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– Creo que tengo un trozo de papel en la cartera… -pero entonces recordé que en el interior de la cartera tenía fijada con un alfiler la insignia de «Wallace presidente» que llevé a la escuela, prendida del bolsillo de la camisa, todos los días durante dos meses y de la que, tras las desastrosas elecciones, rehusé desprenderme. Ahora la mostraba como una placa policial cada vez que sacaba dinero para pagar algo-. Me he olvidado la cartera -le dije.

Del bolso adornado con abalorios que ella llevaba, sacó un bloc y una pluma de plata.

– ¿Cómo se llama tu madre?

Me lo había preguntado con toda amabilidad, pero no podía decírselo.

– ¿No lo recuerdas? -inquirió con una sonrisa inofensiva.

– Escriba usted su nombre, por favor. Será suficiente.

Mientras escribía, me preguntó:

– ¿Cuál es tu ocupación, joven?

Al principio no entendí que se refería a qué subespecie humana, desde su encumbrado punto de vista, pertenecía yo. Era absurdo que le preguntara por su ocupación a alguien que sólo podía ser un estudiante.

– No tengo ninguna -le respondí, sin la menor intención de hacerme el gracioso.

¿Por qué aquella mujer me había parecido una estrella incluso superior, más amedrentadora, que Eve Frame? ¿Cómo podía yo, sobre todo tras la disección que de ella y su marido había hecho Sylphid, sentirme tan abrumado por el ansia de admiración que evidenciaba la dama y dirigirme a ella con el tono de un bobo?

El motivo era su poder, naturalmente, el poder de la celebridad. Y también era el poder de quien compartía el de su marido, pues con unas pocas palabras dichas por la radio o una observación en su columna -tan sólo con una elipsis en su columna- Bryden Grant podía hacer y deshacer carreras en el mundo del espectáculo. La Van Tassel Grant poseía el poder escalofriante de alguien a quien la gente siempre sonríe, da las gracias, abraza y aborrece.

¿Pero por qué le lamía el culo? Yo no tenía una carrera en el mundo del espectáculo. ¿Qué tenía que ganar o perder? No me había llevado ni siquiera un minuto abandonar todos los principios, creencias y fidelidades que tenía. Y habría seguido así si ella, misericordiosamente, no hubiera firmado su autógrafo y regresado a la fiesta. Nadie me pedía nada más que hacerle caso omiso, como ella me lo había hecho sin la menor dificultad hasta que le pedí el autógrafo para mi madre. Pero mi madre no coleccionaba autógrafos, y nadie me había obligado a adular servilmente y mentir. Simplemente, eso era lo más fácil; incluso peor que fácil, era automático.

– No pierdas el valor -me había advertido Paul Robeson entre bastidores en el Mosque.

Cuando me dijo eso le estreché la mano orgullosamente, pero había perdido el valor a la primera oportunidad, e inútilmente. No me llevaban a rastras a la comisaría y me golpeaban con una porra. Salí al pasillo con mi abrigo. Eso fue todo lo que necesitó el pequeño Tom Paine para descarrilar.

Bajé la escalera lleno del asco hacia sí mismo de alguien lo bastante joven para creer que cuanto dice debe ser sincero. Habría dado cualquier cosa por tener los recursos para dar media vuelta y de alguna manera poner a la mujer en su lugar, tan sólo por el patetismo de mi actuación. Sin embargo, mi héroe no tardaría en hacer eso, y sin pizca de mi insigne cortesía que diluyera la soberbia imprudencia de su hostilidad. Ira compensaría con creces todo lo que yo había dejado de decir.

Encontré a Ira en la cocina, que estaba en el sótano, secando los platos que habían lavado en el fregadero doble Wondrous, la criada que nos había servido la cena, y una chica más o menos de mi edad que resultó ser su hija y se llamaba Marva. Cuando entré, Wondrous le estaba diciendo a Ira:

– No quise desperdiciar mi voto, señor Ringold. No quise desperdiciar mi precioso voto.

– Díselo tú -me pidió Ira-. Esta mujer no me cree, y no sé por qué. Habíale del Partido Demócrata. No sé cómo una negra puede pensar que el Partido Demócrata dejará de incumplir las promesas que hace a los negros. No sé quién le ha dicho eso ni por qué le hace caso. ¿Quién te lo ha dicho, Wondrous? Yo no he sido. Cono, te lo dije hace seis meses… tus serviles liberales del Partido Demócrata no van a poner fin a la discriminación racial. ¡No son y nunca han sido compañeros de los negros! Había un solo partido en las elecciones al que los negros podían votar, un solo partido que lucha por los desvalidos, un solo partido consagrado a convertir a los negros de este país en ciudadanos de primera clase. ¡Y no era el Partido Demócrata de Harry Truman!

– No podía tirar mi voto, señor Ringold. Eso es lo único que habría hecho. Echar mi voto a la alcantarilla.

– El Partido Progresista nombró a más candidatos negros para desempeñar cargos públicos que cualquier otro partido en toda la historia del país… ¡cincuenta candidatos negros para importantes cargos nacionales en las listas del Partido Progresista! ¡Cargos para cuyo desempeño ningún negro ha sido nombrado jamás, y no digamos que ha ocupado! ¿Es eso tirar el voto a la alcantarilla? Cono, no insultes a tu inteligencia ni a la mía. Me cabreo con la comunidad negra cuando pienso que no habéis sido los únicos en no pensar lo que estabais haciendo.

– Lo siento, pero un hombre que pierde como ese hombre ha perdido no puede hacer nada por nosotros. También tenemos que vivir de alguna manera.

– Bien, votar así ha sido no hacer nada. Peor que nada. Lo que has hecho con tu voto ha sido aupar de nuevo al poder a una gente que va a seguir con la segregación, la injusticia, el linchamiento y el impuesto de capitación mientras vivas, mientras Marva viva, mientras vivan los hijos de Marva. Díselo, Nathan. Has conocido a Paul Robeson. El ha conocido a Paul Robeson, Wondrous, para mí el negro más grande en la historia de Estados Unidos. Paul Robeson le dio la mano, ¿y qué te dijo, Nathan? Dile a Wondrous lo que te dijo.

– Me dijo: «No pierdas el valor».

– Y eso es lo que has perdido, Wondrous. Has perdido el valor en el colegio electoral. Estoy muy sorprendido.

– Mire -replicó ella-, todos ustedes pueden esperar si quieren, pero nosotros tenemos que vivir de alguna manera.

– Me has decepcionado. Peor todavía, has decepcionado a Marva, y decepcionarás a los hijos de Marva. No lo comprendo y nunca lo comprenderé. ¡No, no comprendo a los trabajadores de este país! ¡Lo que detesto con toda mi alma es escuchar a gente que no sabe votar en su propio puñetero interés! ¡Me gustaría tirar al suelo este plato, Wondrous!

– Haga lo que quiera, señor Ringold. El plato no es mío.

– ¡Me enfado tanto con la comunidad negra, con lo que hicieron y dejaron de hacer por Henry Wallace, que me gustaría de veras romper este plato!

– Buenas noches, Ira -le dije, mientras él permanecía allí, amenazando con romper el plato que estaba terminando de secar-. He de volver a casa.

En aquel momento se oyó la voz de Eve desde lo alto de la escalera.

– Ven a despedirte de los Grant, cariño.

Ira fingió que no la oía y se volvió de nuevo hacia Wondrous.

– Mira, Wondrous, muchas son las buenas palabras usadas a modo de chanza en todo un nuevo mundo…

– ¿Ira? Los Grant se marchan. Sube a darles las buenas noches.

De repente, Ira arrojó el plato, lo hizo volar.

– ¡Mamá! -gritó Marva, cuando el plato chocó con la pared, pero Wondrous se encogió de hombros (la irracionalidad incluso de los blancos que se oponían a la segregación racial no le sorprendía) y se puso a recoger los fragmentos, mientras Ira, con la toalla de secar los platos en la mano, subía de tres en tres los escalones y gritaba para que pudieran oírle desde lo alto de la escalera:

– No comprendo, cuando tienes libertad de elección y vives en un país como el nuestro, donde supuestamente nadie te obliga a hacer nada, cómo puede uno sentarse a cenar con ese asesino nazi hijo de puta. ¿Cómo pueden hacer eso? ¿Quién les obliga a sentarse con un hombre cuyo trabajo consiste en perfeccionar algo nuevo para matar a la gente mejor que antes?