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– No tortures más a tu hermano, so bestia -dijo Hayriye. Se había cubierto y se disponía a salir a la calle-. Déjalo.

– Tú no te metas, esclava -le contestó mi hermano sin dejar de retorcerme el brazo-. ¿Adonde vas?

– Voy a comprar limones -le respondió Hayriye.

– Mentirosa. La alacena está llena de limones.

Como había relajado su presa en mi brazo, pude escaparme, le lancé una patada y agarré un candelabro, pero se me echó encima aplastándome. Tiró el candelabro y volcó la fuente.

– ¡Malditos seáis! -dijo mi madre. No gritaba para que no la oyera el invitado. ¿Cómo había cruzado la antecámara y bajado las escaleras sin que la viera Negro? Nos separó-. Sois un desastre, sinvergüenzas.

– Orhan ha dicho una mentira hoy -le contestó Sevket-. Me ha dejado con el maestro y todo el trabajo y se ha escapado.

– Calla -mi madre le dio una bofetada.

La bofetada había sido suave y mi hermano no lloró.

– Quiero estar con mi padre -dijo-. Cuando mi padre vuelva, sacará la espada roja del tío Hasan y nos iremos de esta casa y volveremos con el tío Hasan.

– Cállate -repitió mi madre. De repente se enfadó de tal manera que agarró del brazo a Sevket y lo arrastró por todo el patio hasta el oscuro almacén que había al otro lado. Yo les seguí. Mi madre abrió la puerta y, al verme, dijo:

– Adentro los dos.

– Pero, madre, yo no he hecho nada -respondí, aunque entré. Mi madre cerró la puerta detrás de nosotros. Dentro no había una oscuridad absoluta, entraba una luz ligera por los huecos de las contraventanas que daban al granado, pero me dio miedo.

– Madre, abre la puerta. Tengo frío. -No llores, cobarde -dijo Sevket-. Ahora abrirá.

Mi madre abrió la puerta.

– ¿Vais a ser buenos hasta que se vaya el invitado? Bien, pues. Estaréis sentados junto al fogón de la cocina hasta que se vaya Negro y no subiréis al piso de arriba.

– Pero ahí nos vamos a aburrir -dijo Sevket-. ¿Dónde ha ido Hayriye?

– Metes las narices en todo. Te estás pasando de la raya -le contestó mi madre.

Oímos que un caballo relinchaba ligeramente en el establo. Luego volvimos a oírlo. No era el caballo del abuelo, sino el de Negro. Por entre nosotros pasó un relámpago de alegría, como si comenzara un día de feria o una mañana de fiesta. Mi madre sonrió, como si quisiera que nosotros también sonriéramos. Dio dos pasos y abrió la puerta del establo que daba a este lado.

– Chissst -susurró en dirección al interior.

Volvió, nos metió en la cocina de Hayriye, que tenía ratones y apestaba a grasa, y nos hizo sentar.

– Que no se os ocurra salir de aquí hasta que no se haya ido el invitado. Y no os peleéis, no vayan a pensar que sois unos niños malcriados y desagradables.

– Madre -le dije antes de que cerrara la puerta-. Madre, voy a decirte algo. Han matado al pobre iluminador del abuelo.

7. Me llamo Negro

Al ver por primera vez a su hijo, recordé de inmediato qué era lo que llevaba años recordando erróneamente de la cara de Seküre. La cara de Seküre era estrecha, como la de él, y su barbilla más larga de lo que recordaba. Por lo tanto, la boca de mi amada debía ser, por supuesto, más pequeña y estrecha de lo que había pensado durante años. A lo largo de doce años, mientras erraba de ciudad en ciudad, mi ansiosa fantasía había ensanchado la boca de Seküre imaginando sus labios más armoniosos, carnosos e irresistibles, como una cereza grande y brillante.

Si hubiera tenido conmigo una pintura del rostro de Seküre hecha a la manera de los maestros italianos, jamás me habría sentido desarraigado ni perdido al darme cuenta de que era incapaz de recordar la cara de la amada, que había dejado atrás en algún lugar en medio de aquel viaje de doce años de duración. Porque si el rostro de vuestra amada vive grabado en vuestro corazón, el mundo sigue siendo vuestro hogar.

El ver al hijo de Seküre, hablar con él y besarle, me provocó esa incomodidad exclusiva de los mal aventurados, asesinos y pecadores. Una voz interior me decía: «Vamos, ahora ve a ver a Seküre».

Por un momento pensé en dejar a mi Tío sin darle la menor explicación y abrir una a una las puertas que daban a la antecámara -las había contado de reojo, cinco puertas oscuras incluida la que daba a las escaleras- hasta encontrar a Seküre. Pero precisamente había permanecido doce años lejos de mi amada por abrirle mi corazón en el peor momento y sin calcular las consecuencias. Esperé en silencio y maliciosamente escuchando a mi Tío y observando los cojines en los que quién sabe cuan a menudo se sentaría Seküre y los objetos que sin duda tocaría.

Me contó que el Sultán había querido que el libro estuviera terminado para el milenario de la Hégira. El Sultán, Escudo del Mundo, quería demostrar en el milenario de nuestro calendario que tanto él como su Estado podían usar las maneras de los francos tan bien como ellos mismos. Además, como sabía que los maestros ilustradores estaban muy ocupados con el Libro de las Festividades que había encargado, ordenó que no salieran de sus casas y que trabajaran en ellas en lugar de entre el alboroto de los talleres. Por supuesto, estaba al corriente de que acudían a escondidas a casa de mi Tío.

– Ya verás a Osman, el Gran Ilustrador -me dijo mi Tío-. Algunos dicen que está ciego y otros que chochea; yo creo que está ciego y chochea.

Evidentemente, el hecho de que mi Tío dirigiera la confección de un libro con el permiso y el estímulo del Sultán a pesar de no ser maestro ilustrador y de que, de hecho, no tuviera nada que ver con el oficio, tenía que ensanchar sus diferencias con el Maestro y Gran Ilustrador Osman.

Puse toda mi atención en los objetos de la casa acordándome de mi infancia. Recordaba de doce años atrás el tapiz azul de Kula del suelo, el aguamanil de cobre, la bandeja del café y la cafetera y las tazas, que, cuántas veceslo había repetido orgullosamente mi tía, habían venido de la lejana China a través de Portugal. Todos aquellos objetos, como también el atril con incrustaciones de madreperla para leer el Corán que había a un lado, el perchero para el turbante de la pared y el almohadón rojo de terciopelo que tocaba recordando su suavidad, eran restos de la casa de Aksaray en la que Seküre y yo habíamos pasado nuestra infancia y todavía tenían algo del brillo de los días de felicidad y pintura que había vivido en aquella casa.

Felicidad y pintura. Me gustaría que los queridos lectores que prestan atención a mi historia y a mis penas las tuvieran siempre en mente como los puntos en que se originó mi mundo. En tiempos fui muy feliz aquí, entre libros, plumas y pinturas. Luego me enamoré y fui expulsado del Paraíso. En los años en que sufrí mi exilio amoroso pensé a menudo cuánto le debía a Seküre y al amor que sentía por ella por haberme abierto el camino a que me tomara con optimismo la vida y el mundo aún en plena juventud. Era extraordinariamente optimista porque, con la simpleza de un niño, no tenía la menor duda de que mi amor era correspondido y aceptaba el mundo de manera optimista considerándolo un buen lugar. Con el mismo optimismo amé y me identifiqué con los libros, con las cosas que por entonces mi Tío me decía que leyera, lo que me enseñaban en la medersa, los dorados y la pintura. Pero, de la misma forma que le debo al amor que sentía por Seküre aquella primera y enriquecedora mitad de mi educación, soleada y festiva, también le debo al haber sido rechazado la oscura sabiduría que la amargó: la herencia que me dejó Seküre fueron noches frías como el hielo, el deseo de desaparecer con las brasas que se apagaban en las chimeneas de habitaciones de posadas, el que en mis sueños me viera a menudo caer por un precipicio desolado junto a la mujer que dormía a mi lado después de haber hecho el amor y la idea de «soy un tipo que no vale cuatro cuartos».