Выбрать главу

Bueno, entonces Ira, de repente, volvió a ser el de siempre. Golpeó el techo de la unidad de semidesequilibrados y armó un pandemónium. Por muy semi que esté un desequilibrado sigue siendo un desequilibrado, y aquellos enfermos de la sala jugaban al baloncesto y voleibol, pero conservaban su fragilidad y un par de ellos perdieron la chaveta. Ira gritaba a voz en cuello.

– ¿Lo hiciste por Sylphid? ¿Lo hiciste por la carrera de tu hija?

– ¡Tú eres el único que importa! -exclamó Eve-. ¡Sólo tú! ¿Y mi hija qué? ¡El talento de mi hija!

– ¡Rómpele la crisma! -gritaba uno de los internos-. ¡Rómpele la crisma!

Otro enfermo se echó a llorar, y cuando llegaron los enfermeros Eve estaba de bruces en el suelo, golpeándolo con los puños y gritando: «¡Y mi hija qué!».

Pusieron a Eve una camisa de fuerza… eso era lo que usaban en aquel entonces, pero no la amordazaron, por lo que Eve pudo soltarlo todo.

– Le dije a Katrina: «No, no puedes asfixiar esa clase de talento». Ella estaba dispuesta a destruir a Sylphid, y yo no podía permitirlo. Sabía que tú tampoco podías destruirla. No podía hacer nada. ¡Nada! Le hice la menor concesión que pude, para aplacarla, porque Sylphid… ¡ese talento! ¡No habría estado bien! ¿Qué madre en el mundo dejaría sufrir a su hija? ¿Qué madre se habría comportado de un modo distinto, Ira? ¡Respóndeme! ¿Hacer sufrir a mi hija por la estupidez de los adultos, sus ideas y sus actitudes? ¿Cómo puedes culparme? ¿Qué alternativa me quedaba? No tienes idea de lo que he sufrido. No tienes idea de lo que cualquier madre haría si alguien le dijera: «Voy a destruir la carrera de tu hija». Tú no has tenido hijos. No comprendes nada sobre los padres y los hijos. ¡No tuviste padres y no tienes hijos, y no sabes lo que es el sacrificio!

– ¿No tengo hijos? -gritó Ira. Por entonces habían tendido a Eve en una camilla y ya se la llevaban. Ira corrió tras ellos, gritando por el pasillo-: ¿Por qué no tengo hijos? ¡Por tu culpa! ¡Por ti y tu codiciosa, egoísta yjodidahija!

Se llevaron a Eve, algo que probablemente nunca habían tenido que hacer hasta entonces con un visitante. La sedaron y acostaron en la unidad de desequilibrados, echaron el cerrojo a la puerta y no la dejaron salir hasta la mañana siguiente, cuando pudieron localizar a Sylphid y ésta se presentó para llevarse a su madre a casa. Nunca supimos con certeza qué motivó a Eve para ir al hospital, ni si había algo de verdad en lo que había dicho, que los Grant la obligaron a hacer una cosa tan repulsiva, ni si no era más que una nueva mentira, ni si la vergüenza que había mostrado era auténtica.

Tal vez lo era. Desde luego, podría haberlo sido. En aquella época todo era posible. La gente luchaba por su vida. Si era cierto que las cosas habían ocurrido tal como ella decía, entonces Katrina era un auténtico genio, un genio de la manipulación. Sabía exactamente cómo podía dominarla. Le dio a elegir las personas a las que podía traicionar, y Eve, fingiéndose impotente, eligió a la que no tenía más remedio que elegir. Uno está obligado a ser él mismo, y nadie lo estaba más que Eve Frame, la cual se convirtió en el instrumento de la voluntad de los Grant. Esos dos la dirigían como si fuese un agente.

– En fin, en cuestión de días Ira pasó a la unidad de sosegados, a la semana siguiente le dieron de alta y entonces se volvió de veras… -Murray reflexionó un momento antes de continuar-. Bueno, tal vez recuperó aquella claridad para sobrevivir que tenía cuando cavaba zanjas, antes de que se alzara a su alrededor el andamio de la política, el hogar, el éxito y la fama, antes de que enterrase vivo al cavador y se pusiera el sombrero de Abe Lincoln. Tal vez volvió a ser él mismo, un hombre que actuaba a su manera. Ira no era un artista superior derribado. Tan sólo se encontraba de nuevo en su punto de partida.

No se alteró lo más mínimo cuando me dijo que quería vengarse, ni más ni menos. Un millar de reos, condenados a cadena perpetua, que golpearan los barrotes de las celdas con sus cucharas no podrían haberse expresado mejor. Venganza. Entre el patetismo suplicante de la defensa y la simetría apremiante de la venganza no había alternativa. Recuerdo que se masajeaba lentamente las articulaciones y me decía que iba a destruirla. Decía: «Desperdiciar así su vida por esa hija, como si la echara al lavabo, y entonces desperdiciar también la mía. No es justo, Murray. Es degradante para mí. ¿Soy su enemigo mortal? Muy bien, entonces es mía».

– ¿Y la destruyó? -le pregunté.

– Ya sabes lo que le ocurrió a Eve Frame.

– Sé que murió, de cáncer, ¿no es cierto? En los años sesenta.

– Murió, pero no de cáncer. ¿Recuerdas esa foto de la que te hablé, la foto que le envió una de las mujeres de Freedman y que éste iba a usar para comprometer a Eve? ¿La foto que rompí? Debería haberle permitido usarla.

– Ya has dicho eso antes. ¿Por qué?

– Porque lo que Ira hacía con aquella foto era buscar una manera de no matarla. Durante toda su vida había buscado la manera de no matar a alguien. Cuando regresó de Irán, se dedicó con ahínco a apagar el impulso violento. Aquella foto… no percibí qué era lo que disfrazaba, lo que significaba. Cuando la rompí, cuando le impedí a Ira usarla como un arma, él me dijo: «De acuerdo, tú ganas», y regresé a Newark pensando estúpidamente que había conseguido algo, mientras que él, allá en Zinc Town, en el bosque, empezaba a practicar el tiro al blanco. Allí tenía varios cuchillos. A la semana siguiente vuelvo a visitarle y él no intenta ocultar aquel arsenal. Sus imaginaciones le ponen demasiado frenético para que piense en esconder nada. Su conversación está trufada de violencia asesina. «¡El olor de la pólvora es un afrodisíaco!», me dice. Está completamente loco. Yo ni siquiera estaba enterado de que tenía un arma de fuego. No sabía qué hacer. Por fin percibía su auténtica afinidad, el irremediable enlace de Ira y Eve, dos seres acosados, cada uno de ellos desastrosamente inclinado hacia eso que no conoce límites una vez se pone en marcha. El recurso a la violencia de Ira era el correlato masculino de la predisposición de Eve a la histeria, manifestaciones tan sólo diferenciadas por el género de una misma catarata.

Le pedí que me diera todas las armas que tenía. O me las daba enseguida o llamaría a la policía. «He sufrido tanto como tú», le dije, «he sufrido más de lo que tú sufriste en aquella casa, porque tuve que enfrentarme primero a ello. Durante seis años estuve solo. No sabes nada. ¿Crees que yo no he tenido ganas de empuñar un arma y cargarme a alguien? Todo lo que ahora quieres hacerle a ella, yo quería hacerlo cuando sólo tenía seis años. Y entonces llegaste tú. Cuidé de ti, Ira. Me interpuse entre tú y lo peor de aquella casa mientras estuve allí.

»No te acuerdas de esto. Tenías dos años y yo ocho, ¿y sabes lo que ocurrió? Nunca te lo he dicho. Ya tenías que soportar suficiente humillación. Tuvimos que mudarnos. Aún no vivíamos en la calle Factory. Eras un bebé y vivíamos junto a las vías de Lackawanna, en Nassau. La calle Dieciocho de Nassau, cuya parte trasera daba a las vías. Cuatro habitaciones, sin luz, mucho ruido. Dieciséis dólares con cincuenta de alquiler mensual, el casero lo aumentó a diecinueve, no podíamos pagar y nos echaron.

»¿ Sabes lo que hizo nuestro padre después de que trasladáramos las cosas? Mamá, tú y yo empezamos a llevarlas a las dos habitaciones de la calle Factory, y él se quedó en el piso vacío, se acuclilló y cagó en medio de la cocina. Nuestra cocina. Dejó una gran mierda en el lugar donde nos habíamos sentado a comer, y embadurnó las paredes con ella. Sin brocha. No la necesitaba. Embadurnó las paredes de mierda con las manos. Grandes trazos. Arriba, abajo, de lado. Cuando terminó de hacer eso en todas las habitaciones, se lavó las manos en el fregadero y salió sin ni siquiera cerrar la puerta. ¿Sabes lo que me llamaron los chicos después de eso durante meses? Cagamuros. En aquella época todo el mundo tenía un apodo. A ti te llamaban Llorica, y a mí Cagamuros. Ese es el legado que hizo nuestro padre a su hijo mayor.