Mientras escuchaba a Murray, no podía evitar los recuerdos de mi relación con Ira, unos recuerdos cuya persistencia incluso desconocía, de cuando engullía vorazmente sus palabras y sus convicciones de adulto, claros recuerdos de cuando paseábamos por el parque de Weequahic y me hablaba de los míseros chiquillos que había visto en Irán.
– Cuando llegué a Irán, los naturales de allí padecían todas las enfermedades imaginables -me contó Ira-. Como eran musulmanes, se lavaban las manos antes y después de defecar, pero lo hacían en el río, el río que estaba delante de nosotros, por así decirlo. Se lavaban las manos con la misma agua en la que orinaban. Sus condiciones de vida eran terribles, Nathan. Los jeques estaban al frente de aquello, y no eran unos jeques románticos, sino como el dictador de la tribu, ¿comprendes? Recibían dinero del ejército, a fin de que los nativos trabajaran para nosotros, y nosotros dábamos a los nativos raciones de arroz y té. Eso era todo. Arroz y té. Qué condiciones de vida… nunca había visto nada igual. Durante la depresión tuve que afanarme para encontrar trabajo, no me habían criado en el Ritz… pero aquello era diferente. Cuando teníamos que defecar, por ejemplo, lo hacíamos en cubos militares, unos cubos de hierro. Alguien tenía que vaciarlos, así que lo hacíamos en el vertedero de basura. ¿Y quiénes crees que estaban allí?
Ira se interrumpió de repente. No podía hablar ni seguir andando. Cada vez que le ocurría eso, me alarmaba. Y como él lo sabía, agitaba una mano en el aire, indicándome que me quedara quieto y esperase, pues enseguida se le pasaría.
Le era imposible hablar de un modo equilibrado de las cosas que le desagradaban. Cualquier cosa que supusiera degradación humana podía alterar su porte viril casi hasta el extremo de hacerlo irreconocible, y le afectaba en especial, tal vez por su propia y atroz experiencia infantil, el sufrimiento y la degradación de los niños. Cuando me preguntó: «¿Y quiénes crees que estaban allí?», supe de quién se trataba por la manera en que empezó a respirar: «Ahhh… ahhh… ahhh». Jadeaba como si estuviera agonizando.
– ¿Quién, Ira, quiénes estaban allí? -le pregunté cuando se hubo recuperado lo suficiente para seguir adelante.
– Los niños. Vivían allí, y removían el vertedero en busca de comida…
En esa ocasión, cuando se interrumpió, me sentí más alarmado que nunca. Temeroso de que se quedara atascado, de que estuviera tan abrumado (no sólo por sus emociones sino también por una soledad inmensa que de improviso parecía despojarle de su fortaleza) que nunca más pudiera ser el héroe valeroso y enojado al que adoraba, supe que debía hacer algo, lo que estuviera en mi mano, y así intenté por lo menos completar su pensamiento.
– Y era horrible -le dije.
El me dio unas palmaditas en la espalda y reanudamos el paseo.
– Para mí lo era -replicó finalmente-, pero a mis compañeros de armas no les importaba. Nunca oí a nadie hacer ningún comentario, jamás vi que nadie, ninguno de mis compatriotas norteamericanos, deplorase la situación. Estaba enojado de veras, pero no podía hacer nada al respecto. En el ejército no hay democracia, ¿comprendes? No vas por ahí contándoselo a alguien de más graduación. Y aquello ocurría desde Dios sabe cuándo. En eso consiste la historia del mundo. Así es como vive la gente -entonces estalló-: ¡Así es como les hacen vivir!
Recorrimos todo Newark, a fin de que Ira me mostrara los barrios no judíos que yo no conocía: el distrito primero, donde él se había criado y que estaba habitado por los italianos humildes; Down Neck, donde vivían los irlandeses y polacos pobres… y Ira me explicaba que, contrariamente a lo que tal vez había oído decir a los adultos, aquellas gentes no eran simples goyitn, o gentiles, sino «trabajadores como los de todas las partes de este país, diligentes, pobres, impotentes, y que se esfuerzan un día tras otro por llevar una vida decente y digna».
Fuimos al distrito tercero de Newark, donde los negros habían ocupado las casas del antiguo barrio pobre de inmigrantes judíos. Ira hablaba con todo el mundo, hombres y mujeres, chicos y chicas, les preguntaba qué hacían, cómo vivían y qué les parecía la posibilidad de cambiar «el asqueroso sistema y el puñetero modelo de crueldad e ignorancia» que les impedía la igualdad. Se sentaba en un banco delante de una barbería de negros en la mísera calle Spruce, cerca del bloque de pisos de la avenida Belmont, donde se crió mi padre, y decía a los hombre reunidos en la acera: «Siempre me meto en las conversaciones de los demás», y se ponía a hablarles de su igualdad. Era en esas ocasiones cuando yo le veía más parecido al larguirucho Abraham Lincoln de bronce que está al pie de la ancha escalera que lleva al Palacio de Justicia del condado de Essex en Newark, el localmente famoso Lincoln de Gutzon Borglum, que está sentado y aguarda en actitud hospitalaria sobre un banco de mármol delante del palacio, con esa actitud sociable y la cara enjuta y barbuda que lo revela como un hombre sabio, serio, paternal, juicioso y bueno. Allí, enfrente de esa barbería de la calle Spruce, cuando Ira respondía a alguien que le había pedido su opinión que «¡el negro tiene derecho a vivir en cualquier puñetero sitio donde le apetezca pagar el alquiler!», me di cuenta de que jamás había imaginado, y no digamos visto, a un blanco tan bien dispuesto hacia los negros y tan a sus anchas con ellos.
– ¿Sabes, Nathan, qué es eso que la mayoría de la gente toma por malhumor y estupidez de los negros? Es una envoltura protectora. Pero cuando conocen a alguien que no tiene prejuicios raciales… ya ves lo que ocurre, no necesitan esa envoltura. Hay psicópatas entre ellos, claro que sí, pero ya me dirás qué colectivo humano no los tiene.
Un día Ira descubrió, delante de la barbería, a un negro muy anciano y severo a quien nada le gustaba tanto como descargar la bilis hablando con vehemencia sobre la bestialidad humana:
– Todo cuanto conocemos no se ha desarrollado desde la tiranía de los tiranos, sino la tiranía de la codicia, la ignorancia, la brutalidad y el odio de la humanidad. ¡El tirano maligno es cada hombre!
Fuimos allí en otras ocasiones, y la gente formaba un corro para escuchar la discusión de Ira con aquel impresionante hombre descontento que siempre vestía un pulcro traje oscuro y lucía corbata, y a quien todos los demás llamaban respetuosamente «señor Prescott». Allí estaba Ira, haciendo prosélitos negros, uno a uno, como una reedición de los debates entre Lincoln y Douglas de una forma nueva y extraña.
– ¿Todavía está usted convencido de que la clase trabajadora se conformará con las migajas de la mesa imperialista? -le preguntó Ira amablemente.
– ¡Lo estoy, señor! La masa humana, de cualquier color, siempre será insensata, apática, perversa y estúpida. ¡Si alguna vez dejan de ser tan pobres, serán todavía más insensatos, apáticos, perversos y estúpidos!
– Mire, señor Prescott, he estado pensando en ello y estoy convencido de que se equivoca usted. El mero hecho de que no haya suficientes migas para mantener a la clase obrera alimentada y dócil refuta esa teoría. Ustedes, caballeros, subestiman la proximidad del derrumbe industrial. Es cierto que la mayoría de nuestros trabajadores serían partidarios de Truman y el Plan Marshall si estuvieran seguros de que así conservarían sus empleos. Pero hay una contradicción: el grueso de la producción se canaliza hacia el material de guerra, tanto para las fuerzas norteamericanas como para las de los gobiernos títere, y eso es lo que está empobreciendo a los trabajadores norteamericanos.
A pesar de la misantropía, al parecer ganada a pulso, del señor Prescott, Ira procuraba verter cierta razón y esperanza en la discusión, inculcar, si no en el señor Prescott, por lo menos en el público agrupado en la acera, la conciencia de las transformaciones que se podían efectuar en las vidas de los hombres a través de la acción política concertada. Aquello era para mí, como Wordsworth describe los días de la Revolución francesa, «muy celestial»: «Era una dicha estar vivo en aquel amanecer. / ¡Pero ser joven era muy celestial!». Nosotros dos éramos los únicos blancos, rodeados por diez o doce negros, sin que por nuestra parte tuviéramos nada de lo que preocuparnos ni ellos tuviesen nada que temer: no éramos nosotros sus opresores ni ellos eran nuestros enemigos; el opresor y enemigo que nos consternaba a todos era la manera en que la sociedad estaba organizada y dirigida.