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Y lo cierto es que tenía razón. De no ser por mis errores, aún estaría en casa, sentado en el porche delantero.

Unos quince días después Ira se acercó tanto como le era posible a decirme la verdad. Un sábado estaba en Newark para visitar a su hermano y nos encontramos en el centro. Fuimos a comer a un restaurante cerca del Ayuntamiento, donde, por setenta y cinco centavos, una ganga para Ira, servían bocadillos de carne a la brasa con cebollas a la parrilla, pepinillos, patatas fritas, col picada y ketchup. Pedimos de postre tarta de manzana con una loncha de queso americano que parecía de goma, una combinación que Ira me había enseñado y supuse que era la manera viril de comer tarta en un restaurante de carne a la brasa.

Entonces Ira abrió un paquete que llevaba y me mostró un álbum de discos titulado «El coro y la orquesta del ejército soviético en un programa de melodías predilectas». El director era Boris Alexandrov, e intervenían Artur Eisen y Alexei Sergeyev, bajos, y Nikolai Abramov, tenor. En la cubierta del álbum había una foto («Fotografía por cortesía de SOVFOTO») del director, la orquesta y el coro, formado por unos doscientos hombres, todos ellos con uniforme de gala y actuando en el grande y marmóreo Salón del Pueblo. El salón de los trabajadores rusos.

– ¿Lo has oído alguna vez?

– No, nunca -respondí.

– Llévatelo a casa. Es tuyo.

– Gracias, Ira. Es estupendo.

Pero era terrible. ¿Cómo podía llevarme aquel álbum a casa y, una vez allí, cómo podía escucharlo?

En vez de volver al barrio con Ira después de comer, le dije que debía ir a la biblioteca pública, la sede central, que estaba en la calle Washington, para estudiar para un examen de Historia. Una vez fuera del restaurante, le agradecí la comida y el regalo, y él subió a su rubia y se dirigió a casa de Murray, en la avenida Lehigh, mientras yo caminaba por la calle Broad en dirección al parque militar y al gran edificio de la biblioteca. Pasé por la calle Market y seguí hacia el parque, como si me encaminara realmente a la biblioteca, pero en vez de girar a la izquierda en la calle Rector, lo hice a la derecha y seguí un camino apartado, a lo largo del río, hasta llegar a la estación de Pennsylvania.

Le pedí a un quiosquero de la estación que me cambiara un dólar. Fui con las cuatro monedas de veinticinco centavos a la consigna e inserté una en la ranura de una de las taquillas más pequeñas, dentro de la que guardé el álbum de discos. Tras cerrar la puerta, me guardé con toda naturalidad la llave en el bolsillo del pantalón y entonces fui a la biblioteca, donde no tenía nada que hacer salvo pasar varias horas sentado en la sala de obras de referencia, pensando en dónde iba a esconder la llave.

Mi padre estuvo en casa todo el fin de semana, pero el lunes volvió al consultorio, y los lunes por la tarde mi madre iba a Irvington para visitar a su hermana. Así pues, cuando terminó la última clase, subí a un autobús de la línea 14, cuya parada estaba al otro lado de la calle, frente a la escuela, fui hasta el final del recorrido, en la estación de Pennsylvania, saqué el disco de la taquilla y lo puse en una bolsa de compras de Bamberger que había doblado dentro del cuaderno de apuntes por la mañana y llevado conmigo a la escuela. Una vez en casa, escondí el álbum en un pequeño arcón que estaba en el sótano, donde mi madre guardaba los platos de vidrio de la Pascua en envases de la tienda de comestibles. Cuando llegara la primavera y la Pascua y ella sacara los platos para usarlos durante esa semana, tendría que buscar otro escondite, pero de momento había quitado la espoleta al potencial explosivo del álbum.

Hasta que estuve en la universidad no pude poner los discos en un fonógrafo, y por entonces ya había comenzado el distanciamiento entre Ira y yo, lo cual no significa que cuando escuché al coro del ejército soviético cantando Espera a tu soldado, A un hombre del ejército, ha despedida de un soldado y, desde luego, Dubinushka, no se reavivara en mí la visión de la igualdad y la justicia para todos los trabajadores del mundo. En mi cuarto de la universidad me sentí orgulloso por haber tenido el valor de no librarme del álbum, aun cuando todavía no lo tuviera en grado suficiente para comprender que, con aquel regalo, Ira había intentado decirme: «Sí, soy comunista, claro que soy comunista, pero no uno de los malos, no uno capaz de matar a Masaryk o a cualquier otro. ¡Soy un hermoso y sincero comunista que ama a la gente y estas canciones!».

– ¿Qué sucedió a la mañana siguiente? -le pregunté a Murray-. ¿Por qué Ira fue a Newark ese día?

– Verás, Irá durmió hasta muy tarde aquella mañana. Había estado discutiendo con Eve sobre el aborto hasta las cuatro, y alrededor de las diez estaba todavía dormido cuando alguien que gritaba en la planta baja le despertó. Estaba en el dormitorio principal, en el primer piso de la casa en la calle West Eleventh. Era Sylphid…

¿Te he mencionado que lo primero que sulfuró a Ira fue el hecho de que Sylphid le dijera a Eve que no asistiría a la boda? Eve le dijo a Ira que Sylphid tenía que realizar cierto programa con una flautista y que el domingo de la boda era el único día en que ella y la otra chica podían ensayar. A Ira no le importa gran cosa que Sylphid asista, pero a Eve sí: llora, está afligida, y eso irrita al novio. Una y otra vez, Eve proporciona a su hija los instrumentos y el poder necesarios para que le haga daño, y entonces se siente herida, pero ésta es la primera vez que él lo presencia y se enfurece.

– Es la boda de su madre -le dijo Ira-. ¿Cómo puede dejar de asistir a la boda de su madre si ésta quiere que vaya? Dile que irá. No se lo preguntes… ¡ordénaselo!

– No puedo ordenárselo -replica Eve-. Se trata de su carrera, de su música.

– Muy bien, entonces se lo diré yo -concluye Ira.

El resultado fue que Eve habló con la chica, y Dios sabe qué le dijo o prometió o rogó, pero el caso es que Sylphid se presentó en la boda vestida a su manera, con un pañuelo en la cabeza. Tenía el pelo ensortijado, y por eso se ponía aquellos pañuelos griegos, que ella consideraba elegantes y que tanto desagradaban a su madre. Llevaba unas blusas de campesina con las que parecía enorme, blusas transparentes con bordados griegos, aros en las orejas, muchos brazaletes que producían un tintineo al caminar, de modo que la oías venir. Prendas bordadas y montones de joyas. Llevaba la clase de sandalias griegas que se vendían en Greenwich Village, con tiras que se atan hasta las rodillas, que se aprietan y dejan marcas, y eso también aflige a Eve. Pero por lo menos, al margen de su aspecto, la hija estaba allí y Eve era feliz, así que Ira también lo era.

A fines de agosto, cuando sus programas radiofónicos respectivos estaban en antena, se casaron y fueron al cabo Cod a pasar un largo fin de semana, y cuando regresaron a casa de Eve se encontraron con que Sylphid había desaparecido, sin dejar rastro, ni siquiera una breve nota. Llamaron a sus amigos, a su padre, en Francia, creyendo que tal vez había decidido ir a reunirse con él. Llamaron a la policía. Al cuarto día, Sylphid se presentó por fin. Estaba en el Upper West Side con una antigua maestra que había tenido en la escuela de música Juilliard, alojada en su casa. Sylphid actuó como si no supiera cuándo regresaban, lo cual explicaba por qué no se molestó en telefonear desde la calle Noventa y seis.

Esa noche cenan juntos y el silencio es espantoso. No es precisamente una ayuda que la madre observe comer a la hija. El peso de Sylphid pone a Eve frenética en una noche tranquila… y esta noche no lo es.