Выбрать главу

Con el temor de parecerme a aquel anciano ciego les conté a toda prisa y sin poder saborearlo cómo había asesinado al señor Tío. No dije ni demasiadas verdades ni demasiadas mentiras. Encontré un justo medio que no abrumaba en exceso mi corazón y me di cuenta de que pensaban que había ido allí sin la intención de matarlo: de la misma forma que entendían que quería decir que no lo había matado con premeditación, también entendieron que buscaba excusas y disculpas diciéndoles que si no hay mala intención uno no va al Infierno.

– Después de entregar a Maese Donoso a los ángeles de Dios -continué pensativo-, las palabras que el difunto me había dicho en sus últimos instantes comenzaron a corroerme el corazón como un gusano. Como me había manchado las manos de sangre por la última pintura, ésta comenzó a crecer en mi imaginación. Fui a casa de tu Tío, que ya no nos llamaba a ninguno para trabajar en el libro, para que me la mostrara. No me la enseñó y pretendió que todo iba perfectamente. ¡No existía una pintura misteriosa por la que valiera la pena matar a un hombre ni nada parecido! Para que no me humillara de aquella manera, para que me tomara en serio, le confesé que había sido yo quien había matado a Maese Donoso y lo había arrojado a un pozo. Me tomó más en serio, pero continuó humillándome. Un padre no puede humillar a sus hijos. El Gran Maestro Osman se enfurecía con nosotros y nos pegaba, pero nunca nos humilló. Os habéis equivocado traicionándolo, hermanos míos.

Sonreí a mis hermanos, que observaban mis ojos tan atentamente como si escucharan mis últimas palabras en mi lecho de muerte. Como le ocurriría a un hermano que se estuviera muriendo, les veía cada vez más borrosos y como si se estuvieran alejando de mí.

– Maté al Tío por dos razones. Por forzar al Gran Maestro Osman a que imitara como un mono al ilustrador franco Sebastiano. Y porque en un momento de debilidad le pregunté si yo tenía un estilo.

– ¿Qué te respondió?

– Que sí. Pero, por supuesto, para él aquello no era un insulto sino un elogio. Recuerdo que de repente pensé avergonzado si para mí debía ser también un elogio. Por un lado veía el estilo como una cosa innoble, como un deshonor, pero por otro algo me reconcomía el corazón. Yo no quería un estilo, pero el Diablo me tentaba y además sentía curiosidad.

– En secreto todo el mundo quiere tener un estilo -dijo Negro insolente-. Y, como Nuestro Sultán, todo el mundo quiere que se pinte su retrato.

– ¿Es una enfermedad imposible de resistir? -pregunté-. Si se extiende ninguno de nosotros podrá oponerse a las maneras de los maestros francos.

Pero nadie me escuchaba: Negro estaba contando la historia del triste bey turcomano que fue desterrado por doce años a la Tierra China porque había anunciado demasiado pronto su amor por la hija del sha. Como no tenía un retrato de su amada, con la que soñó durante aquellos doce años, olvidó su rostro entre las bellezas de China y su pena de amor se transformó en una profunda prueba impuesta por Dios. Pero todos sabíamos que lo que estaba contando era su propia historia.

– Gracias a tu Tío todos hemos aprendido esa palabra: retrato -dije-. Si Dios quiere, algún día aprenderemos también a contar sin temor la historia de nuestra propia vida sin aparentar que se trata de otra.

– Todas las historias son las historias de todos -dijo Negro-. No son de nadie en concreto.

– Y todas las ilustraciones son las ilustraciones de Dios -dije yo completando los versos de Hatifi, el poeta de Herat-. Pero cuando se extiendan las maneras de los maestros francos todos considerarán una demostración de talento el contar las historias de los demás como si fueran las propias.

– Eso es justo lo que pretende el Diablo.

– ¡Dejadme ya! -grité con todas mis fuerzas-. Dejadme que vea por última vez el mundo.

Me invadió la confianza al ver que los había asustado.

Fue Negro el primero en recuperar la compostura:

– ¿Vas a sacar la última ilustración?

Le miré de tal manera que comprendió de inmediato que iba a obedecerlo y me soltó. Mi corazón comenzó a latir a toda velocidad.

Habréis adivinado hace mucho mi identidad, a pesar de que he estado intentando ocultarla. Con todo, no os asombréis de que me comporte como los antiguos maestros de Herat: ellos ocultaban sus firmas no para que no se supiera quiénes eran, sino por el respeto que les tenían a sus maestros y a las normas. Con un candil en la mano caminé excitado por entre las oscuras habitaciones del monasterio abriéndole paso a mi pálida sombra. ¿Había empezado a caer sobre mis ojos el telón de la negrura o realmente estaban tan oscuras aquellas habitaciones y antesalas? ¿Cuánto tiempo tenía antes de quedarme completamente ciego, cuántos días o semanas? Mi sombra y yo nos detuvimos entre los fantasmas de la cocina, recogimos unos papeles de un rincón limpio de un polvoriento armario y regresamos a toda prisa. Negro, precavido, me había seguido, pero no había traído consigo la daga. ¿Me apetecería, acaso, agarrar la daga antes de quedarme ciego y cegarle a él también?

– Me alegra poder ver esto una vez más antes de quedarme ciego -les dije orgulloso-. Quiero que también vosotros lo veáis. Miradlo.

Y así fue como a la luz del candil les mostré la última ilustración, que me había llevado de la casa del Tío la noche en que lo maté. Primero les observé contemplar con curiosidad y temor aquella pintura de doble página. Al volverme para contemplarla con ellos temblaba ligeramente. Tenía fiebre, ya porque me habían clavado un alfiler de turbante en los ojos o porque me arrebataba el éxtasis.

Las imágenes del árbol, del caballo, del Diablo, de la muerte, del perro y de la mujer que habíamos pintado a lo largo del último año en diversos rincones de aquella doble página habían sido distribuidas según el tamaño de acuerdo con las nuevas, aunque un tanto inexpertas, formas de composición del Tío, de tal manera que los marcos y la iluminación del difunto Maese Donoso ya no nos daban la impresión de que estuviéramos mirando la página de un libro, sino que era como si contempláramos el mundo entero por una ventana. En el centro de aquel mundo, en el lugar donde debería haber estado el retrato de Nuestro Sultán, estaba el mío, que observé momentáneamente con orgullo. Estaba un poco avergonzado porque tras días de borrar y rehacer, de mirarme al espejo y de esfuerzos inútiles no había conseguido parecerme demasiado; pero también sentía un irreprimible entusiasmo porque la pintura, la página, no sólo me situaba en el centro de todo un mundo, sino que, además, por una diabólica razón que no sabría explicar, también me mostraba más profundo, más complejo y más misterioso de lo que realmente era. Me habría gustado que mis hermanos ilustradores viesen ese entusiasmo, que lo entendieran, que lo compartieran conmigo. Estaba en el centro de todo, como un sultán o un rey, y además era yo mismo. Aquello me enorgullecía pero también me avergonzaba. Como ambas sensaciones se compensaban tranquilizándome, yo podía obtener un placer embriagador de mi nueva situación en la pintura. Pero para que el placer fuera completo todo, las arrugas de mi cara y mi ropa, las sombras, los granos y diviesos, mi barba y el tacto de la tela, debería estar completo y ser perfecto en todos los colores y hasta en el más mínimo de los detalles con la misma habilidad de los maestros francos.

En las caras de mis antiguos amigos veía, mientras observaban la pintura, un cierto miedo, asombro y ese inevitable sentimiento que nos corroe a todos: los celos. Además del furioso asco que les producía un hombre hundido en el pecado hasta el final, también me envidiaban temerosos.