Me mortificaba que aquel metalúrgico desempleado me llamara por mi nombre propio (es decir, me mortificaba por mis nuevas obsesiones universitarias, mi incipiente superioridad, el abandono del compromiso político) cuando acababa de referirse, con la misma voz reposada e imperturbable, con la misma enunciación cuidadosa, y con una familiaridad íntima que no parecía entresacada de los libros, a «las grandes cuestiones históricas», «China», «1939», y, sobre todo, que mencionara la dura y sacrificada abnegación que le imponía su misión hacia «el obrero pagado por horas».
– Nathan -me dijo con la misma voz que me había puesto los brazos de piel de gallina al decir: «Se acerca, se acerca, te aseguro que se acerca»-. Vamos a comer algo.
Desde el principio, la diferencia entre el discurso de O'Day y el de Ira fue inequívoca para mí. Tal vez porque no había nada contradictorio en los propósitos de O'Day, tal vez porque éste llevaba la clase de vida para la que quería ganar prosélitos, porque su discurso no era un pretexto para otra cosa, porque parecía surgir de ese núcleo cerebral que es la experiencia, la pertinencia de cuanto decía no dejaba resquicio alguno a la duda, su pensamiento estaba firmemente establecido, las mismas palabras parecían entreveradas de voluntad, no eran en absoluto altisonantes, no perdía energía al hablar, sino que en cada una de sus frases había una artera astucia y, por muy utópica que fuese la meta, un profundo sentido práctico, la sensación de que tenía la misión tanto en las manos como en la cabeza; la sensación, contraria a la que Ira producía, de que era la inteligencia, y no su carencia, aquello que se valía de sus ideas y que las manejaba. El sabor de lo que yo consideraba «lo real» impregnaba su conversación. No era difícil ver que aquello a lo que el discurso de Ira imitaba débilmente era el discurso de O'Day. El sabor de lo real… aunque también el discurso de una persona completamente incapaz de tomarse nada a risa, con el resultado de que la singularidad de su objetivo daba cierta sensación de insania, y eso también le distinguía de Ira. En el acto de atraer, como hacía Ira, todas las contingencias humanas que O'Day había desterrado de la vida había cordura, la cordura de una existencia expansiva y desordenada.
Aquella noche, cuando regresaba en el tren, la fuerza de la implacable concentración de O'Day me había desorientado tanto que sólo se me ocurría pensar en cómo les diría a mis padres que había tenido suficiente con tres meses y medio: abandonaba la universidad para ir a la ciudad del acero, Chicago Este, estado de Indiana. No les pedía que me dieran apoyo económico. Encontraría trabajo para sostenerme, un trabajo humilde, más que probablemente, pero eso no importaba, porque no era más que un medio. No podía seguir justificando mi empeño en cumplir con las expectativas burguesas, las suyas o las mías, no podía seguir así después de mi visita a Johnny O'Day, el cual, a pesar de la suavidad de su habla que ocultaba la pasión, se me revelaba como la persona más dinámica que había conocido jamás, incluso más que Ira. La más dinámica, la más indestructible, la más peligrosa.
Era peligroso porque no se preocupaba por mí como Ira, y tampoco me conocía como Ira. Ira sabía que era el hijo de alguien, lo comprendía intuitivamente (y mi padre se lo había dicho por añadidura) y no había intentado arrebatarme mi libertad ni alejarme de mi lugar de procedencia. Ira nunca intentó adoctrinarme más allá de cierto punto, y tampoco deseaba con desesperación aferrarse a mí, aunque lo más probable era que durante toda su vida hubiera estado lo bastante necesitado de afecto como para tener un anhelo perpetuo de amistad íntima. Lo único que había hecho era tomarme en préstamo cuando iba a Newark, tomarme ocasionalmente en préstamo para tener alguien con quien hablar cuando estaba de visita en Newark o se encontraba solo en la cabana, pero jamás se le ocurrió llevarme a un mitin comunista. La otra vida que llevaba era casi del todo invisible para mí. Lo único que me llegaba eran las quejas y los desvarios, la retórica, el aderezo. No sólo se mostraba espontáneo, sino que Ira tenía tacto conmigo. A pesar de su obsesión fanática, conmigo era muy decoroso, tierno y consciente de cierto peligro al que él estaba dispuesto a exponerse pero al que no deseaba exponer a un muchacho. Conmigo mostraba una afabilidad de grandullón jovial que era la otra cara del furor y la cólera. Ira consideraba oportuno educarme sólo hasta cierto punto. Jamás vi al fanático completo.
Mas para Johnny O'Day yo no era el hijo de alguien ni tenía que protegerme. Para él era un joven al que reclutar.