– ¿No es usted Eve Frame? Soy un gran admirador suyo. ¿Cuál es el problema? ¿En qué puedo ayudarla? -ella se lo cuenta-. Dios mío, Dios mío, eso no puede ser.
El hombre la tranquiliza, le pregunta qué cosas desea que cambien en el artículo, y ella le dice que nació en New Bedford, Massachusetts, en una antigua familia de marinos, su bisabuelo y su abuelo fueron capitanes de un clíper yanqui, y aunque sus padres no eran ricos en modo alguno, después de la muerte de su padre, que había sido abogado de patentes, cuando ella era pequeña, su madre dirigió una encantadora sala de té. El director le dice cuánto se alegra de saber la verdad y, mientras la acompaña a un taxi, le asegura que se encargará de que la revista publique la verdad. Y Podell, que ha estado junto a la puerta del despacho del director, tomando nota de cuanto ella decía, hace precisamente eso: lo publica.
Cuando ella se hubo ido, Podell tomó el artículo y añadió la totalidad del incidente, la visita a la redacción, la gran escena, todo. Era un viejo e implacable ariete, sobremanera aficionado a esa clase de deporte y, por añadidura, Ira le gustaba especialmente y Eve no. Puso el relato de New Bedford con todos sus detalles como conclusión del artículo. Los periodistas que se ocuparon posteriormente del asunto se basaron en el artículo de Podell, y eso se convirtió en otro motivo de los artículos contrarios a Eve, otra razón de que se volviera en contra de Ira, quien no sólo no es comunista sino un judío orgulloso y practicante, etcétera. Lo que decían de Ira casi tenía tan poca relación con Ira como lo que ella había dicho de él. Cuando todos esos intelectos salvajes, con su fidelidad a los hechos, hubieron terminado con la mujer, para encontrar en alguna parte algo de la repulsiva verdad que era realmente la historia de Ira y Eve se habría requerido un microscopio.
El ostracismo se inicia en Manhattan. Eve empieza a perder amigos. La gente no asiste a sus fiestas. Nadie la llama. Nadie quiere hablar con ella. Nadie cree ya en ella. ¿Destruye a su marido con mentiras? ¿Qué tiene eso que ver con la calidad humana? Poco a poco deja de haber trabajo para ella. El radioteatro da sus últimas boqueadas, aplastado primero por la lista negra y luego por la televisión, y Eve ha ganado peso y no interesa a la televisión.
La vi actuar un par de veces en la tele. Creo que ésas fueron las dos únicas ocasiones en que apareció. La primera vez que la vimos, Doris se quedó pasmada. Gratamente, debo añadir. Me dijo: «¿Sabes a quién se parece ahora con ese físico? A la señora Goldberg, de la avenida Tremont, en el Bronx». ¿Te acuerdas de Molly Goldberg, de Los Goldberg? ¿Con su marido, Jake, y sus hijos, Rosalie y Samily? Philip Loeb. ¿Te acuerdas de Philip Loeb? ¿No te lo presentó Ira? Lo trajo a nuestra casa. Phil representó el papel de papá Jake durante muchos años, desde los treinta, cuando empezó el programa en la radio. En 1950 le despidieron del programa de televisión porque su nombre estaba en la lista negra. No podía encontrar trabajo, no podía pagar las facturas, no podía cancelar sus deudas, y en 1955 Phil Loeb se registró en el hotel Taft y se suicidó con somníferos.
Los dos papeles que representó Eve eran de madre. Algo espantoso. En Broadway siempre había sido una actriz dotada de serenidad, tacto e inteligencia, y ahora lloraba y gesticulaba, actuaba, lamentablemente, casi tal como era. Pero por entonces debía de estar sola, sin nadie que la orientara. Los Grant estaban en Washington y no tenían tiempo, de modo que sólo le quedaba Sylphid.
Y Sylphid tampoco le duró. Un viernes por la noche las dos salieron juntas en un programa de televisión que entonces era muy popular. Se llamaba ha manzana y el árbol. ¿Lo recuerdas? Un programa semanal de media hora sobre niños que habían heredado alguna clase de talento, ciertos rasgos o la profesión de su padre o su madre. Científicos, artistas, actores, adetas. A Lorraine le gustaba, y a veces lo veíamos con ella. Era un programa agradable, divertido, cálido, incluso interesante a veces, pero bastante ligero, una diversión bastante trivial… aunque no cuando Sylphid y Eve fueron las invitadas. Tenían que ofrecer al público una toma recortada del Rey Lear, con Sylphid en el papel de Goneril y Regan.
Recuerdo que Doris me dijo: «Ha leído y comprendido todos esos libros. Ha leído y comprendido los papeles que ha representado. ¿Tanto le cuesta ser juiciosa? ¿Qué es lo que vuelve a una persona con tanta experiencia tan irremediablemente necia? Tener cuarenta y cinco años, ser una persona de mundo y, al mismo tiempo, con tanta falta de astucia».
Lo que me interesaba era que, tras publicar y promover Me casé con un comunista, ni por un instante, de pasada, reconoció el rencor que le llevó a publicarlo. Tal vez por entonces había olvidado convenientemente el libro y todo lo que había causado. Puede que aquélla fuese la versión anterior a la monstruosa de los Grant, la historia de Ira contada por Eve antes de que Van Tassel la hubiera manipulado a base de bien. Pero el brusco giro que dio al revisar su historia también era digno de verse.
Todo lo que Eve pudo decir en la televisión fue lo mucho que había querido a Ira, lo feliz que había sido con él y que el comunismo traidor que Ira abrazaba fue lo único que destruyó su matrimonio. Incluso lloró un momento por la felicidad que el comunismo traidor había echado a perder. Recuerdo que Doris se levantó y se alejó del televisor, y entonces volvió a sentarse, abochornada. Luego me dijo: «Verla llorar así en la televisión… me ha disgustado casi tanto como si fuese incontinente. ¿No puede dejar de llorar durante un par de minutos? Es actriz, por el amor de Dios. ¿No puede tratar de comportarse de acuerdo con la edad que tiene?».
Así pues, la cámara recogió el lloro de la inocente esposa del comunista, todo el país televidente contempló el lloro de la inocente esposa del comunista, y entonces ésta se enjugó los ojos y, mirando nerviosamente a su hija cada dos segundos, en busca de corroboración, no, de autorización, dejó claro que todo volvía a ir de nuevo sobre ruedas entre Sylphid y ella, la paz se había establecido, pelillos a la mar, su confianza y su cariño de antes estaban restaurados. Ahora que el comunista había sido extirpado, no había una familia más unida, ninguna familia en mejores relaciones, desde La familia Robinson suiza.
Y cada vez que Eve intentaba sonreír a Sylphid con aquella sonrisa desmañada, trataba de mirarla con la expresión más penosamente incierta, una expresión que casi imploraba a la hija que dijera: «Sí, mamá, te quiero, es cierto», que le pedía casi con descaro: «Dilo, cariño, sólo es para la televisión»; Sylphid revelaba el juego al devolverle una mirada furibunda o mostrarse condescendiente o trastocar con irritación todo lo que Eve había dicho. Llegó un momento en el que ni siquiera Lorraine pudo seguir aguantándolo. De repente la niña gritó a la pantalla: «¡Que se os vea un poco de cariño, a las dos!».
Sylphid no muestra el menor afecto hacia esta mujer patética que se esfuerza por resistir. Ni pizca de generosidad, y no digamos comprensión. Ni una sola frase conciliadora. Aquel programa me reveló que la chica jamás pudo haber querido a su madre. Porque si quieres a tu madre, aunque sólo sea un poco, a veces puedes pensar en ella como alguien que no es sólo tu madre, piensas en su felicidad y su desdicha, en su salud, en su soledad, en su locura. Pero aquella muchacha no tenía imaginación para nada de eso, no comprendía absolutamente nada de la vida de una mujer. Todo lo que tiene es su J'accuse. Todo lo que desea es procesarla ante el país entero, hacerla parecer terrible en todos los aspectos. El vapuleo de mamá en público.
Jamás olvidaré esa imagen: Eve mirando sin cesar a Sylphid, como si la idea que tenía de sí misma y de su valía se basara en la hija que era la juez más implacable de las deficiencias de su madre que cabía imaginar. Deberías haber visto la burla, el escarnecimiento de su madre con cada mueca despectiva, menospreciándola con sus sonrisas, relamiéndose públicamente. Por fin había conseguido el foro para dar rienda suelta a su cólera, para hacer pasar a su famosa madre un mal rato en la televisión. Es capaz de decir con sarcasmo: «Tú, que fuiste tan admirada, eres una estúpida». Una actitud nada generosa. La actitud que la mayoría de los jóvenes ha superado a los dieciocho años, una postura brutalmente reveladora. Te das cuenta de que encierra un placer sexual cuando persiste hasta tan tarde en la vida de una persona. Aquel programa te hacía estremecer: el histrionismo de la indefensión de la madre no era menos notable que los implacables zarpazos de la malevolencia de la hija. Pero lo que más asustaba era la máscara en que consistía el rostro de Eve, la máscara más desdichada que puedas imaginar. Entonces supe que no quedaba nada de ella. Parecía aniquilada.