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– Pero también debo sentirlo como un hombre -y el señor Ringold cierra el grueso libro de las obras completas de Shakespeare, como lo hace al final de cada clase-. Hasta la próxima -nos dice, y sale del aula.

Cuando llegamos a Athena, Murray había abierto los ojos.

– Aquí estoy con un eminente ex alumno y no le he dejado abrir la boca. No te he preguntado nada sobre ti.

– La próxima vez.

– ¿Por qué vives ahí arriba, completamente solo? ¿Por qué te desagrada el mundo?

– Prefiero vivir así.

– No, te he observado mientras escuchabas, y no creo que lo prefieras. No creo ni por un momento que haya desaparecido la vivacidad. Eras así de muchacho. Por eso me gustabas tanto de muchacho… prestabas atención. Y todavía lo haces. ¿Pero qué hay ahí para que le prestes atención? Deberías superar el problema, sea cual fuere. Rendirte a la tentación de ceder no es elegante. A cierta edad, eso puede acabar contigo como cualquier otra enfermedad. ¿De veras quieres ir gastándolo todo antes de que haya llegado tu hora? Guárdate de la utopía del aislamiento. Guárdate de la utopía de la cabana en el bosque, la defensa del oasis contra la rabia y la aflicción. Una soledad inexpugnable. Así terminó la vida para Ira, y mucho antes de que cayera muerto.

Aparqué en una de las calles alrededor de la universidad y le acompañé hasta su residencia. Eran cerca de las tres de la madrugada, y todas las habitaciones estaban a oscuras. Probablemente, Murray era el último de los estudiantes veteranos en marcharse y el único que dormía allí aquella noche. Ojalá le hubiera invitado a quedarse conmigo, pero tampoco había tenido ánimo para eso. Una persona durmiendo cerca de mí, a la que pudiera oír, ver u oler, habría roto una cadena de condicionamiento que no me había sido fácil forjar.

– Iré a visitarte a Jersey -le dije.

– Tendrás que ir a Arizona. Ya no vivo en Jersey. Hace tiempo que resido en Arizona. Pertenezco a un club del libro eclesiástico, dirigido por los unitarios. No hago mucho más. No es el lugar ideal si te gusta pensar, pero también tengo otros problemas. Mañana dormiré en Nueva York y pasado volaré a Phoenix. Tendrás que viajar a Arizona si quieres verme. Pero no te hagas el remolón -añadió con una sonrisa-. La tierra gira muy rápido. El tiempo no está de mi parte.

A medida que transcurren los años, no hay nada para lo que tenga menos talento que para despedirme de alguien con quien me siento muy unido. No siempre me doy cuenta de lo fuerte que es el vínculo, hasta que llega el momento de la despedida.

– No sé por qué supuse que seguías en Jersey.

Ese fue el último sentimiento peligroso que se me ocurrió expresar.

– No. Me marché de Newark después de que mataran a Doris. La asesinaron, Nathan. Al otro lado de la calle, cuando regresaba del hospital. No me habría ido de la ciudad, ¿sabes? No iba a irme de la ciudad donde había vivido y enseñado durante toda mi vida sólo porque entonces era una ciudad negra y pobre llena de problemas. Incluso después de los disturbios, cuando Newark se vació, nos quedamos en la avenida Lehigh, fuimos la única familia blanca que lo hizo. Doris, a pesar de sus problemas de espalda, volvió a trabajar en el hospital. Yo enseñaba en el South Side. Después de que me rehabilitaran volví a Weequahic, donde ya por entonces enseñar no era nada fácil, y al cabo de un par de años me pidieron que me encargara del departamento de Lengua y Literatura inglesa en el South Side, donde las cosas eran incluso peores. Nadie podía enseñar a aquellos chicos negros, así que me pidieron que lo hiciera. Pasé allí los últimos diez años, hasta la jubilación. No pude enseñar nada a nadie. Apenas era capaz de contener el pandemónium, era imposible enseñar. El trabajo consistía en mantener la disciplina. Patrullar los pasillos, discutir hasta que algún chico te pegaba, las expulsiones. Fueron los diez peores años de mi vida. Peor que cuando me despidieron. No diría que el desencanto me abrumara. Comprendía la realidad de la situación, pero la experiencia sí que era abrumadora, brutal. Deberíamos habernos mudado, pero no lo hicimos, y eso es lo que ocurrió.

Durante toda mi vida había sido uno de los agitadores del sistema en Newark, ¿no es cierto? Mis viejos amigos me decían que estaba chiflado. Por entonces todos vivían en los barrios residenciales. ¿Pero cómo podía huir? Me interesaba que se mostrara respeto hacia aquellos chicos. Si existe alguna oportunidad para la mejora de la vida, ¿dónde va a empezar si no es en la escuela? Además, cada vez que, en mi calidad de profesor, me pedían que hiciera algo que consideraba interesante y meritorio, respondía:

«Sí, me gustaría hacerlo», y me lanzaba a la tarea. Nos quedamos en la avenida Lehigh, fui al South Side y dije a los profesores del departamento: «Tenemos que persuadir a los alumnos de que se comprometan», y cosas por el estilo.

Me atacaron en un par de ocasiones. A raíz de la primera vez deberíamos habernos mudado y, desde luego, después de la segunda. La segunda vez, a las cuatro de la tarde, había doblado la esquina de casa cuando tres chicos me rodearon y sacaron un arma. Pero no nos mudamos, y una noche, Doris sale del hospital y, para ir a casa, como recordarás, sólo tiene que cruzar la calle. Bueno, no llegó a cruzarla. Alguien le abrió la cabeza. A unos ochocientos metros de donde Ira había matado a Strollo, alguien le partió la crisma con un ladrillo. Por un bolso que no contenía nada. ¿Sabes de qué me di cuenta? De que había sido embaucado. No es una idea que me guste, pero la tengo desde entonces.

Me había embaucado a mí mismo, por si te preguntabas quién lo había hecho. Por mí mismo con todos mis principios. No puedo traicionar a mi hermano. No puedo traicionarme como profesor. No puedo traicionar a los desfavorecidos de Newark. «Yo no, no me voy de aquí. No huyo. Mis colegas pueden hacer lo que les parezca, yo no voy a abandonar a esos chicos negros.» Y así, a quien traiciono es a mi mujer. Cargo en otra persona la responsabilidad de mis elecciones. Doris paga el precio de mi virtud cívica, es la víctima de mi negativa a… mira, este asunto no tiene ninguna salida. Cuando te liberas, como intenté hacerlo yo, de todos los engaños evidentes, la religión, la ideología, el comunismo, te sigue quedando el mito de tu propia bondad. Ése es el engaño final, al que sacrifiqué a Doris.

– Eso es suficiente -dijo-. Cada acción ocasiona una pérdida. Es la entropía del sistema.

– ¿Qué sistema? -le pregunté.

– El sistema moral.

¿Por qué no me había contado antes lo que le ocurrió a Doris? ¿Obedecía su reticencia al heroísmo o al sufrimiento? También le había sucedido esa tragedia. ¿Y qué más? Podríamos haber estado en la terraza seiscientas noches antes de que oyera la historia completa de cómo Murray Ringold, quien había decidido ser nada más extraordinario que un profesor de escuela, no había podido eludir el tumulto de su época y el lugar donde vivía y acabó por ser una víctima de la historia como su hermano. Esa era la existencia que Norteamérica había trazado para él, y que él mismo se había trazado al pensar, al vengarse de su padre pensando críticamente, al ser razonable ante la sinrazón. A eso le había conducido pensar en Estados Unidos. A eso le había conducido aferrarse a sus convicciones y oponer resistencia a la tiranía del compromiso. Si hay alguna oportunidad de que la vida mejore, ¿dónde va a empezar si no es en la escuela? Irremediablemente enmarañado en las mejores intenciones, entregado de una manera tangible, durante toda su vida, a una trayectoria constructiva que ahora es una ilusión, a formulaciones y soluciones que ya no tienen credibilidad.

Controlas la traición por un lado y acabas traicionando a alguien más, porque no es un sistema estático, porque está vivo, porque todo lo que vive está en movimiento, porque la pureza es petrificación, porque la pureza es una mentira, porque a menos que seas un asceta modélico como Johnny O'Day y Jesucristo, hay quinientas cosas que te incitan, porque sin la barra de hierro de la rectitud con la que los Grant se abrían paso a porrazos hacia el éxito, sin la gran mentira de la rectitud que te diga por qué haces lo que haces, tienes que preguntarte a lo largo del camino: «¿Por qué hago lo que hago?». Y tienes que soportarte sin saberlo.