¿A qué crees que venía su actuación en el papel de Abe Lincoln? Se ponía aquella chistera y pronunciaba las palabras de Lincoln, pero prescindió de cuanto le había desbravado, de todas las comodidades civilizadoras, y volvió a ser el Ira que cavaba zanjas en Newark, el Ira que trabajaba en la mina de cinc, allá arriba, en las colinas de Jersey. Recuperó su experiencia más temprana, cuando la pala era su tutora. Estableció contacto con el Ira anterior a la época en que se impuso la corrección moral, antes de que hubiera asistido a la escuela de buenos modales de la señorita Frame y tomado todas aquellas lecciones de etiqueta. Antes de que fuera al colegio privado contigo, Nathan, representando el impulso paterno y mostrándote que podía ser un hombre bueno y nada violento. Antes de que fuera al colegio privado conmigo y a la escuela con O'Day, la escuela donde te ponían al día acerca de Marx y Engels, la escuela de la acción política. Porque O'Day fue en realidad la primera Eve y ésta tan sólo otra versión de O'Day, quien le sacó de la zanja, le hizo salir al mundo de la luz.
Ira conocía su propia naturaleza. Sabía que, físicamente, estaba muy fuera de proporción y que eso le convertía en un hombre peligroso. Tenía la rabia y la violencia y, como medía más de dos metros, tenía los medios. Sabía que necesitaba sus domadores, sus maestros, a un chico como tú, sabía que ansiaba conocer a un chico como tú, que tenía cuanto él nunca había tenido y que era el hijo admirador. Pero, tras la publicación de Me casé con un comunista, Ira abandonó el colegio privado de buenos modales y recuperó al Ira que nunca viste, que zurraba la badana a sus compañeros en el ejército, el Ira que, de muchacho, cuando se independizó, usó la pala con la que cavaba para protegerse de aquellos tipos italianos. Blandía su herramienta de trabajo como un arma. Toda su vida fue una lucha por no tomar aquella pala. Pero después de que se publicara el libro, Ira se dispuso a ser el mismo de antes, sin corregir.
– ¿Y lo hizo?
– Ira nunca eludía un trabajo de hombre, por pesado que fuese. El cavador de zanjas causó su efecto en ella, la puso en contacto con lo que ella había hecho. «Muy bien», me dijo. «La educaré, sin la foto guarra».
– Y lo hizo.
– Lo hizo, sí. Ilustración por medio de la pala.
A principios de 1949, unos dos meses y medio después de que Henry Wallace sufriera una derrota tan aplastante -y, ahora lo sé, después de su aborto-, Eve Frame dio una gran fiesta, precedida por una cena más reducida, con la intención de animar a Ira, el cual llamó a casa para invitarme a asistir. Después del mitin de Wallace en el Mosque, sólo había vuelto a verle otra vez en Newark, y hasta que recibí la sorprendente llamada telefónica («Ira Ringold, amigo. ¿Cómo está mi chico?») había empezado a creer que no volvería a verle. Tras la segunda vez que nos encontramos, y fuimos a dar nuestro primer paseo por el parque de Weequahic, cuando me habló de Irán, le envié una copia hecha con papel carbón de mi obra radiofónica El secuaz de Torquemada. A medida que transcurrían las semanas y él no me respondía, comprendí el error que había cometido al someter una obra mía a un actor radiofónico profesional, incluso la que había considerado la mejor de las que había escrito. Estaba seguro de que ahora que había visto el poco talento que tenía, se había apagado el interés que pudiera haber tenido por mí. Entonces, una noche, mientras estaba estudiando, sonó el teléfono y mi madre entró corriendo en mi habitación: «¡Nathan, querido, es el señor Iron Rinn!».
Ira y su mujer habían organizado una cena, y entre los invitados estaría Arthur Sokolow, a quien él había dado mi guión a leer. Ira creía que tal vez me gustaría conocerle. A la tarde siguiente, mi madre me hizo ir a la calle Bergen, a comprar unos zapatos negros, y llevé mi único traje a la sastrería de la avenida Chancellor para que Schapiro me alargara las mangas y los pantalones. Entonces, un sábado al anochecer, me metí en la boca un caramelo aromático y, con el corazón latiéndome como si me dispusiera a cruzar la frontera del estado para cometer un asesinato, me encaminé a la avenida Chancellor y subí a un autobús con destino a Nueva York.
Mi compañera a la mesa era Sylphid. Todas las trampas que me habían tendido -los ocho cubiertos, las cuatro copas de formas distintas, el gran aperitivo llamado alcachofa, las bandejas que presentaba desde atrás y por encima de mi hombro una mujer negra de expresión solemne, la escudilla para enjuagar los dedos, el enigma que representaba esa escudilla-, todo lo que me hacía sentir como un niño pequeño lo anulaba Sylphid con sus comentarios sardónicos, una explicación cínica, y sonreía o ponía los ojos en blanco, ayudándome gradualmente a comprender que allí no había tanto en juego como lo sugería aquella elegancia. Me pareció espléndida, sobre todo en su faceta satírica.
– A mi madre le gusta poner en todo la rigidez que había en el palacio de Buckingham, donde creció -comentó Sylphid-. Aprovecha cualquier oportunidad para convertir la vida cotidiana en una broma.
Sylphid siguió así durante toda la comida, me hizo confidencias al oído con el espíritu mundano de quien se ha criado en Beverly Hills, al lado de la casa de Jimmy Durante, y luego ha vivido en Greenwich Village, el París de Estados Unidos. Incluso cuando me tomaba el pelo me sentía aliviado, como si me rescatara de un desgraciado accidente que sólo estaba a un plato de distancia.
– No te preocupes demasiado por hacer lo correcto, Nathan. Parecerás mucho menos cómico haciendo lo que no debes.
También me animaba ver cómo se comportaba Ira a la mesa. Comía allí igual que junto al puesto de salchichas al otro lado del parque de Weequahic, y también hablaba de la misma manera. Era el único de los comensales masculinos que no usaba corbata ni camisa de etiqueta y chaqueta y, aunque no carecía de los modales mínimos exigibles a la mesa, al verle ensartar y tragar los bocados resultaba evidente que su paladar no valoraba en exceso las sutilezas de la cocina de Eve. No parecía trazar ninguna línea entre la conducta permisible en un puesto de salchichas y un espléndido comedor de Manhattan, ni la conducta ni la conversación. Incluso allí, donde los candelabros de plata sostenían diez altas velas encendidas y había floreros con flores blancas en el aparador, todo le acaloraba aquella noche, sólo un par de meses después de la aplastante derrota de Wallace (el Partido Progresista había obtenido poco más que un millón de votos en toda la nación, más o menos la sexta parte de lo que había previsto), incluso algo en apariencia tan poco controvertido como el día de las elecciones.
– Os diré una sola cosa -anunció a los invitados, y las voces de todos se desvanecieron mientras la suya, fuerte y natural, cargada de protesta y acerada de desprecio por la estupidez de sus compatriotas, ordenaba con apremio-: Vamos, escuchadme. Creo que este querido país nuestro no entiende de política. ¿En qué otro país del mundo, en una nación democrática, la gente va a trabajar el día de las elecciones? ¿En dónde más las escuelas están abiertas? Si eres un chiquillo y dices: «Eh, hoy son las elecciones, ¿no tenemos el día libre?», tus padres te responden: «No, es el día de las elecciones, eso es todo», ¿y qué vas a pensar? ¿Qué importancia puede tener el día de las elecciones si has de ir a la escuela? ¿Cómo puede ser importante si las tiendas y todo lo demás está abierto? ¿Dónde diablos están tus valores, hijo de puta?