Выбрать главу

Sí, por los intersticios de la personalidad de Sylphid se filtraba toda clase de cosas elementales que no tenían nada que ver con tocar el arpa. Lo que él le oye decirle a su madre es: «¡Si vuelves a intentarlo de nuevo, estrangularé al pequeño idiota en la cuna!».

4

La casa en la calle West Eleventh, donde Ira vivía con Eve Frame y Sylphid, su elegancia, su belleza, su comodidad, su tenue aura de intimidad sibarítica, la serena armonía estética de sus mil detalles, la cálida vivienda como suntuosa obra de arte, alteraron mí concepto de la vida tanto como lo haría la Universidad de Chicago cuando me matriculara en ella año y medio después. Sólo tenía que cruzar la puerta para sentirme diez años mayor, liberado de mis convenciones familiares, a pesar de que durante la etapa de mi crecimiento me había adherido a ellas en general con placer y sin demasiado esfuerzo. Debido a la presencia de Ira, debido a su manera pesada y despaciosa de andar por la casa, con anchos pantalones de pana, camisas de franela a cuadros, de mangas demasiado cortas y unos zapatos viejos, no me sentía intimidado por una atmósfera, desconocida para mí, de riqueza y privilegio. Debido a esos poderes campechanos de apropiación que tanto contribuían al atractivo de Ira (a sus anchas tanto en la calle Spruce del barrio negro de Newark como en el salón de Eve), muy pronto me hice la idea de lo grata y doméstica que podía ser la vida de los ricos, aquella atmósfera en la que uno respiraba con naturalidad la alta cultura. Era como penetrar en una lengua extranjera y descubrir que, a pesar del alienante exotismo de los sonidos, los extranjeros que lo hablan con fluidez no dicen más que lo que has estado oyendo en inglés durante toda tu vida.

Los centenares de libros serios que llenaban los estantes de la biblioteca (poesía, novelas, obras teatrales, volúmenes de historia, libros sobre arqueología, los tiempos antiguos, música, indumentaria, danza, arte, mitología), los discos de música clásica que llenaban los armarios de dos metros de alto a cada lado del tocadiscos, las pinturas, dibujos y grabados en las paredes, los objetos dispuestos sobre la repisa de la chimenea y que llenaban las mesas (estatuillas, cajas esmaltadas, fragmentos de piedras preciosas, platillos ornamentales, instrumentos astronómicos antiguos, objetos de extraño aspecto, de vidrio, oro y plata, algunos reconociblemente representativos, otros curiosos y abstractos) no se limitaban a formar parte de la decoración, meras chucherías ornamentales, sino que eran posesiones unidas a un estilo de vida placentero y, al mismo tiempo, con moralidad, con la aspiración humana de adquirir importancia por medio de la pericia y el pensamiento. En semejante entorno, ir de una habitación a otra en busca del periódico vespertino, sentarse y comer una manzana ante el fuego eran cosas que podían ser detalles de una gran empresa. O así se lo parecía a un muchacho cuya casa, aunque limpia, ordenada y bastante cómoda, jamás le hacía meditar, ni a él ni a nadie, en la condición humana ideal. Mi casa, con su colección del Information Please Almanac y otros nueve o diez libros que habían llegado a nuestro poder como regalos a miembros de la familia convalecientes, parecía, en comparación, pobre y triste, una insípida cabana. En aquel entonces no habría podido creer que hubiera algo en aquella casa de la calle West Eleventh de lo que alguien quisiera huir. Me parecía el trasatlántico de lujo de los cielos, el último lugar donde tendrías que preocuparte por el trastorno de tu equilibrio. En el centro, erecta, voluminosa y elegante sobre la alfombra oriental de la biblioteca, grácil a pesar de lo maciza que era y visible en cuanto uno pasaba del vestíbulo a la sala de estar, estaba aquel símbolo que se remontaba a los comienzos ilustrados de la civilización, del ámbito de la vida refinado por el espíritu, el maravilloso instrumento cuya forma tan sólo es una amonestación a todo defecto áspero y rudo en la naturaleza mundana del hombre… aquel majestuoso instrumento de trascendencia, el arpa Lyon y Healy, recubierta con pan de oro, de Sylphid.

– La biblioteca estaba detrás de la sala de estar, y se accedía a ella subiendo un escalón -recordaba Murray-. Había unas puertas corredizas de roble que separaban una sala de la otra, pero cuando Sylphid practicaba a Eve le gustaba escucharla, y por ello dejaban las puertas abiertas y el sonido del instrumento se difundía por toda la casa. Eve, quien inició a Sylphid en el arpa allá en Beverly Hills, cuando la niña tenía siete años, no se cansaba nunca de escucharla, pero Ira no entendía la música clásica y nunca escuchaba nada, que yo sepa, excepto las canciones populares de la radio y al coro del ejército soviético, y, por eso, de noche, cuando preferiría sentarse en la sala de estar con Eve, charlando o leyendo el periódico, como hacen en casa la mayoría de los maridos, se encerraba en su estudio. Sylphid tañía y Eve hacía punto ante la chimenea y, cuando alzaba la vista, él se había ido y estaba arriba, escribiendo cartas a O'Day.

Pero después de lo que ella había pasado en su tercer matrimonio, el cuarto, una vez en marcha, siguió siendo bastante admirable. Cuando ella conoció a Ira, salía de un mal divorcio y se estaba recuperando de una crisis nerviosa. A juzgar por lo que decía de él, el tercer marido, Jumbo Freedman, había sido un payaso sexual, experto en entretenimientos de alcoba. Lo pasaron muy bien juntos, hasta que un día ella regresó temprano de los ensayos y le encontró en su despacho con un par de chicas. Pero era todo lo que Pennington no era. Ella tiene una aventura con Jumbo en California, sin duda muy apasionada, y al final Freedman abandona a su mujer, ella abandona a Pennington y los tres, Eve, Sylphid y Freedman, se van al Este. Eve compra esa casa en la calle West Eleventh y Freedman se muda ahí, instala su despacho en lo que sería más adelante el estudio de Ira y empieza a comerciar con propiedades tanto en Nueva York como en Los Ángeles y Chicago. Durante algún tiempo compra y vende propiedades de Times Square, lo cual le permite conocer a los grandes productores teatrales, empiezan a asistir a fiestas y muy pronto Eve Frame actúa en Broadway. Comedias de salón y obras de suspense, protagonizadas por la que fuese belleza del cine mudo. Una producción tras otra es un éxito. Eve gana dinero a espuertas, y Jumbo se encarga de que lo gasten bien.

Eve se aviene a la extravagancia de ese hombre, acepta su desenfreno, un desenfreno por el que incluso ella se deja arrollar. A veces, cuando Eve se echaba a llorar de improviso y Ira le preguntaba por qué, ella le decía:

«Las cosas que me obligaba a hacer, que debía hacer…». Después de que ella escribiera aquel libro y todos los periódicos hablaran de su matrimonio con Ira, éste recibió una carta de una mujer de Cincinnati, diciéndole que si le interesaba escribir por su parte un librito, le convendría ir a Ohio y tener una charla con ella. En los años treinta había trabajado en un club nocturno, como cantante, y fue novia de Jumbo. Le dijo a Ira que quizá le gustaría ver ciertas fotografías que Jumbo había hecho. Quizás ella y Ira podrían colaborar en unas memorias propias; él pondría las palabras y ella, por dinero, aportaría las fotos. Por entonces Ira estaba tan deseoso de venganza que respondió a la mujer, enviándole un cheque por cien dólares. Ella afirmaba tener dos docenas de fotos, así que él le envió los cien pavos que le pedía por ver una sola.

– ¿Y la consiguió?

– La mujer cumplió su palabra. Le envió una foto, en efecto, a vuelta de correo. Pero como yo no iba a permitir a mi hermano que distorsionara todavía más la idea que tenía la gente de lo que había significado su vida, se la quité y la destruí. Fue una estupidez. Sentimental, mojigato y estúpido, y tampoco fui muy clarividente. Haber hecho circular la foto habría sido benevolente en comparación con lo que ocurrió.

– Quería desacreditar a Eve con la foto.

– Mira, hubo un tiempo en que en lo único que Ira pensaba era en cómo aliviar los efectos de la crueldad humana. Todo lo canalizaba en esa dirección. Pero después de que se publicara el libro de Eve, en lo único en que pensaba era en infligir esa crueldad. Le habían privado de su trabajo, su vida doméstica, su nombre, su reputación, y cuando se dio cuenta de que lo había perdido todo, que había perdido su categoría social y ya no tenía que actuar en consonancia con ella, se desprendió de Iron Rinn, dejó de actuar en Los libres y los valientes y abandonó el Partido Comunista. Incluso dejó de hablar tanto. Aquella interminable retórica ofendida. Tanto hablar y hablar cuando lo que quería de veras aquel hombretón era atacar ferozmente. La charla era la manera de embotar esos deseos.