La actuación fue sensacional, sobre todo para un adolescente que al cabo de media hora habría regresado en el autobús 107 a Newark y a la vivienda donde cuanto ocurría ya sólo podía dejarle frustrado. La actuación de Eve Frame duró menos de un minuto, pero tan sólo con la manera majestuosa en que bajó el escalón y entró en la sala de estar, con el vestido de gasa blanca y la esclavina, dio significado a toda la velada: la aventura para la que se vive la vida estaba a punto de desplegarse.
No quiero dar la sensación de que Eve Frame parecía representar un papel. Por el contrario, lo que hacía era revelar su libertad y se mostraba sin trabas, arrobada y en absoluto intimidada, en un estado de serena exaltación. En todo caso, era como si ella nos hubiera asignado nada menos que el papel de nuestra vida, el papel de unos seres privilegiados cuyo sueño más caro se había convertido en realidad. La realidad había caído víctima de la hechicería artística; cierta reserva de magia oculta había purificado la velada en su función social mundana, la había purgado de la reluciente y semiebria reunión de los malos instintos y las intrigas rastreras. Y esa ilusión había sido creada a partir de prácticamente nada: unas pocas sñabas pronunciadas con dicción precisa desde el escalón de la biblioteca, y todo el absurdo egotismo de una velada de Manhattan se disolvió en un romántico empeño en huir a la dicha estética.
– Sylphid Pennington y la joven flautista londinense Pamela Solomon tocarán dos dúos para flauta y arpa. El primero será la Berceuse de Fauré. El segundo, Casilda Fantasie, de Franz Doppler. La tercera y última selección será el animado segundo movimiento, el interludio, de la sonata para flauta, viola y arpa de Debussy. La viola es Rosalind Halladay, quien ha venido desde Londres. Rosalind es natural de Cornwall en Inglaterra, graduada por la Escuela de Música y Arte Dramático Guildhall de Londres. En la actualidad, Rosalind Halladay toca con la orquesta de la Royal Opera House londinense.
La flautista era una muchacha de aspecto triste, rostro alargado, ojos oscuros y esbelta, y cuanto más la miraba, cuanto más cautivado por ella me sentía -y cuanto más miraba a Rosalind, más cautivado me sentía por ella-, tanto más nítidamente veía lo deficiente que era mi amiga Sylphid en todo aquello destinado a estimular el deseo masculino. Con el tronco cuadrado, las piernas robustas y el curioso exceso de carne que la engrosaba un poco como un bisonte en lo alto de la espalda, Sylphid me recordaba, mientras tocaba el arpa, e incluso a pesar de la elegancia clásica de sus manos que se movían a lo largo de las cuerdas, uno de esos luchadores japoneses de sumo. Aunque éste era un pensamiento del que me avergonzaba, no hacía más que afirmarse a medida que la actuación se desarrollaba.
En cuanto a la música, no entendía nada. Al igual que Ira, era sordo al sonido de todo lo que no fuese familiar (en mi caso, a lo que oía las mañanas de los sábados en Sala de baile fingida y las noches sabatinas en Los 40 principales), pero la visión de Sylphid que tocaba seriamente bajo el hechizo de la música que desprendía de aquellas cuerdas y, también, la auténtica pasión con que tocaba -una pasión liberada de cuanto era en ella sardónico y negativo- hizo que me preguntara por el poderío que tal vez habría tenido si, además de su pericia musical, su rostro fuese tan atractivamente anguloso y delicado como el de su madre.
Habrían de transcurrir décadas, hasta después de la visita de Murray Ringold, para que yo comprendiera que la única manera en que Sylphid podía sentirse a sus anchas era odiando a su madre y tocando el arpa. Detestar la exasperante debilidad de su madre y producir unos sonidos etéreos y encantadores, establecer con Fauré, Doppler y Debussy todo el contacto amoroso que el mundo permitiría.
Cuando miré a Eve Frame, en la primera fila de espectadores, vi que ella miraba a Sylphid con tal expresión menesterosa que se habría dicho que en Sylphid se hallaba la génesis de Eve Frame y no viceversa.
Entonces todo lo que se había detenido volvió a comenzar. Los aplausos, los bravos, las reverencias, y Sylphid, Pamela y Rosalind bajaron del escenario en que se había convertido la biblioteca, y allí estaba Eve Frame, para abrazarlas una tras otra. Yo estaba lo bastante cerca para oírle decir a Pamela: «¿Sabes qué parecías, querida? ¡Una princesa hebrea!». Y a Rosalind: «¡Y has estado deliciosa, absolutamente deliciosa!». Y finalmente a su hija: «Sylphid, Sylphid… ¡Sylphid Julieta, jamás, jamás habías tocado de una manera más, más bella! ¡Jamás, querida! La pieza de Doppler ha sido especialmente encantadora».
– La pieza de Doppler, mamá, es basura de salón -replicó Sylphid.
– ¡Oh, cuánto te quiero! -exclamó Eve-. ¡Tu madre te quiere tanto!
Empezaron a acercarse los invitados para felicitar al trío de músicos femeninos y, de improviso, Sylphid me deslizó un brazo alrededor de la cintura y me presentó cariñosamente a Pamela, Rosalind y al novio de ésta.
– Aquí tenéis a Nathan de Newark -les dijo Sylphid-. Es un protegido político de la Bestia.
Puesto que había dicho eso con una sonrisa, sonreí también, tratando de creer que utilizaba el epíteto sin mala intención, una simple broma familiar acerca de la estatura de Ira.
Miré a mi alrededor en busca de Ira y vi que no estaba allí, pero en vez de pedir disculpas e ir en su busca, me permití seguir adecuadamente rodeado por el brazo de Sylphid, junto a sus amigos tan mundanos. Nunca había visto a un hombre de la juventud de Noguera que vistiera tan bien o fuese tan afablemente correcto y cortés. En cuanto a la atezada Pamela y la blanca Rosalind, ambas me parecían tan bonitas que no podía mirar directamente a ninguna de las dos durante más de una fracción de segundo a la vez, aunque simultáneamente no podía perderme la oportunidad de permanecer con fingida naturalidad a pocos centímetros de ellas.
Rosalind y Ramón iban a casarse al cabo de tres semanas en la finca que los Noguera tenían en las afueras de La Habana. Eran cultivadores de tabaco, el padre de Ramón había heredado de su abuelo millares de hectáreas en una región llamada El Partido, una tierra que heredaría Ramón y, andando el tiempo, los hijos de Ramón y Rosalind. El era muy silencioso y serio, como si en todo momento fuese consciente del destino que le aguardaba y estuviera diligentemente dispuesto a representar el cargo de autoridad conferido por los fumadores de puros del mundo entero, mientras que Rosalind, quien sólo unos pocos años antes era una pobre estudiante de música en Londres, procedente de un remoto rincón de la Inglaterra rural, pero que ahora estaba tan cercana al final de sus temores como lo estaba del comienzo de unos gastos cuantiosos, era cada vez más vivaracha y locuaz. Nos habló del abuelo de Ramón, el Noguera más renombrado y reverenciado, quien durante unos treinta años había sido gobernador provincial así como gran terrateniente, hasta que se incorporó al gabinete del presidente Mendiata (de quien yo sabía que su jefe del estado mayor era el infame Fulgencio Batista); nos habló de la belleza de las plantaciones de tabaco, donde, bajo unas telas, cultivaban la hoja que envolvía a los habanos; y entonces nos habló de la boda al suntuoso estilo español que la familia Noguera había planeado para ellos. Pamela, amiga de la infancia, volaría de Nueva York a La Habana, un viaje costeado por los Noguera, y se alojaría en una casa para invitados en la finca. En cuanto a Sylphid, si lograba hacerse un hueco en sus compromisos, añadió la desbordante Rosalind, podía asistir con Pamela.