No perdí a mi marido debido a esas escenas en las que le imploraba de rodillas. No perdí a mi marido debido a esa puta borracha con un diente de oro. Tiene que ser más imponente que todo eso, y yo debo ser intachable. El rechazo a confesar sinceramente la verdad en sus dimensiones humanas la convierte en algo melodramático, falso y vendible. Perdí a mi marido a causa del comunismo.
Y Eve ni siquiera tenía la más ligera idea del verdadero tema de aquel libro, de lo que lograba realmente. ¿Por qué presentaban a Iron Rinn al público como un espía soviético peligroso? Para lograr la elección de otro republicano en el Congreso. Para lograr que Bryden Grant llegara al Congreso y que Joe Martin ocupara el puesto de presidente de la Cámara.
Finalmente, Grant fue elegido en once ocasiones. Un considerable personaje en el Congreso. Y Katrina se convirtió en la anfitriona republicana de Washington, la soberana de la autoridad social en la época de Eisenhower. Para una persona llena de envidia y vanidad, ninguna posición en el mundo habría sido más gratificante que la que permitía decidir quién se sentaba frente a Roy Cohn. En las cenas ofrecidas en Washington, donde el respeto a las jerarquías era motivo de preocupación, la capacidad de Katrina para rivalizar, el puro vigor caníbal de su gusto por la supremacía, por premiar y desairar a la clase dirigente, ejercía su… soberanía, creo que ésa sería la palabra. Aquella mujer preparaba una lista de invitados con el sadismo autocrátíco de Calígula. Experimentaba el goce de humillar a los poderosos. Producía uno o dos temblores en la capital. En la época de Eisenhower y, más adelante, en la del mentor de Bryden, Nixon, Katrina tenía atenazada a la sociedad washingtoniana como si fuese la encarnación del miedo.
En 1969, cuando se especuló con que Nixon le daría a Grant un cargo en la Casa Blanca, el marido congresista y la esposa novelista y anfitriona aparecieron en la portada de Life… No, Grant nunca llegó a ser Haldeman, pero al final, el caso Watergate también le hizo naufragar. Compartió la suerte de Nixon y, a pesar de las pruebas contra su jefe, le defendió en la sala del Congreso hasta la misma mañana de la dimisión. Por eso Grant salió derrotado en 1974. Claro que había emulado a Nixon desde el comienzo. Nixon tuvo a Alger Hiss, Grant tuvo a Iron Rinn. Para catapultarlos a la eminencia política, cada uno de ellos tuvo un espía soviético.
Vi a Katrina en la televisión, cuando retransmitieron el funeral de Nixon. Grant había muerto años atrás y ahora también ella está muerta. Tenía mi edad, tal vez uno o dos años más. Pero allí, en el funeral en Yorba Linda, con la bandera ondeando a media asta entre las palmeras y el lugar de nacimiento de Nixon al fondo, era aún nuestra Katrina, canosa y apergaminada, pero todavía capaz de estimular con su fortaleza a las buenas gentes, charlando con Bárbara Bush, Betty Ford y Nancy Reagan. La vida no parecía haberle obligado a reconocer la inconveniencia de una sola de sus pretensiones, y no digamos a renunciar a ellas. Todavía sinceramente decidida a ser la autoridad nacional en probidad, rigurosa en extremo en cuanto a que se hiciera lo correcto. La vi hablar con el senador Dole, nuestro gran faro moral, y me pareció que seguía totalmente convencida de que cada palabra que pronunciaba era de la máxima importancia. Seguía ajena a la introspección en silencio. Seguía siendo la vigilante virtuosa de la integridad ajena. Y no se arrepentía. Mostraba una divina falta de arrepentimiento y blandía esa ridicula imagen de sí misma. La estupidez no tiene cura, ¿sabes? Esa mujer era la encarnación de la ambición moral, con el carácter pernicioso y la locura de ésta.
Lo único que les importaba a los Grant era la manera de lograr que Ira fuese útil a su causa. ¿Y cuál era su causa? ¿Estados Unidos? ¿La democracia? Si alguna vez el patriotismo ha sido un pretexto para el egoísmo, el interés propio, la adoración de sí mismo… Mira, aprendemos de Shakespeare que, al contar un relato, no puedes mitigar la simpatía que experimentas en tu imaginación hacia cualquier personaje. Pero yo no soy Shakespeare, y todavía desprecio a esa pareja, ejecutores de tareas inescrupulosas por cuenta ajena, por lo que le hicieron a mi hermano, y lo hicieron con tanta facilidad, utilizando a Eve como utilizas a un perro para que te vaya a buscar el periódico al porche. ¿Recuerdas lo que dice Gloucester del viejo Lear? «El rey está muy encolerizado.» Yo también me sentí muy encolerizado cuando vi a Katrina Van Tassel en Yorba Linda. «No es nada», me dije, «no es nadie, una partiquina. En la vasta historia de la malevolencia ideológica del siglo XX, ha representado un papel minúsculo y nada más». Pero verla allí seguía resultándome insoportable.
Cierto que el funeral de nuestro trigésimo octavo presidente apenas era soportable. La orquesta y el coro de los marines tocando todas las canciones destinadas a suspender el pensamiento de la gente y ponerla en estado de trance: Saludo al jefe, América, Eres una espléndida y vieja bandera, El himno de batalla de la República y, por supuesto, la más estimulante de esas drogas, gracias a las que la gente se olvida momentáneamente de todo, el narcótico nacional, La bandera tachonada de estrellas. Nada como las exaltantes observaciones de Billy Graham, un ataúd envuelto en una bandera y un grupo de soldados de varias razas para llevarlo a hombros, todo ello coronado por La bandera tachonada de estrellas y seguido por el saludo de veintiuna salvas de artillería y el toque de silencio para provocar la catalepsia en la multitud.
Entonces los realistas toman el mando, los expertos en hacer y deshacer tratos, los maestros en las maneras más desvergonzadas de arruinar al adversario, aquellos para quienes las inquietudes morales deben quedar siempre para el final, pronuncian el consabido, irreal e hipócrita canturreo sobre todo menos las verdaderas pasiones del difunto. Clinton exalta a Nixon por su «notable trayectoria» y, bajo el hechizo de su propia sinceridad, expresa su profunda gratitud por los «sabios consejos» que Nixon le había dado. El gobernador Pete Wilson asegura que cuando la mayoría de la gente piensa en Richard Nixon, piensa en su «elevadísimo intelecto». Dole y su inundación de clichés lacrimosos. El «doctor» Kissinger, magnánimo, profundo, hablando con ese engreimiento que adopta cuando quiere convencer de que él no es egoísta, y con la fría autoridad de su voz sumida en el fango, lleva a cabo un tributo tan prestigioso como el de Hamlet a su padre asesinado para referirse a «nuestro valeroso amigo». «Era un hombre, en todo y por todo, como no volveré a ver otro igual.» La literatura no es una realidad primordial, sino una especie de costosa tapicería para un sabio a su vez tan rollizamente tapizado, y así no tiene idea del contexto equívoco en el que Hamlet habla del rey sin par. ¿Pero quién, sentado ahí y obligado al tremendo esfuerzo de mantener la cara seria mientras contempla la ejecución del encubrimiento definitivo, va a sorprender al judío de la corte en una metedura de pata cultural cuando menciona una obra maestra inadecuada? ¿Quién está ahí para advertirle de que no debería citar a Hamlet hablando de su padre, sino de su tío, Claudio, de que debería mencionar lo que dice Hamlet del nuevo rey, el usurpador asesino de su padre? ¿Quién ahí, en Yorba Linda, se atreve a gritar: «Eh, doctor, cite esto: "Aunque toda la tierra las aplaste, las fechorías aparecerán ante los ojos de los hombres"»? ¿Quién? ¿Gerald Ford? Gerald Ford. No recuerdo haberle visto jamás tan concentrado como en esa ocasión, tan lleno de inteligencia como lo estaba claramente en aquel terreno sagrado. Ronald Reagan haciendo a la guardia de honor su famoso saludo, aquel saludo que era siempre medio demencial. Bob Hope sentado al lado de James Baker. El traficante de armas en el conflicto Irán-Contra, Adnan Kashogi sentado junto a Donald Nixon. El ladrón G. Gordon Liddy, con su arrogante cabeza afeitada, estaba allí. El más desacreditado de los vicepresidentes, Spiro Agnew, con su cara de mañoso sin conciencia. El más cautivador de los vicepresidentes, el brillante Dan Quayle, tan lúcido como un botón. El esfuerzo heroico que hacía ese pobre hombre, siempre jugando el papel de inteligente sin estar nunca acertado. Todos ellos trivialmente de duelo bajo el sol y la brisa deliciosa de California: los encausados, los declarados culpables y los que se habían librado de ambas cosas, y el elevadísimo intelecto del ex presidente por fin descansando en el ataúd tachonado de estrellas, terminado para siempre el forcejeo y la búsqueda de un poder sin obstáculos, el hombre que volvió del revés la moral de todo un país, el generador de un enorme desastre nacional, el primero y único presidente de los Estados Unidos de América que ha obtenido de un sucesor elegido a dedo un perdón completo e incondicional de todas las irregularidades cometidas durante su mandato.