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XXVI. NADIE RESISTE MIL PESOS

La Unión de Comerciantes de Puerto Alegre, de la que era presidente don Ignacio Redondo, para quedar bien con Belaunzarán y, en cierto sentido, para borrar los barruntos que pudiera haber de conexión con el intento de asesinato o, cuando menos, de simpatía con los que quisieron perpetrarlo, ofreció, “en una sencilla ceremonia” que se llevó a cabo en las oficinas de El Mundo, la cantidad de mil pesos por cualquier informe que pudiera conducir a la captura del Ingeniero Cussirat.

Al día siguiente, la noticia de la recompensa apareció en el periódico, junto con la foto que le habían tomado a Cussirat el día de su llegada, recién bajado del avión. Pereira la leyó en compañía de Cussirat, antes de irse a dar clase en el Instituto.

—No salga de la casa, Ingeniero —recomendó antes de irse.

Durante la clase, asombró a los alumnos con su severidad. Expulsó a Tintín Berriozábal con la advertencia:

—No tienes a qué regresar, porque desde ahora estás reprobado en el curso.

Tintín fue a quejarse con su madre, quien, contra lo que él esperaba, acabó con sus protestas, diciendo:

—Me alegro. Y no sigas quejándote, porque te mando a los Estados Unidos, de interno, en un colegio militar.

Tintín se calló la boca y don Carlitos nunca se enteró de la tragedia.

 Esa noche, en la sala de doña Soledad, Pereira coloca las piezas sobre el tablero de ajedrez y, con el rabo del ojo, ve cómo Galvazo, que acaba de entrar, pone el sombrero en el jabalí, cruza la sala lleno de abatimiento y se sienta frente a él.

—¿Qué tienes? —pregunta Pereira.

—Se nos murió el canario antes de cantar —dice Galvazo, casi llorando. Nunca se ha visto tan humanitario. ¿Quién le iba a decir que había de sentir tanto la muerte de Paco Ridruejo?

Pereira le da sus condolencias y el otro le cuenta los detalles más sórdidos del deceso.

—¿Y ahora qué van a hacer? —pregunta Pereira.

Galvazo se encoge de hombros.

—¡El señor Presidente dio una metida de pata de las más grandes al quemar el avión! Nos puso en un aprieto, porque muerto el herido y quemado el avión, que era la única trampa, no nos queda más que esperar a que el fugitivo respire —se va animando conforme avanza su razonamiento—; que no es tan difícil, porque el Ingeniero Cussirat no es hombre que se muera de viejo escondido. Tarde o temprano va a querer irse de Arepa. ¿Y cómo se va a ir de Arepa? Ni que hubiera tantos modos de salir de aquí. Se tiene que ir en la Navarra. Y la Navarra llega mañana. Allí lo agarramos. Lo que me molesta es que yo, que quería contribuir a resolver el caso, me quedé con un palmo de narices, porque el enfermito no aguantó nada.

Pereira mueve un peón. Galvazo pone una mano sobre el caballo, pero antes de moverlo, dice:

—Ahora, que hay otra posibilidad. Que alguien me venga con un soplido. Porque, después de todo, Pereira, en este país no hay nadie: nadie, óyeme bien, que resista mil pesos.

Pereira junta los labios y mueve la cabeza, con la expresión de un filósofo que ha oído una gran verdad. Galvazo mueve el caballo, diciendo: —Allí te va. Ambos contrincantes miran, absortos, el tablero.

Pereira fue con el cuento a Ángela: Paco Ridruejo murió antes de hablar, la Navarra es una trampa, y en Arepa no hay nadie que resista mil pesos.

Ángela, que sabía dónde estaba Barrientos gracias a Lady Phipps, sacó sus joyas del tocador, y con ellas en la bolsa de mano, fue a sacarlo de la Embajada Inglesa. Barrientos, al saber la muerte silenciosa de Paco Ridruejo, salió de su asilo político y regresó a la vida cotidiana, reinaugurando sus actividades con un trato leonino: treinta mil pesos pagó por joyas que valían cien mil, más la promesa solemne de Ángela, de que, pasara lo que pasara, ni ella ni Cussirat ni Malagón iban a decir jamás, que él, Barrientos, había asistido a la malhadada cena.

Felipe Portugal, dueño de la puerca y marido de la negra flaca, canta, en la noche de luna, a la orilla del mar:

Yo soy el muchacho alegre que se amanece cantando con su botella de vino y su baraja en la mano.

No muy lejos, al alcance de su voz, también a la orilla del mar, Cussirat y Pereira, tendidos en la arena, ven a dos negros cazar cangrejos y toman el fresco.

—Amigo Pereira —dice Cussirat—, soy un fracasado. Lo intenté matar tres veces. La primera, les costó la vida a los moderados, la segunda, a mi novia, y la tercera, a mi mozo, que fue uno de los hombres más extraordinarios que he conocido, y a mi gran amigo de la infancia. Yo, que soy el responsable, me salvo, me vengo a meter en una choza, veo pobres por primera vez, duermo mal, y descubro que, después de todo, los pobres van a seguir siendo pobres, y los ricos, ricos. Si yo hubiera sido Presidente, hubiera hecho muchas cosas, pero no se me hubiera ocurrido darles dinero. ¿Así que qué importancia tiene que el Presidente sea un asesino o no lo sea?

—A mí nunca me había importado —dice Pereira, que ha seguido, con atención, el razonamiento.

—Usted es sabio —dice Cussirat—. Lo peor del caso —prosigue—, es que no me atrevería a hacer otro intento. Porque el peor susto que me llevé aquella noche, fue cuando le disparé seis tiros a Belaunzarán y no se cayó. Ahora comprendo que ha de tener coraza, pero aquella noche me pareció brujería. Con ese hombre no vuelvo a meterme. Ya ni siquiera me acuerdo por qué me quise meter con él en un principio. Así que ya no tengo malas intenciones. Desgraciadamente, es demasiado tarde. Si me quedo en Arepa, es morirme, y si me voy, me matan. . . y, lo peor del caso, es que no quiero morirme. Soy un cobarde.

—No, Ingeniero, no diga eso. Usted es el hombre más valiente que he conocido.

Cussirat se levanta y arroja piedras al mar; después, se acerca a Pereira y le dice:

—Soy un cobarde, Pereira, porque ni siquiera me siento capaz de defenderme, o hacer algo para seguir viviendo.

Pereira se pone de pie, y le dice con solemnidad:

—No se preocupe. Ingeniero. Usted no tiene que hacer nada. Doña Ángela y yo vamos a arreglar la manera de que usted pueda salir de aquí, y pueda irse a vivir, muy contento, en otra parte.

Cussirat lo mira un momento, y dice otra vez:

—No quiero morir.

Pereira, para consolarlo, le dice:

—Recuerde, Ingeniero, que en este país nadie resiste mil pesos.

XXVII. LA NAVARRA SE VA

Pero los que pone Ángela sobre el escritorio del Coronel Jiménez no son mil, sino quince mil, y además, le dice:

—Estos son para pedirle clemencia, Coronel. Cuando tenga yo constancia de que mi amigo está a salvo, le entregaré otro tanto.

—Señora —dice Jiménez tomando los billetes, y guardándolos en el cajón del escritorio—, yo soy un hombre de honor.

Ángela, que sabe que está tratando con una sabandija, le sonríe y le dice:

—No es que dude de usted, Coronel. Es que no tengo el dinero ahora, y para conseguirlo necesito tres días. Pero yo también soy una mujer de honor, Coronel. ¿O va usted a poner en duda mi palabra?

Ante la imposibilidad de cobrar adelantado, Jiménez opta por la galantería, con la esperanza de que algún día le paguen, aunque sea en especie:

—Señora, cuente usted con que su amigo podrá subir al barco sin tropiezo.

Ángela se pone de pie. Jiménez, con precipitación, porque el movimiento de su visitante lo tomó por sorpresa, la imita. Ángela le tiende la mano.