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– Cuando no sabes qué otra cosa puedes hacer -me dijo Murray, sonriendo-, vendes aspiradoras de puerta en puerta. Aspiradoras Kirby. Derramas un cenicero lleno sobre la alfombra y aspiras las colillas para que lo vean, les aspiras la casa entera. Así es como vendes el aparato. En mi época aspiré la mitad de las casas de Nueva Jersey. Mira, Nathan, había mucha gente dispuesta a favorecerme. Tenía una esposa cuyos gastos médicos eran constantes, y una hija, pero el negocio iba muy bien y vendía aspiradoras a mucha gente. Y a pesar de sus problemas con la escoliosis, Doris iba a trabajar, había vuelto al laboratorio del hospital, donde trabajaba en hematología. Acabó por dirigir el laboratorio. En aquel entonces no había separación entre las cuestiones técnicas y las artes médicas, y Doris lo hacía todo: extraía sangre, embadurnaba las platinas. Era muy paciente, muy minuciosa con el microscopio. Estaba bien adiestrada y era observadora, precisa, entendida. Trabajaba en el Beth Israel, que estaba en la acera de enfrente; para volver a casa sólo tenía que cruzar la calle, y preparaba la cena sin quitarse la bata del laboratorio. No he conocido ninguna otra familia que, como la nuestra, usara matraces de laboratorio para el aderezo de la ensalada. El matraz Erlenmeyer. Removíamos el café con pipetas. Toda nuestra cristalería era del laboratorio. Cuando estábamos en aprietos, Doris se las arreglaba para llegar a fin de mes. Juntos éramos capaces de hacer frente al problema.

– ¿Y fueron a por ti porque eras el hermano de Ira? -le pregunté-. Siempre lo había dado por sentado.

– No puedo saberlo con seguridad. Ira creía que sí. Tal vez fueron a por mí porque nunca me comporté como era de esperar de un profesor. Tal vez habrían ido a por mí incluso sin Ira. Empecé como agitador, Nathan. Ardía en deseos de establecer la dignidad de mi profesión. Es posible que eso les irritara más que cualquier otra cosa. La indignidad personal que debías sufrir como profesor cuando empecé a enseñar… no te lo creerías. Te trataban como a un niño. Todo cuanto te decían tus superiores tenía valor de ley, incuestionable. «Vendrás a tal hora, firmarás puntualmente en el libro de registro, pasarás tantas horas en la escuela y te encargarás de tareas por la tarde y por la noche, aun cuando eso no forme parte de tu contrato.» Toda clase de menudencias ordenadas por los de arriba. Te sentías denigrado.

Puse todo mi empeño en la organización de nuestro sindicato, y no tardé en dirigir comités y ocupar puestos ejecutivos en la junta. No tenía pelos en la lengua, y admito que a veces era bastante locuaz. Creía conocer todas las respuestas, pero me interesaba que se respetara a los profesores, que tuvieran respeto y sueldo apropiados a su tarea, y esas cosas. Los profesores tenían problemas con la paga, las condiciones de trabajo, los beneficios…

El inspector de enseñanza media no era amigo mío. Yo había tenido un papel destacado en la moción para impedir su promoción a inspector. Apoyé a otro candidato, y perdió. Así pues, como no me andaba con rodeos respecto a mi oposición a aquel hijo de puta, me tenía atravesado, y en el año 55 cayó el hacha y me citaron en la Sede Federal, donde tenía lugar una reunión del Comité Doméstico de Actividades Antiamericanas, para que diera mi testimonio. El presidente era un diputado llamado Walter, a quien acompañaban otros dos miembros del comité.

Tres de ellos eran de Washington y les acompañaba su abogado. Estaban investigando todo tipo de influencias comunistas en la ciudad de Newark, pero en especial lo que ellos llamaban la «infiltración del partido» en el mundo laboral y docente. Se había realizado una serie de tales reuniones en todo el país, en Detroit, en Chicago… Sabíamos que nos iba a tocar, que era inevitable. A los profesores nos despacharon en un solo día, el último, un martes de mayo.

Mi declaración duró cinco minutos. «¿Ha sido usted ahora o alguna vez…?» Me negué a responder. Ellos quisieron saber por qué, puesto que no tenía nada que ocultar. ¿Por qué no quería quedar limpio? Ellos sólo deseaban información. Para eso estaban allí. Se ocupaban de la legislación, no eran un organismo punitivo. Pero tal como yo entiendo la Declaración de Derechos, mis creencias políticas no les concernían, y eso es lo que les dije: «Esto no les concierne».

Aquella misma semana habían ido detrás de la Unión de Trabajadores Eléctricos, el viejo sindicato de Ira, allá en Chicago. Un lunes por la noche, mil sindicalistas se trasladaron en autobuses alquilados desde Nueva York para formar piquetes en el hotel Robert Treat, donde se alojaban los miembros del comité. El Star-Ledger describió la aparición de los piquetes como una «invasión de fuerzas hostiles a la investigación por parte del Congreso». No una manifestación legal garantizada por los derechos expresados en la constitución, sino una invasión, nada menos, como la invasión de Polonia y Checoslovaquia por parte de Hitler. Uno de los congresistas del comité señaló a la prensa (y sin que le turbara el antiamericanismo que acechaba en su observación) que muchos de los manifestantes cantaban en español, lo cual demostraba que desconocían el significado de las pancartas que llevaban, que eran unos «primos» embaucados por el Partido Comunista. Le reconfortaba el hecho de que habían sido vigilados por el «grupo antisubversivo» de la policía de Newark. Después de que la caravana de autobuses cruzara el condado de Hudson, camino de regreso a Nueva York, un importante funcionario policial de allí manifestó: «Si hubiera sabido que eran rojos, habría encerrado al millar entero». Tal era la atmósfera local, y eso era lo que había aparecido en la prensa cuando me interrogaron. Fui el primero de los citados aquel martes.

Faltaba poco para que terminaran mis cinco minutos, y, ante mi rechazo a cooperar, el presidente dijo que le decepcionaba que un hombre instruido y comprensivo como yo se negara a prestar su ayuda para la seguridad del país, no diciendo al comité lo que quería saber. Encajé eso en silencio. Hice una sola observación hostil, y fue cuando uno de aquellos cabrones concluyó diciéndome: «Pongo en duda su lealtad, señor»; a lo que respondí: «Y yo pongo en duda la suya». Entonces el presidente me dijo que si seguía difamando a cualquier miembro del comité, haría que me expulsaran. «No vamos a quedarnos aquí de brazos cruzados tolerando su palabrería y escuchando sus difamaciones», me dijo. «Tampoco yo tengo que quedarme aquí y escuchar sus difamaciones, señor presidente», repliqué. Hasta ahí llegaron las cosas. Mi abogado me dijo que no siguiera, y ése fue el final de mi declaración. Dijeron que podía irme.

Pero cuando me levantaba de la silla, uno de los congresistas me interpeló, supongo que para provocar mi desprecio: «¿Cómo es posible que le paguen con el dinero de los contribuyentes cuando su condenable juramento comunista le obliga a enseñar de acuerdo con la política soviética? ¿Cómo, en nombre de Dios, puede ser usted un agente libre y enseñar lo que dictan los comunistas? ¿Por qué no abandona el partido y cambia de dirección? ¡Vuelva al estilo de vida norteamericano, se lo ruego!».

Pero no mordí el anzuelo, no le dije que mi enseñanza no tenía nada que ver con los dictados de cualquier cosa que no fuese la composición y la literatura, aunque, al final, no parecía importar lo que dijera o dejase de decir: aquella noche, en la última edición deportiva, apareció mi cara en la primera plana del Newark Times, bajo el titular: «Negativa de un testigo en interrogatorio a rojos», y la cita: «"No toleraremos su palabrería", dice el CDAA a un profesor de Newark».