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Al decir «hijo de puta» no aludía a ninguno de los invitados. Se refería a todas aquellas personas a las que había tenido que enfrentarse a lo largo de su vida.

Entonces Eve Frame se llevó un dedo a los labios, a fin de que él se refrenase.

– Querido… -le dijo en un tono tan suave que apenas era audible.

– Bien, ¿qué es más importante -replicó él, alzando la voz-, quedarse en casa el día de Colón? ¿Cierras las escuelas por una fiesta de mierda, pero no las cierras el día de las elecciones?

– Pero nadie te lo discute -le dijo Eve con una sonrisa-, ¿por qué te enfadas?

– Mira, me enfado -le dijo él-, me enfado siempre, y confío en estar enfadado hasta el día de mi muerte. Me meto en líos por enfadarme. Me meto en líos porque no me callo. Me enfado mucho con mi querido país cuando el señor Truman le dice a la gente, y ellos le creen, que el comunismo es el gran problema de este país. No el racismo ni las desigualdades. Eso no es el problema. Los comunistas son el problema. Los cuarenta, sesenta o cien mil comunistas. Van a derribar el gobierno de un país de ciento cincuenta millones de personas. Vamos, no insultéis a mi inteligencia. Os diré qué es lo que va a trastornar al puñetero país: la manera en que tratamos a la gente de color, el trato que damos a los trabajadores. No serán los comunistas los que destruyan este país. ¡No, este país va a destruirse a sí mismo porque trata a las personas como si fuesen animales!

Delante de mí se sentaba Arthur Sokolow, el guionista radiofónico, otro de esos muchachos judíos agresivos y autodidactas cuyas antiguas fidelidades de barriada (y padres inmigrantes analfabetos) determinaban fuertemente su estilo personal brusco y emotivo, jóvenes que recientemente habían regresado de una guerra en la que descubrieron Europa y la política, que realmente les permitió descubrir por primera vez a Estados Unidos por medio de los soldados con los que debían convivir, y en la que habían empezado, sin ayuda formal pero con una enorme e ingenua fe en el poder transformador del arte, a leer las cincuenta o sesenta primeras páginas de las novelas de Dostoievski. Hasta que la lista negra destruyó su carrera; Arthur Sokolow, aunque no era un escritor tan eminente como Corwin, figuraba desde luego entre los otros guionistas radiofónicos a los que yo más admiraba: Arch Oboler, que escribió Luces apagadas, Himan Brown, autor de Un recóndito lugar sagrado, Paul Rhymer, autor de Vic y Sade, Carlton E. Morse, autor de Me encanta un misterio, y William N. Robson, que hizo mucha radio bélica, en la que también me inspiré para mis propias obras. Los premiados dramas radiofónicos de Arthur Sokolow (así como dos obras representadas en Broadway) se caracterizaban por un profundo odio a la autoridad corrupta tal como la representaba un padre excesivamente hipócrita. Durante toda la cena temí que Sokolow, un hombre bajo y ancho, un martinete que, en la escuela, en Detroit, había sido zaguero del equipo de fútbol, iba a señalarme con el dedo y denunciarme ante los presentes como plagiario, debido a todo lo que le había robado a Norman Corwin.

Terminada la cena, los hombres, invitados por Ira, subieron al estudio de éste, en el primer piso, para fumar puros, mientras las mujeres iban a la habitación de Eve para arreglarse antes de que empezaran a llegar los invitados después de la cena. El estudio de Ira daba a la parte trasera del jardín, con estatuas iluminadas por focos. En las tres paredes cubiertas por estanterías tenía sus libros sobre Lincoln, la biblioteca política que se había traído a casa en tres bolsas de lona, al finalizar la guerra, y los libros que había acumulado desde entonces, buscándolos en las librerías de viejo de la Cuarta Avenida. Tras distribuir los cigarros y decir a los invitados que tomaran lo que les apeteciera del carrito con botellas de whisky, Ira sacó la copia de mi guión radiofónico que guardaba en el cajón superior del macizo escritorio de caoba (donde yo imaginaba que tenía su correspondencia con O'Day) y se puso a leer el discurso inicial. Y no lo leía para denunciarme por plagiario, sino que empezó por decir a sus amigos, Arthur Sokolow incluido:

– ¿Sabéis lo que me hace tener esperanzas en este país? -y me señaló. Allí estaba yo, ruborizado y trémulo, esperando que me ayudara a salir del trance-. Tengo más fe en un chico como éste que en la llamada gente madura de nuestro querido país que fue a las urnas dispuesta a votar a Henry Wallace y, de repente, vio una gran foto de Dewey ante sus ojos (y estoy hablando de personas de mi propia familia), de modo que bajó la palanca de Harry Truman. ¡Un hombre que conducirá este país a la Tercera Guerra Mundial, y ésa es su inteligente elección! El Plan Marshall, ésa es su elección. En lo único que pueden pensar es en pasar por alto a las Naciones Unidas, en cercar a la Unión Soviética y destruirla, mientras desvían a su Plan Marshall centenares de millones de dólares que podrían servir para elevar el nivel de vida de los pobres de este país. Pero decidme, ¿quién detendrá al señor Truman cuando arroje sus bombas en las calles de Moscú y Leningrado? ¿Creéis que no arrojarán bombas atómicas sobre inocentes niños rusos? ¿Que no harán eso para preservar nuestra maravillosa democracia? A otro con ese cuento. Escuchad a este chico. Todavía va a la escuela y ya sabe más de lo que está mal en este país que nuestros queridos compatriotas cuando van a votar.

Nadie se reía, ni siquiera sonreía. Arthur Sokolow se había apoyado en la estantería y pasaba despacio las páginas de un libro de la colección sobre Lincoln, mientras los demás hombres daban caladas a los cigarros, tomaban sorbos de whisky y actuaban como si aquella noche hubieran salido con sus mujeres para ser oyentes de mi visión de Estados Unidos. Sólo mucho tiempo después comprendí que la seriedad colectiva con que recibieron mi presentación respondía tan sólo a lo acostumbrados que estaban a las agitaciones de su imperioso anfitrión.

– Escuchad -le dijo Ira-, escuchad esto. Es una obra sobre una familia católica en una ciudad pequeña y los intolerantes de la localidad.

Entonces Iron Rinn se puso a recitar mi texto: Iron Rinn dentro de la piel, dentro de la caja de resonancia de un americano cristiano corriente y bondadoso, como aquellos que yo imaginaba y de los que no sabía absolutamente nada.

– «Soy Bill Smith -empezó a decir Ira, dejándose caer pesadamente en el sillón de cuero de alto respaldo y poniendo los pies sobre la mesa-. Soy Bob Jones. Mi nombre no importa. No es un nombre que inquiete a nadie. Soy blanco y protestante, así que no tienes que preocuparte por mí. Me llevo bien contigo, no te molesto, no te irrito. Ni siquiera te odio. Me gano tranquilamente la vida en una bonita y pequeña ciudad, cuyo nombre es lo de menos y que podría estar en cualquier parte. Digamos que se llama Cualquierparte. Mucha gente aquí, en Cualquierparte, aparenta estar de acuerdo con la lucha contra la discriminación. Hablan de la necesidad de destruir las vallas que mantienen a las minorías en campos de concentración sociales. Pero demasiados de ellos llevan a cabo su lucha de una manera abstracta. Piensan y hablan acerca de la justicia, la decencia, el derecho, el americanismo, la hermandad del hombre, la Constitución y la Declaración de Independencia. Todo esto está muy bien, pero muestra que en realidad desconocen los motivos de la discriminación racial, religiosa y nacional. Fíjate en esta ciudad, fíjate en Cualquierparte, fíjate en lo que ocurrió aquí el año pasado, cuando una familia católica que vivía cerca de mi casa descubrió que un fervoroso protestante puede ser tan cruel como lo fue Torquemada. Sin duda te acuerdas de Torquemada, el asesino a sueldo de los Reyes Católicos, el que dirigió la Inquisición para los reyes de España, un tipo que expulsó a los judíos de España para Fernando e Isabel en 1492. Sí, has oído bien, amigo… 1492. Estaba Colón, es cierto, estaban la Pinta, la Niña y la Santa María… y luego estaba Torquemada. Siempre está Torquemada. Tal vez siempre estará… Bueno, he aquí lo que sucedió en Cualquierparte, Estados Unidos, bajo las barras y las estrellas, donde todos los hombres han sido creados iguales, y no en 1492…».