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¿Quién es ese asesino por quien siento tal odio? ¿Por qué me mató de una manera tan inesperada? Deberíais sentir curiosidad por eso. ¿Decís que el mundo está lleno de asesinos miserables que no valen cuatro cuartos y que ha podido ser cualquiera de ellos? Entonces, os prevengo: tras mi muerte subyace una repugnante conspiración contra nuestra religión, nuestras tradiciones y nuestra manera de ver el mundo. Abrid los ojos y enteraos de por qué me mataron y por qué pueden mataros a vosotros cualquier día los enemigos del Islam y de la vida en la que creéis y vivís. Se están cumpliendo cada una de las predicciones del gran predicador de Erzurum, el Maestro Nusret, cuyas palabras yo escuchaba con lágrimas en los ojos. Dejadme que os diga que ni siquiera los mejores ilustradores podrían decorar un libro en el que se narrara todo lo que nos está ocurriendo, en el caso de que se escribiera. Como ocurre con el Sagrado Corán -¡por Dios, que nadie me malinterprete!-, la tremenda fuerza de un libro así provendría del hecho de que nunca podría ser ilustrado. Dudo mucho que podáis entender esto.

Mirad, yo también, desde que era aprendiz, temía la verdad de las profundidades y las voces que vienen del más allá, pero no les prestaba atención y me reía de tales cosas. ¡Mi final ha sido el fondo de este horrible pozo! También a vosotros puede pasaros, abrid bien los ojos. Ahora no puedo hacer otra cosa sino esperar que quizá me encuentren por el olor repugnante que desprenda mi cuerpo cuando se haya podrido lo suficiente. Y soñar con las torturas que le infligirá a mi vil asesino algún alma caritativa cuando lo encuentre.

2. Me llamo Negro

Entré como un sonámbulo en Estambul, la ciudad en la que había nacido y crecido, tras doce años de ausencia. Dicen de los agonizantes que les llama la tierra, a mí me llamaba la muerte. Al principio creí que en la ciudad sólo había muerte, luego me encontré con el amor. Pero por aquel entonces, mientras entraba en la ciudad, el amor era algo tan olvidado y lejano como mis recuerdos de ella. Doce años atrás, en Estambul, me había enamorado de mi prima, aún una niña.

Apenas cuatro años después de abandonar Estambul, mientras erraba por las infinitas estepas del país de los persas, por sus montañas nevadas y sus tristes ciudades llevando cartas y recaudando impuestos, me di cuenta de que iba olvidando lentamente el rostro de la amada niña que se había quedado atrás. Inquieto, me esforcé por recordarlo pero comprendí que el ser humano acaba por olvidar una cara que nunca ve por muy querida que le sea. En el sexto año de los que pasé en el este viajando o ejerciendo de secretario al servicio de los bajas, ya sabía que la cara que me representaba en mi imaginación no era la de mi amada en Estambul. Sé que en el octavo año volví a olvidar el rostro que había recordado de manera errónea en el sexto y que volví a recordarlo como algo por completo distinto. Así pues, cuando regresé a mi ciudad doce años después, ya con treinta y cinco cumplidos, era amargamente consciente de que hacía mucho que había olvidado la cara de mi amada.

La mayoría de mis amigos, de mis familiares y de mis conocidos del barrio habían muerto en esos doce años. Fui al cementerio que da al Cuerno de Oro y recé por mi madre y por mis tíos, que habían muerto en mi ausencia. El olor de la tierra fangosa se mezcló con mis recuerdos; alguien había roto un cántaro junto a la tumba de mi madre y, por alguna extraña razón, comencé a llorar observando los trozos. ¿Lloraba por los muertos o porque después de tantos años me encontraba de una manera extraña todavía al inicio de mi vida, o porque, al contrario de lo que notaba, sentía que estaba al final del viaje de mi vida? No lo sé. Comenzó a nevar de forma apenas perceptible. Me sumergí en la contemplación de los escasos copos que el aire esparcía por aquí y por allá y me había perdido en las imprecisiones de mi vida cuando me di cuenta de que un perro negro me observaba desde un rincón oscuro del cementerio.

Mis lágrimas dejaron de brotar. Me soné la nariz. Vi que el perro negro movía la cola amistosamente y salí del cementerio. Más tarde alquilé la casa en la que había vivido uno de los parientes de mi padre y me instalé en aquel barrio. A la dueña yo le recordaba a su hijo, muerto en la guerra por los soldados safavíes. Limpiaría la casa y cocinaría para mí.

Salí a las calles como si en lugar de haberme instalado en Estambul lo hubiera hecho de forma provisional en alguna ciudad árabe en el otro extremo del mundo y sintiera curiosidad por saber cómo era; caminé largamente, hasta hartarme. ¿Eran ahora las calles más estrechas o es que sólo me lo parecían? En algunos lugares en los que las calles estaban encajadas entre casas enfrentadas que se inclinaban las unas hacia las otras me vi obligado a caminar pegado a las paredes y a las puertas para no chocar con caballos de carga. ¿Había también más ricos o es que me lo parecía? Vi un coche tan suntuoso como no los hay ni en Arabia ni en el país de los persas; parecía una fortaleza tirada por caballos orgullosos. En Çemberlitas vi descarados pordioseros vestidos con harapos apretados unos contra otros en medio del olor asqueroso del mercado de pollos. Uno de ellos era ciego y sonreía mirando la nieve que caía.

Si me hubieran dicho que antes Estambul era más pobre, más pequeño y más feliz, quizá no me lo habría creído, pero eso era lo que me decía mi corazón. Porque la casa del amor que había dejado atrás seguía en su sitio, entre tilos y castaños, pero cuando pregunté en la puerta me informaron de que allí vivía otra familia. La madre de mi amada, mi tía, había muerto, mi Tío y su hija se habían mudado y habían sufrido ciertas calamidades, como siempre dicen los hombres que están en la puerta en ese tipo de situaciones y que nunca son conscientes de cuan cruelmente os rompen el corazón y os aniquilan las ilusiones. Ahora no voy a contaros lo que había ocurrido, pero permitidme deciros que la tristeza, la nieve y el descuido de aquel viejo jardín, que yo recordaba cálido y verde en los días de verano y de cuyos tilos colgaban ahora carámbanos del tamaño de mi dedo meñique, no sugerían otra cosa que la muerte.

De hecho, ya sabía parte de lo que le había ocurrido a mis parientes por la carta que mi Tío me había enviado a Tabriz. En dicha carta mi Tío me llamaba a Estambul y me decía que estaba preparando un libro secreto para Nuestro Sultán y que necesitaba mi ayuda. Había oído que, durante un tiempo, en Tabriz yo había preparado libros para los bajas y los gobernadores otomanos y para los intermediarios de Estambul que me lo solicitaban. Lo que yo hacía en Tabriz era cobrar por adelantado los encargos de libros, buscar a ilustradores y calígrafos que a pesar de su miedo por las guerras y la presencia de soldados otomanos aún no hubieran abandonado la ciudad para marcharse a Kazvin u otros lugares de Persia, conseguir que aquellos grandes maestros, abrumados por la falta de dinero y de interés en su trabajo, escribieran, ilustraran y encuadernaran el libro en cuestión y enviarlo a Estambul. De no haber sido por el amor a los libros hermosos y a la pintura que mi Tío me había inculcado en mi juventud, no me habría dedicado a esos asuntos.

El barbero que había en el extremo de la calle de mi Tío que daba al mercado seguía en su establecimiento, entre los mismos espejos, navajas, aguamaniles y brochas. Nuestras miradas se cruzaron, pero no sé si me reconoció. Me alegró ver que la palangana para lavar la cabeza que estaba llenando de agua caliente seguía balanceándose adelante y atrás al extremo de la cadena que colgaba del techo formando el mismo arco de siempre.