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Había testigos: cuando Hasan vio allí a Aceituna desenvainó su espada roja y le decapitó de un tajo.

Mientras ella me contaba todo aquello yo pensaba dónde estaría mi pobre padre. Saber que el asesino se había llevado su merecido primero me alivió del miedo. Luego sentí que la venganza te da una agradable sensación de tranquilidad y justicia cumplida. En ese momento sentí mucha curiosidad por cómo viviría mi padre aquella sensación desde allá donde se encontrara y de repente el mundo entero me pareció como un palacio de innumerables habitaciones cuyas puertas dieran unas a otras. Sólo podíamos pasar de una habitación a la siguiente recordando y soñando pero la mayoría apenas lo hacíamos por pura pereza y siempre esperábamos sin salir de la misma.

– No llores, bonita -dijo Ester-. Mira, al final todo ha acabado bien.

Le di cuatro piezas de oro. Una a una se las llevó lujuriosamente a la boca y las mordió con avidez y deseo pero de manera inexperta.

– Ronda por todas partes el oro falso de los infieles venecianos -dijo sonriendo.

En cuanto desapareció le dije a Hayriye que no dejara que los niños fueran al piso de arriba. Subí y cerré la puerta con llave. Me acerqué apasionadamente al cuerpo desnudo de Negro y le hice con más curiosidad que deseo y más cuidado que miedo lo que me había pedido que le hiciera en la casa del Judío Ahorcado la noche en que habían matado a mi pobre padre.

No puedo decir que entienda por completo por qué de la misma manera que los poetas persas llevan siglos comparando aquello con un cálamo de caña comparan la boca de las mujeres con un tintero, ni lo que hay en el fondo de esos símiles cuyo origen se ha olvidado a fuerza de repetirlos de memoria: ¿Es la pequeñez de la boca? ¿El misterioso silencio del tintero? ¿El hecho de que Dios es pintor? Pero sin duda el amor es algo que debe ser comprendido no con la lógica de alguien como yo, que continuamente está haciendo funcionar la cabeza para protegerse, sino, precisamente, con su falta de lógica.

Así pues, dejadme que os revele un secreto: lo que tenía en la boca en aquella habitación que olía a muerte no me entusiasmaba lo más mínimo. Lo que de veras me excitaba mientras estaba allí sintiendo que el mundo entero latía en mi boca era oír los alegres gritos de mis hijos empujándose e insultándose en el patio.

Mientras tenía la boca ocupada mis ojos podían ver que Negro me miraba a la cara de una manera completamente distinta. Me dijo que nunca podría olvidar mi cara ni mi boca. Su piel olía al papel mohoso de algunos libros antiguos de mi padre; el olor a polvo y telas de la sala del Tesoro había impregnado su pelo. Cuando me distraía y le rozaba las heridas, los moratones y los cortes, gemía como un niño, se iba alejando de la muerte y entonces yo notaba que en el futuro estaría más ligada a él. Nuestro acto de amor, que se iba acelerando lentamente como el barco al que el viento hincha poco a poco las velas, se encaminó valerosamente hacia mares desconocidos, como ese mismo velero solemne.

Me daba cuenta de que Negro había navegado antes mucho por aquellas aguas, quién sabe con qué indecentes mujeres, por su manera de dominar el timón estando incluso en el umbral de la muerte. Mientras yo ignoraba si lo que besaba era mi brazo o el suyo, si lo que introducía en mi boca era mi dedo o una vida entera, y todo lo confundía, él, medio ebrio por las heridas y el placer, observaba con un único ojo entreabierto adonde se dirigía el mundo, de vez en cuando me cogía cuidadosamente la cara entre las manos y la contemplaba con la admiración de quien ve una pintura pero al momento siguiente podía mirarla como si fuera la de una prostituta de Mingeria.

Me asustó que en el momento del placer gritara como los héroes legendarios que se parten en dos con la espada en las ilustraciones legendarias que muestran cómo los ejércitos de Irán y Turan se lanzan el uno contra el otro y que su grito se oyera en el barrio entero. Pero como un auténtico maestro ilustrador, que incluso en los momentos de mayor inspiración en que su mano mueve el cálamo siguiendo directamente las órdenes de Dios es capaz de tener en cuenta la forma y la composición de la página entera, Negro era capaz de mantener el control en cuanto al lugar que ocupábamos en el mundo incluso en los momentos de mayor excitación.

– Les dices que le estabas poniendo ungüentos a las heridas de su padre.

Aquella frase no sólo le dio color a nuestro amor, que se había atascado entre la vida y la muerte, lo prohibido y el Paraíso, la desesperación y la vergüenza, sino que se convirtió en su excusa. En los veintiséis años siguientes, hasta que mi querido marido Negro cayó fulminado por un ataque al corazón junto al pozo, hacíamos el amor siempre a primera hora de la tarde mientras la luz del sol entraba por los postigos, los primeros años escuchando los gritos de Sevket y Orhan, y siempre lo llamábamos «poner ungüentos a las heridas». Y así fue como mis celosos hijos, de quienes yo no quería que sufrieran las demandas y las envidias de un padre rudo y triste, pudieron seguir durmiendo conmigo por las noches durante años. Todas las mujeres con la cabeza sobre los hombros saben que es mucho mejor dormir abrazada a los hijos que a un marido abatido y maltratado por la vida.

Nosotros, los niños y yo, fuimos felices, pero Negro no pudo serlo. La razón más visible era que nunca se le llegó a curar del todo la herida del hombro y del cuello y mi querido marido se quedó, según les oía a veces decir a otros, «lisiado». No era una invalidez que le dificultara la vida más allá del aspecto físico. Incluso a veces pude oír a mujeres que lo veían de lejos que mi marido era un hombre apuesto. Pero el hombro derecho se le quedó para siempre caído y el cuello inclinado de una extraña manera. A veces me llegaban a los oídos rumores según los cuales una mujer como yo sólo podía estar satisfecha con un marido al que pudiera mirar por encima del hombro, y que la invalidez de Negro era tanto la causa de su desdicha como el motivo secreto de nuestra mutua felicidad.

Como ocurre con todos los cotilleos, quizá aquello tuviera parte de verdad. Pero, de la misma manera que me provocaba una sensación de carencia y pobreza el no poder pasear por las calles de Estambul montada muy erguida en un caballo hermosísimo y rodeada de esclavos, esclavas y criadas, que era lo que Ester siempre me decía que me merecía, también es cierto que de vez en cuando echaba de menos un marido fuerte como un león que mirara el mundo triunfante con la cabeza muy alta.

Fuera por la razón que fuese, Negro siempre estaba triste. Como la mayor parte de las veces veía que su tristeza no tenía nada que ver con su herida, creía que había un duende melancólico en un rincón secreto de su alma que le amargaba incluso en los momentos más felices del acto del amor. Para calmar a aquel duende a veces bebía vino, a veces miraba las ilustraciones de los libros y se interesaba por la pintura, a veces no se apartaba de los ilustradores y corría con ellos tras apuestos mancebos. De la misma manera en que había épocas en que se divertía con alusiones, dobles sentidos, alegorías, metáforas, guapos efebos y juegos de lisonjas mutuas entre ilustradores, calígrafos y poetas, había otras en que lo olvidaba todo entregándose a su trabajo de secretario y de funcionario a las órdenes de Süleyman Bajá el Torcido, a cuyo servicio había logrado entrar. El gusto de Negro por la pintura y la ilustración pasó de ser un placer que celebraba ostentosamente a convertirse en un secreto que vivía en solitario detrás de puertas cerradas cuando cuatro años después murió Nuestro Sultán y en su lugar ocupó el trono el sultán Mehmet, que le dio la espalda a todos aquellos asuntos. En ocasiones abría uno de los libros que quedaban de mi difunto padre y observaba triste y con sentimientos de culpabilidad alguna ilustración hecha en Herat en tiempos del hijo de Tamerlán, sí, la escena en que Sirin se enamora de Hüsrev viendo su imagen, no como si fuera parte de un juego feliz de habilidad que aún se viviera en esos momentos en los círculos palaciegos, sino como si manoseara un dulce secreto que había quedado en el recuerdo.