– ¿Sabes cuál es uno de los mejores sentimientos de la vida, tal vez el mejor? El de no tener miedo. ¿Conoces la historia del necio mercenario en cuya casa nos encontramos? Tiene miedo. De eso se trata, ni más ni menos. Durante la Segunda Guerra Mundial, Erwin Goldstine no tenía miedo, pero ahora la guerra ha terminado y teme a su esposa, a su suegro, al recaudador de impuestos, todo le da miedo. Miras con tus ojazos el escaparate capitalista y quieres más y más, tomas más y más, adquieres, posees y acumulas, y ése es el fin de tus convicciones y el comienzo de tu temor. Yo no tengo nada de lo que no pueda prescindir, ¿comprendes? No he tropezado con nada que me ate e inmovilice como lo está un mercenario. Que llegase a abandonar la mísera casa de mi padre en la cañe Factory para convertirme en el personaje de Iron Rinn, que Ira Ringold, que sólo ha cursado un año y medio de enseñanza secundaria, haya conocido a la gente que conoce y tenga las comodidades que tiene ahora como miembro oficial de la clase privilegiada… todo eso es tan increíble que perderlo todo de la noche a la mañana no me parecería tan extraño, ¿sabes? ¿Comprendes lo que quiero decir? Puedo regresar a Middle West, puedo trabajar en las fábricas textiles y, si he de hacerlo, lo haré. Cualquier cosa antes que convertirme en un conejo como este tío. Eso es lo que eres ahora políticamente -añadió, mirando por fin a Goldstine-, no un hombre, sino un conejo, un conejo sin la menor importancia.
– Estabas cargado de sandeces en Irán y sigues estándolo, Hombre de Hierro -replicó Goldstine, y entonces se dirigió de nuevo a mí. Yo era la caja de resonancia, el actor que da pie al cómico, la mecha de la bomba-. Nadie podría escuchar jamás lo que dice, nadie podría tomarle jamás en serio. Este tío es un hazmerreír, incapaz de pensar, nunca le funcionó el tarro. No sabe nada, no ve nada, no aprende nada. Los comunistas se hacen con un pelele como Ira y lo utilizan. No ve más allá de sus narices -se volvió hacia Ira-: Fuera de mi casa, gilipollas comunista.
El corazón ya me latía con violencia antes de que viera la pistola que Goldstine había sacado del cajón de un armario de cocina, el cajón situado a su espalda, donde estaba la cubertería. Yo nunca había visto una pistola de cerca, excepto bien enfundada en la pistolera de un policía de Newark. El arma no parecía grande porque Goldstine era menudo, sino que era grande de veras, de un tamaño increíble, negra y bien hecha, moldeada, torneada… todos sus detalles expresaban con elocuencia lo que era capaz de hacer.
Aunque Goldstine estaba en pie y apuntaba con la pistola a la frente de Ira, su estatura apenas superaba a la de Ira sentado.
– Me das miedo, Ira -le dijo Goldstine-, siempre me has dado miedo. Eres un tipo violento, y no voy a esperar que me hagas lo mismo que le hiciste a Butts. ¿Te acuerdas de él? ¿Te acuerdas del pequeño Butts? Levántate y vete, Hombre de Hierro. Y llévate contigo al niño lameculos. ¿Nunca te ha hablado el Hombre de Hierro de Butts, lameculos? -me preguntó Goldstine-. Intentó matarle, ahogándole. Lo sacó a rastras del comedor… ¿No le has hablado al chico, Ira, de la época de Irán, de la cólera y los berrinches en Irán? Un tipo que pesa sesenta kilos se acerca al Hombre de Hierro con un cuchillo de los que usábamos para el rancho, un arma muy peligrosa, como puedes imaginar, y el Hombre de Hierro lo alza del suelo, se lo lleva del comedor, lo arrastra hasta el muelle y, agarrándole por los pies, lo sostiene sobre el agua. «Nada, paleto», le dice. «¡No, no, no sé nadar!», grita Butts. «¿No sabes?», replica el Hombre de Hierro, y lo deja caer al agua. Lo deja caer de cabeza, desde el muelle, al Shatt-al-Arab. El río tiene nueve metros de profundidad. Butts se va al fondo. Entonces Ira se vuelve y nos grita: «¡Dejad solo a ese patán de mierda! ¡Largo de aquí! ¡Que nadie se acerque al agua!». «Se está ahogando, Hombre de Hierro.» «Dejadle», dice Ira. «¡Atrás! Sé lo que estoy haciendo.» Alguien se lanza al agua para intentar el rescate de Butts, pero Ira salta tras él, le cae encima y la emprende a mamporros, le mete los dedos en los ojos, lo sumerge. ¿No le has hablado al chico de Butts? ¿Y de Solak? ¿Y de Becker? Levántate. Levántate y fuera de aquí, puñetero loco homicida.
Pero Ira no se movió, con excepción de los ojos. Estos eran como pájaros que quisieran salir volando de su cara. Se contraían nerviosamente y parpadeaban como yo nunca lo había visto hasta entonces, mientras todo su cuerpo parecía haberse osificado, adoptando una tirantez tan aterradora como el movimiento de sus ojos.
– No, Erwin -le dijo-, no con un arma apuntándome a la cara. Las únicas maneras de hacerme salir de aquí son apretar el gatillo o llamar a la policía.
Yo no podría haber dicho cuál de los dos era más temible. ¿Por qué no hacía Ira lo que quería Goldstine? ¿Por qué no nos levantábamos y nos íbamos? ¿Quién estaba más loco, el fabricante de colchones con la pistola cargada o el gigante que le provocaba para que disparase? ¿Qué ocurría allí? Estábamos en una soleada cocina en Maplewood, New Jersey, tomando Royal Crown a morro. Los tres éramos judíos. Ira había ido a saludar a un viejo amigo del ejército. ¿Qué les pasaba a aquellos tipos?
Cuando me puse a temblar pareció que cesaba la deformación de Ira causada por los pensamientos irracionales, fueran los que fuesen, que pasaban por su mente. Yo estaba sentado delante de él, en el otro lado de la mesa, y vio que me castañeteaban los dientes y me temblaban las manos sin que pudiera evitarlo. Entonces volvió en sí y se levantó lentamente de la silla. Alzó los brazos por encima de la cabeza, como en las películas, cuando los atracadores gritan: «¡Esto es un atraco!».
– Esto ha terminado, Nathan. Se suspende la pelea debido a la oscuridad.
Pero a pesar de la naturalidad con que dijo eso, a pesar de la rendición implícita en el gesto de alzar burlonamente los brazos, mientras salíamos de la casa por la puerta de la cocina y nos dirigíamos por el sendero al coche de Murray, Goldstine nos seguía con la pistola a pocos centímetros del cráneo de Ira.
Sumido en una especie de trance, Ira condujo por las tranquilas calles de Maplewood, a lo largo de las cuales se sucedían las agradables casas unifamiliares en las que vivían los judíos antes residentes en Newark y que últimamente habían adquirido sus primeros hogares, sus primeros jardines y sus primeras afiliaciones al club de campo. No era la clase de gente ni la clase de barrio que le harían temer a uno la posibilidad de encontrar una pistola en el cajón de la cubertería.
Sólo cuando hubimos cruzado la línea de Irvington y nos dirigíamos a Newark, Ira se volvió hacia mí y me preguntó si estaba bien. Me sentía fatal, aunque ahora no tan asustado como humillado y avergonzado. Me aclaré la garganta para asegurarme de que no se me quebraba la voz.
– Me he meado en los pantalones -le dije.
– ¿De veras?
– Creí que iba a matarte.
– Has sido valiente, ya lo creo, has estado muy bien.
– ¡Cuando bajábamos por el sendero me he meado en los pantalones! -dije airadamente-. ¡Maldita sea! ¡Mierda!
– Yo he tenido la culpa. No debí llevarte conmigo a casa de ese capullo. ¡Y el tío va y saca un arma! ¡Un arma!
– ¿Por qué lo ha hecho?
– Butts no se ahogó -dijo Ira de repente-. Nadie se ahogó, nadie iba a ahogarse.
– ¿Le echaste al agua?
– Sí, claro que le eché al agua. Ese era el patán que me llamó judiazo. Ya te lo conté.
– Lo recuerdo -pero lo que me había contado sólo era una parte de la historia-. Fue la noche que te asaltaron, cuando te dieron la paliza.
– Sí, me dieron una paliza, es cierto, después de que sacaran del agua a ese hijo de puta.
Ira me dejó en casa, donde no había nadie, y pude dejar la ropa mojada en el cesto, darme una ducha y tranquilizarme. Mientras me duchaba temblé de nuevo, no tanto porque recordara la escena, allí sentados, a la mesa de la cocina, Goldstine apuntando con su pistola a la frente de Ira, ni porque recordara los ojos de éste, como si quisieran salir volando de la cabeza, sino porque pensaba: «Una pistola cargada con los cuchillos y los tenedores… en Maplewood, New Jersey. ¿Por qué? ¡Por Garwych, claro! ¡Por Solak! ¡Por Becker!».