y uniformado, se lleva la jaula, Belaunzarán, dinero en mano, se acerca al gallero, que esta recogiendo el pescuezo de su animal predilecto y le entrega unos billetes; el gallero los recibe quitándose el sombrero de palma.

Al ver el gesto magnánimo, la turba aguardentosa, llena de sentimentalismo ramplón, con lagrimas en los ojos, grita:

—¡Viva el Mariscal Belaunzarán!

Y Belaunzarán sale del ruedo en triunfo, como después de sus mejores batallas, y llega hasta donde lo espera Cardona, quien, agrio, lo ayuda a ponerse el saco.

III. POR UN ENTIERRO

El día siguiente será histórico para la República Arepana. Los hacendados, los comerciantes, los profesionales, los artesanos, y los criados de casa buena, entierran al Doctor Saldaña, y con el, sus esperanzas de moderación. Los campesinos, los Pescadores, los cargadores, los vendedores de fritangas, y los pordioseros, llegan a Palacio, con gran griterío y bailando la conga, y piden, cantando, que Belaunzarán acepte, por quinta vez, y en contra de lo previsto en la Constitución, la candidatura a la presidencia.

Pero lo mas importante pasa en la Cámara. La sesión se abre a las nueve, con asistencia total de los diez diputados, y con un minuto de silencio, en serial de duelo por la muerte del Candidato de la Oposición. A las diez y media, el Diputado Bonilla pide permiso, en nombre de los moderados, para retirarse y asistir al entierro del Doctor Saldaña. El Presidente de Debates concede el permiso, con la advertencia de que, como es costumbre en estos casos, el resto de la asamblea sigue teniendo poderes plenarios. Como los moderados son gente puntillosa que no se pierde un entierro, y como en el orden del día no hay más que asuntos sin interés, Bonilla, Paletón y el señor de la Cadena, de luto riguroso y caras largas, se retiran del foro. Cuando ellos están apenas abordando el automóvil que ha de conducirlos al entierro, el Diputado Borunda pide que, por causa de fuerza mayor, se cambie el orden del día y se pase a discutir el artículo 14, referente al régimen electoral. Se aprueba la petición, y a las once y cinco, cuando los moderados están llegando a casa del muerto, la Cámara aprueba, en pleno, por siete votos contra cero, la eliminación del párrafo que dice: “podrá permanecer en el poder durante cuatro periodos como máximo y no podrá reelegirse por quinta vez”.

El Instituto Krauss, casa máxima de estudios y baluarte del saber arepano, tiene su sede en un edificio de piedra, ennegrecida y mohosa, que fue convento. En los pasillos del claustro, por donde pasearon monjas chismorreando o rezando el rosario, pasean ahora adolescentes hijos de millonarios, en pantalones cortos, picándose las narices y preparándose para entrar en Harvard o La Sorbona.

Salvador Pereira, maestro de dibujo por necesidad, y violinista aficionado, entra en un Salón de clase, portafolio en mano. Veinte estudiantes despatarrados lo miran con insolencia.

Pereira abre el portafolio sobre el escritorio y saca de el unas escuadras de madera.

—En la clase de hoy —explica—, vamos a aprender el uso de las escuadras.

Tintín Berriozabal, el alumno más guapo y holgazán de toda la escuela, se levanta y toma la palabra, sin esperar a que se la concedan.

—Maestro, ¿usted es patriota?

Pereira mira a Tintín, desconcertado, antes de contestar:

—Por supuesto.

—Entonces, no deberíamos tener clase. Hoy entierran al Doctor Saldaña.

Se oye un coro plañidero que dice:

—¡Si, maestro, déjenos ir!

Pereira golpea con las escuadras sobre el escritorio, pidiendo silencio. Cuando lo obtiene, dice:

—Estamos en clase de dibujo constructivo. No nos interesan los acontecimientos políticos. Hoy vamos a aprender el uso de las escuadras.

Se oye otro coro, que dice:

—¡Maestro, no sea malo, déjenos ir!

Pereira golpea con las escuadras y dice, entre la batahola:

—¡Silencio! ¡Silencio! ¡Silencio!

En silencio, con la carroza adelante, los caballos enlutados, y el cochero de sombrero alto, el cortejo fúnebre del Doctor Saldaña avanza, lenta y majestuosamente, hacia el panteón.

Detrás de la carroza, de traje negro, caminan los ricos de Arepa; tras de los ricos vienen sus coches, con sus mujeres adentro, y tras de los coches, los partidarios pobretones del Doctor Saldaña.

En el Dion-Button de siete asientos de los Berriozabal, Ángela, la viuda de Saldaña y doña Conchita Parmesano, enlutadas y sudorosas, con ojeras de desvelo, toman, en vasitos niquelados, café que sacan de un termo, y no dicen nada.

Fausto Almeida, subido en una barda, vestido de blanco mugroso, con el pelo seboso cayéndole sobre la frente mulata, se desgañita gritando:

—Durante veinte años el Mariscal Belaunzarán ha velado por los derechos del pobre. Durante veinte años ha conducido a este país por los senderos del progreso. Pidámosle que no nos abandone. Pidámosle que acepte la candidatura por quinta vez.

Una muchedumbre de desocupados grita entusiasmada. Almeida pega un brinco y baja de la barda, echa a caminar hacia el Palacio Presidencial, y la plebe lo sigue, moviéndose al ritmo de congas y bodoleques, atabales y rungas.

El profesor Pereira, apoyando las escuadras en el pizarrón, traza paralelas con gran pericia. A su espalda todo es desorden. La clase entera, menos Pepino Iglesias, el cegatón, que esta en un pupitre de primera fila, dormido tras los cristales de sus anteojazos, esta asomada a la ventana, esperando al cortejo fúnebre. Pereira se da la vuelta, monta en cólera, golpea sobre el escritorio, despertando a Pepino, y grita: