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Nos rendimos simultáneamente al impulso de abrazarnos. Al tener a Murray entre mis brazos percibí, o más que percibir corroboré, la extensión de su decrepitud. Me resultaba difícil comprender de dónde había sacado las fuerzas para revisar tan profundamente, durante seis noches, los peores episodios de su vida.

No le dije nada, pensando que, al margen de lo que le dijese, durante el trayecto de regreso a casa desearía haber guardado silencio. Como si todavía fuese su alumno inocente, ansioso de hacer el bien, me moría por decirle: «No te embaucaste a ti mismo, Murray. Ese no es el juicio apropiado de tu vida. Debes saber que no lo es». Pero como también soy un hombre entrado en años, sabedor de las conclusiones muy poco favorables a las que uno puede llegar cuando sondea su vida, no lo hice.

Murray me tuvo abrazado durante casi un minuto, y entonces me dio una palmada en la espalda y se rió de mí.

– Las exigencias sentimentales de abandonar a un nonagenario -me dijo.

– Sí. Eso y todo lo demás. Lo que le ocurrió a Doris, la muerte de Lorraine, Ira… todo cuanto le sucedió a Ira.

– Ira y la pala -dijo Murray-. Todo lo que se impuso a sí mismo, se exigió a sí mismo debido a aquella pala. Las malas ideas y los sueños ingenuos. Sus aventuras románticas, la pasión con que quería ser alguien que no sabía cómo ser. Jamás descubrió su vida, Nathan. La buscaba por todas partes, en la mina de cinc, en la fábrica de discos, en la factoría de helados, en el sindicato, en la política radical, en la radio, en la agitación de las masas, en la vida burguesa, en el matrimonio, en el adulterio, en el salvajismo, en la sociedad civilizada. No podía encontrarla en ninguna parte. Eve no se casó con un comunista, sino con un hombre siempre ansioso por hallar su vida. Eso era lo que le encolerizaba y confundía, lo que causó su ruina: nunca pudo crearse una vida a su medida. La enorme equivocación de su esfuerzo… Pero nuestros errores siempre salen a la superficie, ¿no es cierto?

– Todo es un error -le dije-. ¿No es eso lo que me has estado diciendo? No existe más que error. Ahí está el meollo del mundo. Nadie encuentra su vida. Eso es la vida.

– Escucha. No quiero cruzar el límite. No te digo que esté a favor ni en contra. Te pido que cuando vayas a Phoenix me lo expliques.

– ¿Que te explique qué?

– Tu soledad. Recuerdo el comienzo, aquel muchacho tan vehemente, tan ilusionado por participar en la vida. Ahora, sesentón, vive solitario en el bosque. Me sorprende verte retirado así del mundo. Vives de una manera demasiado monástica. Sólo te faltan las campanas para que te anuncien la hora de la meditación. Lo siento, pero debo decírtelo: desde mi punto de vista, todavía eres joven, demasiado joven para esa clase de vida. ¿De qué te apartas? ¿Qué diablos ha sucedido?

Me tocó el turno de reírme de él, una risa que me permitía sentirme fuerte de nuevo, absolutamente independiente, un recluso que se presentaba cuando lo invocaban.

– He escuchado atentamente tu relato, eso es lo que ha ocurrido. ¡Adiós, señor Ringold!

– Hasta la vista.

Cuando regresé a la terraza, con la vela de esencia de limoncillo todavía ardiendo en el recipiente de aluminio, aquella llamita era la única luz a la que mi casa era discernible, con excepción de la leve luminosidad de la luna anaranjada que silueteaba el tejado bajo. Cuando aparqué el coche y me encaminé a la casa, la oscilación de la llama alargada me recordó el cuadrante de la radio, no mayor que la esfera de un reloj y, bajo los diminutos números negros, del color de una piel de plátano maduro, que era todo lo que podía ver en nuestro dormitorio a oscuras cuando mi hermano y yo hacíamos caso omiso de la prohibición de nuestros padres y nos quedábamos hasta pasadas las diez escuchando nuestro programa favorito. Los dos en nuestras camas gemelas y, pomposo sobre la mesilla de noche entre las dos, el Philco Jr., el receptor de radio en forma de catedral que habíamos heredado cuando mi padre compró la consola Emerson para la sala de estar. La radio al volumen más bajo posible, pero aun así con el volumen suficiente para que actuara sobre nuestros oídos como el imán más potente.

Apagué de un soplo la llama de la vela perfumada y me tumbé en la tumbona. Caí en la cuenta de que escuchar en la negrura de una noche de verano a un Murray apenas visible era, en cierto modo, parecido a escuchar la radio del dormitorio cuando era un muchacho que ambicionaba cambiar el mundo haciendo que mis convicciones, aún no puestas a prueba, enmascaradas como relatos, fuesen retransmitidas por la radio a todo el país. Murray, la radio: voces procedentes del vacío que lo controlaban todo en el interior, las circunvoluciones de un relato que flotaban en el aire y llegaban al oído, de modo que el drama se percibía muy detrás de los ojos, la copa que es el cráneo se transformaba en un escenario que era un globo ilimitado y contenía criaturas como nosotros. ¡Qué profundo es el oído! Piensa en lo que significa comprender algo que solamente has oído. ¡El carácter casi divino del oído! ¿No es por lo menos un fenómeno semidivino verte ante las iniquidades más profundas de una existencia humana por el sencillo procedimiento de permanecer sentado en la oscuridad, escuchando lo que te dicen?

Estuve en la terraza hasta el amanecer, tendido en la tumbona, contemplando las estrellas. El primer año que viví solo en esta casa aprendí a identificar los planetas, las grandes estrellas, los racimos de estrellas, la configuración de las grandes constelaciones de la antigüedad y, con la ayuda del mapa astronómico en una esquina de la segunda sección del New York Times dominical, tracé la lógica giratoria de su viaje. Pronto eso era lo único que me interesaba examinar en aquel montón de papel impreso y fotos. Arrancaba el recuadro de «Observación celeste», que muestra, sobre un texto explicativo, un círculo que abarca el horizonte celeste y señala el paradero de las constelaciones a las diez de la noche durante la próxima semana, y tiraba los dos kilos de papel restantes. Pronto tiré también el periódico diario; pronto había tirado todo aquello con lo que no quería habérmelas, todo excepto lo que necesitaba para vivir y trabajar. Me dispuse a obtener todas mis satisfacciones de aquello que en el pasado incluso a mí me habría parecido muy insuficiente, y a experimentar la escritura como única pasión.

Si hace buen tiempo y la noche es clara, me paso quince o veinte minutos antes de irme a la cama en la terraza, contemplando el cielo o, provisto de una linterna, recorro el sendero hasta el pasto en lo alto de la colina, desde donde puedo ver, muy por encima de los árboles, la totalidad del inventario celeste, estrellas desplegadas en todas las direcciones y, precisamente esta semana, los planetas Júpiter al este y Marte al oeste. Es algo increíble y, al mismo tiempo, un hecho, un hecho simple e indiscutible: que nacemos, que eso está aquí. No se me ocurren peores maneras de terminar la jornada.

La noche que Murray se marchó recordé que, de pequeño, cuando no podía dormir porque el abuelo había muerto e insistía en comprender adonde había ido, me dijeron que el abuelo se había convertido en una estrella. Mi madre me hizo bajar de la cama, salimos al sendero junto a la casa y juntos contemplamos el cielo nocturno mientras ella me explicaba que una de aquellas estrellas era mi abuelo. Otra era mi abuela, y así sucesivamente. Mi madre me explicó que, cuando uno muere, va al cielo y vive para siempre como una estrella brillante. Recorrí el cielo con la mirada, le pregunté: «¿Es aquélla?», ella respondió que sí, entramos en casa y me dormí.