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– ¿Fue muy terrible durante esos seis años? ¿Qué perdiste con ello?

– No creo que perdiera nada. Desde luego, tienes que apechugar con el insomnio. Me pasaba muchas noches en blanco, pensando en toda clase de cosas: cómo hacer esto, qué haría a continuación, a quién debía llamar, y cosas por el estilo. Siempre estaba reconstruyendo lo sucedido y proyectando lo que sucedería. Pero entonces llega la mañana, te levantas y haces lo que tienes que hacer.

– ¿Y cómo se tomó Ira lo que te había ocurrido?

– Pues le afligió. Incluso diría que fue su ruina si no fuese porque todo lo demás ya le había arruinado. Yo confié desde el principio en que ganaría, y así se lo dije. No tenían razones legales para despedirme. El me decía una y otra vez: «Estás de broma. Esos no necesitan razones legales». Conocía a demasiada gente que había sido despedida; no había más que hablar. Al final gané, pero él se sentía responsable de lo que había sufrido. Cargó con ese sentimiento durante el resto de su vida. Y también con lo tuyo, ¿sabes? Se sentía culpable de lo que te ocurrió.

– ¿A mí? -repliqué-. No me ocurrió nada. Era un crío.

– Bueno, algo te ocurrió.

Desde luego, no debería sorprendernos el descubrimiento de que en nuestra vida ha habido un acontecimiento, algo importante, de lo que no sabíamos nada. Nuestra vida es en sí y por sí misma algo de lo que sabemos muy poco.

– Recordarás que cuando te licenciaste en la universidad no conseguiste una beca Fulbright -me dijo Murray-. Bueno, eso fue por culpa de mi hermano.

En el curso 1953-1954, mi último año en Chicago, solicité una beca Fulbright para proseguir en Oxford mis estudios de graduado en letras, y me rechazaron. Había figurado en los primeros puestos de mi clase, tenía unas recomendaciones entusiastas y, tal como lo recuerdo ahora (probablemente por primera vez desde que ocurrió), no sólo me afectó el hecho de que me rechazaran, sino también que un condiscípulo cuyas calificaciones eran muy inferiores a las mías hubiera obtenido una beca Fulbright para estudiar en Inglaterra.

– ¿Es eso cierto, Murray? Sólo creí que fue algo absurdo, injusto, la veleidad del destino. No sé qué pensar.

Tuve la sensación de que me habían quitado algo más… y entonces me llamaron a filas. ¿Cómo sabes que fue así?

– El agente se lo dijo a Ira. El FBI. Se encargó de Ira durante años. Iba a visitarle. Intentaba conseguir que le diera nombres, diciéndole que así podría probar su inocencia. Creían que eras el sobrino de Ira.

– ¿Su sobrino? ¿Cómo se les ocurrió tal cosa?

– No me lo preguntes. El FBI no siempre tenía los datos correctos. Tal vez no siempre quería tenerlos. Aquel individuo le dijo a Ira: «¿Sabe usted que su sobrino ha solicitado una beca Fulbright? El chico que está en Chicago. Pues no la ha conseguido porque usted es comunista».

– ¿Crees que eso era cierto?

– Sin ninguna duda.

Mientras escuchaba a Murray, observaba lo descarnado que se había vuelto, pensando en que su aspecto físico era la materialización de aquella coherencia suya, la consecuencia de una indiferencia sostenida durante toda la vida a todo cuanto no fuese la libertad en su sentido más austero… pensando en que Murray era un hombre de esencias, que su carácter no era contingente, que dondequiera que se encontrase, incluso vendiendo aspiradoras, se las ingeniaba para mantener su dignidad… pensando que Murray (por quien no sentí afecto ni tuve necesidad de ello, a quien sólo me unía el contrato entre profesor y alumno) era Ira (por quien sí sentí afecto) en una versión más mental, juiciosa, prosaica, Ira con un objetivo social práctico, claro, bien definido, Ira sin las ambiciones heroicamente exageradas, sin esa apasionada, exaltada relación con todo; tenía una imagen mental del torso desnudo de Murray, todavía agraciado, cuando ya contaba cuarenta y un años, con todos los signos de la juventud y la fortaleza. Era una imagen de Murray Ringold tal como le había visto un martes por la tarde en el otoño de 1948, asomado a la ventana y retirando los marcos con tela metálica del piso en una segunda planta de la avenida Lehigh donde vivía con su mujer y su hija.

Quitar y poner las telas metálicas, retirar la nieve, echar sal al hielo, barrer la acera, podar el seto, lavar el coche, recoger y quemar las hojas, bajar al sótano dos veces al día, entre octubre y marzo, para cuidar de la caldera que calentaba el suelo del piso: avivar el fuego, cubrirlo, extraer la ceniza con la pala, subirla en cubo por la escalera y echarla a la basura… El inquilino tenía que estar en forma para hacer todas esas tareas antes y después de ir al trabajo, tenía que ser vigilante y diligente, y estar en forma, de la misma manera que las esposas tenían que estar en forma para asomarse a las ventanas traseras, los pies bien afianzados en el suelo, y, fuera cual fuese la temperatura, allá arriba como marineros trabajando en el aparejo, tender la colada en el tendedero, tender las prendas una a una con las pinzas, haciendo avanzar la cuerda hasta que toda la ropa húmeda de la familia estaba colgada y aleteaba en el aire de la industrial Newark, y luego recoger la cuerda y destender la colada pieza a pieza, depositarla doblada en el cesto y llevarla a la cocina, donde se secaría antes de plancharla. Para que una familia siguiera adelante era preciso, ante todo, ganar dinero, preparar la comida, imponer disciplina, pero también había esas actividades pesadas, desagradables, propias de marineros: trepar, alzar, acarrear, arrastrar, girar la manivela, desenrollar, todas esas tareas que me cronometraban cuando recorría en bicicleta los tres kilómetros desde mi casa a la biblioteca: tic, tac, tic, el metrónomo de la vida diaria del barrio, la añeja cadena de la existencia en una ciudad norteamericana.

En la misma avenida Lehigh donde vivía el señor Ringold se alzaba el hospital Beth Israel, donde yo sabía que la señora Ringold había trabajado como ayudante de laboratorio antes de que naciera su hija, y a la vuelta de la esquina estaba la filial de la biblioteca Osborne Terrace, adonde acudía en bicicleta cada semana en busca de libros. El hospital, la biblioteca y la escuela, representada por mi profesor: el nexo institucional del barrio estaba presente para mí, de la manera más tranquilizadora, prácticamente en aquella manzana cuadrada de casas. Sí, el barrio se hallaba en plena actividad cotidiana aquella tarde de 1948 en que vi al señor Ringold asomado a la ventana, retirando la tela metálica de la ventana principal.

Cuando frené para bajar la empinada pendiente de la avenida Lehigh, le vi pasar una cuerda por uno de los ganchos en los extremos del marco y entonces, tras gritar «¡Ahí va!», lo bajó por la pared del edificio de dos plantas y desván, hacia un hombre que estaba en el jardín, el cual desanudó la cuerda y depositó el marco en un rimero contra el pórtico de ladrillo. Me sorprendió la manera en que el señor Ringold realizaba un acto a la vez atlético y práctico. Para hacerlo con el garbo con que él lo había hecho, uno tenía que ser muy fuerte.

Cuando llegué a la casa, vi que el hombre del jardín era un gigante con gafas. Allí estaba Ira, el hermano que había ido a nuestra escuela, al Auditorio, para hacer una representación de Abe Lincoln. Aparecía él solo, vestido de época, en el escenario, y pronunciaba el discurso de Lincoln en Gettysburg y luego el segundo discurso inaugural, para finalizar con la que el señor Ringold, el hermano del orador, nos dijo más adelante que era la frase más noble y hermosa escrita jamás no sólo por cualquier presidente, sino por cualquier autor norteamericano (una frase que era como una larga y traqueteante locomotora, con una ristra de pesados furgones de cola, que entonces nos hacía analizar y comentar durante toda una clase): «Sin malicia hacia nadie, con caridad para todos, con firmeza en lo justo; como Dios nos concede ver lo justo, esforcémonos por terminar la obra que tenemos entre manos, por sanar las heridas de la nación, por cuidar de quien tenga que soportar la lucha, y por su viuda y su huérfano; por hacer cuanto pueda para lograr y proteger una paz justa y duradera entre nosotros, y con todas las naciones». Durante el resto del programa, Abraham Lincoln se quitaba el sombrero de copa y discutía con el senador proesclavista Stephen A. Douglas, cuyo papel (los puntos más insidiosamente antinegros fueron abucheados ruidosamente por un grupo de estudiantes, del que yo formaba parte, miembros de un grupo de discusión extraescolar llamado Club Contemporáneo) leía Murray Ringold, quien había organizado la visita a la escuela de Iron Rinn.