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Yo estaba detrás de él. No sabía de qué estaba hablando hasta que le vi dirigirse a Bryden Grant, quien estaba en el umbral, con un abrigo Chesterfíeld y un pañuelo de seda, el sombrero en una mano. Grant era un hombre de cara cuadrada y mandíbula prominente, cabello suave y plateado, de espesor envidiable, un cincuentón de recio físico que no obstante, tan sólo por lo apuesto que era, parecía algo poroso.

Ira fue en derechura hacia Bryden Grant y no se detuvo hasta que sus caras estuvieron a pocos centímetros de distancia.

– Grant -le dijo-. Grant, ¿eh? ¿Es ése tu nombre? Eres licenciado universitario, Grant. Un hombre de Harvard, Grant. Un hombre de Harvard y periodista de Hearst, y eres un Grant… ¡de la familia Grant! Es de suponer que sabes algo más que el abecedario. Sé por la mierda que escribes que tu elemento de trabajo consiste en no tener convicciones, pero ¿careces de convicciones sobre todas las cosas?

– ¡Basta, Ira! -Eve Frame se había llevado las manos a la pálida cara, y entonces aferró los brazos de Ira-. Cuánto lo siento, Bryden -dijo, mirando por encima del hombro mientras trataba de empujar a Ira hacia la sala de estar-. Lo lamento terriblemente, no sé…

Pero Ira la hizo a un lado con facilidad.

– Repito: ¿careces de toda convicción, Grant?

– Ésta no es tu mejor faceta, Ira. No estás presentando tu mejor faceta -Grant hablaba con la superioridad de quien desde muy joven había aprendido a no rebajarse defendiéndose verbalmente de un inferior social-. Buenas noches a todos -dijo a la docena, más o menos, de invitados que seguían en la casa y se habían congregado para ver qué era aquella conmoción-. Buenas noches, querida Eve -dijo Grant, dándole un beso, y entonces, volviéndose para abrir la puerta de la calle, tomó a su esposa del brazo y se dispuso a marcharse.

– ¡ Wernher von Braun! -le gritó Ira-. Un ingeniero nazi hijo de puta. Un sucio fascista hijo de puta. Te sientas con él a cenar. ¿Verdad o mentira?

Grant sonrió y, con un perfecto dominio de sí mismo, su tono sereno expresando tan sólo un atisbo de advertencia, le dijo a Ira:

– Lo que está usted haciendo es temerario en extremo, señor.

– Invitas a este nazi a cenar en tu casa. ¿Verdad o mentira? Una gente que trabaja y fabrica cosas para matar ya es bastante mala, pero este amigo tuyo, Grant, fue amigo de Hitler. Trabajó para Adolf Hitler. Tal vez nunca has oído hablar de esto porque la gente a la que quería matar no era Grant, Grant, ¡era gente como yo!

Entretanto Katrina había estado mirando furibunda a Ira, al lado de su marido, y fue ella quien contestó por él. Todo oyente matinal de Van Tassely Grant podría haber supuesto que a menudo Katrina contestaba en nombre de su marido. Así él mantenía un amenazante porte autócrata y ella alimentaba un apetito de supremacía que no se molestaba lo más mínimo en ocultar. Mientras que Bryden se consideraba claramente más intimidante si decía poco y dejaba que la autoridad fluyera de dentro a fuera, Katrina se parecía a Ira en que asustaba al hablar sin pelos en la lengua.

– Nada de lo que estás gritando tiene el menor sentido -Katrina tenía la boca grande y, sin embargo, reparé en que sólo entreabría el centro de los labios para hablar, formando un orificio cuya circunferencia no era mayor que la de una pastilla contra la tos. Por ese agujero expelía las pequeñas y ardientes agujas que constituían la defensa de su marido. Sumida en el hechizo del enfrentamiento -aquello era la guerra-, se erguía impresionantemente escultural, incluso frente a un patán que rebasaba los dos metros de estatura-. Eres ignorante, ingenuo y grosero, un hombre pendenciero, simplón y arrogante, eres un palurdo y desconoces los hechos, desconoces la realidad, no sabes de qué estás hablando, ¡no lo sabes ahora ni lo has sabido nunca! ¡No sabes más que lo que dice el Daily Worker y repites como un loro!

– Von Braun, vuestro invitado a cenar -replicó Ira, a gritos-, ¿no mató a bastantes norteamericanos? ¿Ahora quiere trabajar aquí para matar a los rusos? ¡Estupendo! Matemos a los comunistas para el señor Hearst, el señor Dies y la Asociación Nacional de Fabricantes. A ese nazi no le importa a quién mata, mientras reciba su paga y la veneración de…

Eve lanzó un grito. No era un grito teatral o calculado, sino que en el vestíbulo lleno de invitados bien vestidos, donde, al fin y al cabo, un hombre con medias no hundía su estoque en otro hombre con medias, parecía haber llegado con terrible rapidez un grito cuyo tono era tan horrendo como la nota humana más alta que yo había oído, en un escenario o fuera de él. En el aspecto emotivo, Eve Frame no parecía tener que desplazarse mucho para llegar a donde quería estar.

– Querida -le dijo Katrina, quien se había adelantado para tomar a Eve de los hombros y abrazarla protectoramente.

– Bah, déjala, no le pasa nada -dijo Ira, mientras empezaba a bajar la escalera hacia la cocina-. Está bien.

– No está bien -replicó Katrina-, no debería estarlo. Esta casa no es una sala para mítines políticos -Ira ya había desaparecido de su vista, y la mujer alzó la voz-: ¡Para matones políticos! ¿Tienes que armar una bronca cada vez que abres esa boca que excita a la chusma, tienes que traer a un hogar hermoso y civilizado tus ideas comunistas…?

Ira subió al instante la escalera y se encaró con ella.

– ¡Esto es una democracia, señora Grant! Mis creencias son mis creencias. Si quiere usted conocer las creencias de Ira Ringold, no tiene más que preguntárselas. Me importa un bledo que le gusten o no. ¡Son mis creencias, y me tiene sin cuidado que gusten o no a cualquiera! Pero no, su marido cobra de un fascista, así que todo aquel que se atreva a decir lo que a los fascistas no les gusta oír es comunista, «hay un comunista en nuestro civilizado hogar». Pero si usted tuviera un pensamiento lo bastante flexible para saber que en una democracia la filosofía comunista, cualquier filosofía…

Esta vez, cuando Eve gritó, fue un grito sin fondo ni techo, un grito indicador de un estado de emergencia, en el que la vida peligraba, y que puso eficazmente fin al discurso político y, con ello, a mi primera gran noche fuera de casa, en la ciudad.

5

– El odio a los judíos, ese desprecio hacia los judíos -le dije a Murray-. Y, sin embargo, se casó con Ira y, anteriormente, con Freedman…

Era nuestra segunda sesión. Antes de la cena, nos habíamos sentado en la terraza que daba al estanque y, mientras tomábamos martinis, Murray me habló de las clases a las que asistía en la universidad. No debería haberme sorprendido por su energía mental, ni siquiera por el entusiasmo que ponía en los trabajos escritos, cuya extensión equivalía a un folio de treinta líneas (comentar, desde la perspectiva de toda una vida, cualquier fragmento del famoso soliloquio de Hamlet), que el profesor asignaba a los alumnos ancianos. No obstante, que un hombre tan próximo a la extinción hiciera los deberes para el día siguiente, educándose para una vida que casi se había agotado (que el enigma siguiera desconcertándole, que la clarificación siguiera siendo una necesidad vital) me dejó más que sorprendido, me causó una sensación, que bordeaba la vergüenza, de que yo me equivocaba al vivir aislado y mantenerme tan alejado de todo. Pero entonces esa sensación de que estaba errado se desvaneció. No deseaba crear más dificultades.

Asé pollo a la parrilla en la barbacoa y cenamos en la terraza. Pasaban de las ocho cuando terminamos de cenar, pero sólo estábamos en la segunda semana de julio y aunque por la mañana, cuando fui en busca del correo, la empleada me había dicho que ese mes íbamos a perder cuarenta y cinco minutos de sol, y que si no llovía pronto, tendríamos que ir a la tienda y hacer acopio de conservas de mora y frambuesa, que el número de animales atropellados en la carretera se había cuadriplicado con respecto a la misma época del año pasado, que se había visto de nuevo, cerca de un alimentador de pájaros en la propiedad de alguien, en el borde del bosque, el oso negro que residía en la zona y que medía metro ochenta de alto, lo cierto era que el ocaso no tenía trazas de llegar. La noche estaba oculta tras un cielo nítido que sólo proclamaba permanencia, la vida sin fin y sin trastornos.