Выбрать главу

Mira, no creía que él pudiera soportarlo, ni yo tampoco. ¿Vivir con un hermano que había cometido un crimen así? Pensarías que le habría repudiado u obligado a confesar. La idea de que podría vivir con un hermano que había asesinado a alguien y no hacer nada, de que pudiera pensar que había saldado mi obligación hacia la humanidad… El asesinato es demasiado serio para adoptar semejante actitud. Pero ésa es la que adopté, Nathan. No hice nada.

Pero, a pesar de mi silencio, al cabo de veintitantos años aquel terrible episodio juvenil de Ira estaba a punto de salir a la luz de todos modos. Norteamérica vería al asesino a sangre fría que Ira era realmente bajo la chistera de Abraham Lincoln. Norteamérica iba a descubrir su maldad.

Y Boiardo se vengaría. Por entonces Boiardo había abandonado Newark para residir en una fortaleza palaciega en la zona residencial de Jersey, pero eso no significaba que los lugartenientes de la Bota que permanecían en sus puestos del distrito primero hubieran olvidado el agravio que Ira Ringold había causado a los Strollo. Yo siempre temía que un matón de la sala de billar diese alcance a Ira, que la mafia enviase a alguien para que acabara con él, sobre todo cuando se convirtió en Iron Rinn. ¿Recuerdas aquella noche en que fuimos todos a cenar a The Tavern, Ira nos presentó a Eve y Sam Teiger nos hizo una foto que luego colgó en el vestíbulo? ¡Aquello no me gustó nada! ¿Qué podría haber sido peor? ¿Hasta qué punto podía emborracharse de metamorfosis aquella reinvención de sí mismo a la que llamaba Iron Rinn? Volvía a estar prácticamente en el escenario del crimen, y permitía que exhibieran su jeta en la pared. Tal vez se había olvidado de quién era y lo que había hecho, pero Boiardo se acordaría y le mataría a tiros.

Sin embargo, el encargado de hacer el trabajo fue un libro. En un país donde un libro no ha cambiado absolutamente nada desde la publicación de La cabaña del tío Tom. Un volumen trivial, de chismorreos sobre el mundo del espectáculo, escrito por mercenarios, dos oportunistas que explotaron a una presa fácil llamada Eve Frame. Ira se quitó de encima a Ritchie Boiardo, pero no pudo eludir a los Van Tassel Grant. No es un matón enviado por la Bota quien se carga a Ira, sino un columnista de chismorreos.

Durante toda mi vida en común con Doris no le había hablado de la situación de Ira. Pero la mañana en que regresé de Zinc Town con su pistola y sus cuchillos sentí la tentación de hacerlo. Eran cerca de las cinco de la madrugada cuando él me entregó todas las armas. Aquella mañana conduje directamente a la escuela con las armas bajo el asiento delantero del coche. Ese día no pude dar clase… no podía pensar. Y por la noche no pude dormir. Fue entonces cuando estuve a punto de decírselo a Doris. Me había llevado la pistola y los cuchillos, pero sabía que no era ése el final de la historia. De una manera u otra, él mataría a Eve.

«Y así el carrusel del tiempo trae sus venganzas…» ¿Reconoces esta frase? Es del último acto de Noche de Reyes. Feste, el payaso, se la dice a Malvolio, poco antes de que Feste cante esa hermosa canción, antes de que cante: «Hace mucho que el mundo comenzó, / con, ¡hola!, el viento y la lluvia», y la obra termina. No podía quitarme ese verso de la cabeza. «And thus the whirligig of time brings in bis revenges.» Esas «ges» criptográmicas, la sutileza con que pierden intensidad… esas «ges» duras de whirligig seguidas por la «ge» nasalizada de brings y la «ge» suave de revenges. Las «eses» finales… thus brings his revenges. La sorpresa siseante del sustantivo plural revenges. Las consonantes se me clavan como agujas; y las vocales palpitantes, la marea ascendente de su tono en la que me sumerjo. Las vocales de graves que ceden el paso a las vocales contralto. El alargamiento agresivo de la vocal «i» poco antes de que el ritmo cambie de yámbico a trocaico y la prosa doble el recodo redondeado hacia el alargamiento. I breve, i breve, i larga. I breve, i breve, i breve, ¡bum! Venganzas. Trae sus venganzas. Sus venganzas. Sibilante. ¡Suuuus! Cuando regresaba a Newark con las armas de Ira en el coche, esas diez palabras, la red fonética, la omnisciencia general… Tenía la sensación de que me asfixiaba dentro de Shakespeare.

A la tarde siguiente salí de nuevo, fui a verle después de la escuela. «Anoche no puede pegar ojo, Ira», le dije, «no pude dar clase a los chicos en todo el día, porque sé que no cejarás hasta que hayas cargado sobre tus espaldas con un horror que va mucho más allá de figurar en la lista negra. La lista terminará algún día. Este país incluso podría recompensar a las personas que han sido tratadas como tú, pero si te encierran por asesinato… ¿Qué estás pensando ahora, Ira?».

Volví a tardar media noche en averiguarlo y, cuando por fin me lo dijo, repliqué: «Voy a avisar a los médicos del hospital, Ira. Voy a conseguir una orden judicial. Esta vez te voy a recluir para siempre. Voy a hacer que te confinen en un sanatorio mental durante el resto de tu vida».

Iba a estrangularla. Y a la hija también. Iba a estrangular a las dos con las cuerdas del arpa. Tenía el cortaalambres. Hablaba en serio. Iba a cortar las cuerdas, atárselas al cuello y estrangularlas hasta que muriesen.

A la mañana siguiente regresé a Newark con el corta-alambres. Pero no tenía remedio, lo sabía. Al salir de la escuela fui a casa y le conté a Doris lo que había sucedido. Fue entonces cuando le hablé del asesinato. Le dije: «Debería haber permitido que lo encerraran. Debería haberlo entregado a la policía y dejar que la ley siguiera su camino». Le puse al corriente de lo que le había dicho a Ira por la mañana, antes de dejarle: «Tiene que vivir con su hija. Ese es su castigo, un castigo terrible que se ha buscado ella misma». Pero Ira se echó a reír: «Claro que es un castigo terrible, pero no suficiente».

En todos los años de relación con mi hermano, ésa fue la primera vez que me derrumbé. Se lo conté todo a Doris y me derrumbé. Le dije que, debido a un sentido de la lealtad deformado, había actuado equivocadamente. Tenía veintidós años, vi a mi hermano cubierto de sangre, le hice subir al coche y me equivoqué. Y ahora, como el carrusel del tiempo trae sus venganzas, Ira mataría a Eve Frame. Lo único que podía hacer era visitar a Eve y decirle que se marchara de la ciudad llevándose a Sylphid. Pero no podía. No podía presentarme ante aquella mujer y su hija y decirles: «Mi hermano está en pie de guerra, y será mejor que os escondáis».

Estaba derrotado. Me había pasado la vida entera aprendiendo a ser razonable ante lo irrazonable, aprendiendo lo que me gustaba denominar desapasionamiento vigilante, aprendiendo, enseñando a mis alumnos y a mi hija y tratando de enseñar a mi hermano. Y había fracasado. Era imposible cambiar a Ira. Ser razonable ante lo irrazonable era imposible. Esto ya lo había experimentado en 1929. Estábamos en 1952, yo tenía cuarenta y cinco años y era como si el tiempo transcurrido no hubiese servido de nada. Allí estaba mi hermano menor con su potencia y su enojo fuera de lo corriente, tentado de nuevo por el deseo de asesinar, y una vez más yo iba a ser cómplice del crimen. Después de todo (todo cuanto él había hecho, todo cuanto los demás habíamos hecho), iba a cruzar la línea una vez más.

Cuando se lo dije a Doris, subió al coche y fue a Zinc Town. Doris se hizo cargo del asunto. Tenía esa clase de autoridad. Cuando regresó, me dijo:

– No asesinará a nadie. No creo que quisiera asesinarla, pero en cualquier caso no va a hacerlo.

– ¿Qué va a hacer entonces?

– Hemos negociado un acuerdo. Llamará a sus chicos.

– ¿Qué significa eso?

– Recurrirá a ciertos amigos.

– ¿De qué me estás hablando? No te referirás a gángsters.

– Me refiero a periodistas. Sus amigos periodistas. Ellos la destruirán. Deja a Ira en paz. Yo me encargo de él.