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Ciertos barrios y ciertas calles que había recorrido en mi juventud habían ardido en aquellos doce años, convirtiéndose en humo y ceniza, dando lugar a solares calcinados donde reinaban los perros o donde los locos asustaban a los niños. En otros sitios se habían construido ricos palacetes que impresionaban a los que venían de lejos, como yo. En algunos de ellos las ventanas eran del más caro y colorido cristal de Venecia. Vi que en mi ausencia se habían construido muchas de aquellas casas de dos pisos con balcones volados sobre altos muros.

Al igual que ocurría en muchas otras ciudades, en Estambul el dinero había perdido todo su valor. Los mismos hornos que en los años en que me fui al este te daban un enorme pan de cuatrocientos dracmas por un áspero ahora por ese dinero te ofrecían un pan que pesaba la mitad y cuyo sabor no recordaba en absoluto a los que uno había comido en la infancia. Si mi difunta madre hubiera visto que había que desembolsar tres ásperos por una docena de huevos, habría dicho: «Vámonos a otro lado antes de que las gallinas se lo crean tanto que se nos caguen en la cabeza», pero yo sabía que ese dinero devaluado corría por todas partes. Se decía que los barcos mercantes procedentes de Flandes y Venecia venían llenos de cofres de ese dinero de baja aleación. Mientras antiguamente en la ceca se acuñaban quinientos ásperos con cien dracmas de plata, ahora, a causa de las interminables guerras con los safavíes, estaban empezando a acuñarse ochocientos. Cuando los jenízaros vieron que las monedas que cobraban flotaban en las aguas del Cuerno de Oro como si fueran alubias que se hubieran caído del muelle de las verduras, se rebelaron y sitiaron el palacio de Nuestro Sultán como si se tratara de una fortaleza enemiga.

Un predicador llamado Nusret, que daba sus sermones en la mezquita de Beyazit y que proclamaba descender de la estirpe del Profeta Mahoma, se había creado una enorme fama en esa época de inmoralidad, carestía, asesinatos y robos. Este predicador, originario de Erzurum, atribuía todos los desastres que habían caído sobre Estambul en los últimos diez años, los incendios de los barrios de Bahçekapi y Kazancilar, la peste, que dejaba decenas de miles de muertos cada vez que pasaba por la ciudad, el hecho de que no se consiguiera el menor resultado en la guerra contra los safavíes a pesar de tantas vidas y el que los cristianos se hubieran rebelado en el oeste y hubieran recuperado algunas pequeñas fortalezas otomanas, a que nos habíamos desviado del camino trazado por el Profeta Mahoma, a que nos alejábamos de las órdenes del Sagrado Corán, a que se trataba con tolerancia a los cristianos, a que se vendía vino con total libertad y a que en los monasterios de derviches se tocaban instrumentos musicales.

El vendedor de encurtidos que me habló excitado de aquel predicador y me informó de todo aquello aseguraba que el dinero de mala ley que invadía los mercados, los nuevos ducados, los falsos florines con un león acuñado y los ásperos cada vez con menos plata en su aleación nos iban arrastrando hacia una definitiva inmoralidad de difícil vuelta atrás, lo mismo que los circasianos, abjazos, mingarianos, bosnios, georgianos y armenios que invadían las calles. Los corruptos y los rebeldes se reunían en los cafés y conspiraban hasta el amanecer. Individuos de ignotas intenciones con el cráneo afeitado, orates adictos al opio y elementos residuales de la cofradía de los kalenderis tocaban música hasta el amanecer en los monasterios, se clavaban pinchos aquí y allá y, después de todo tipo de perversiones, fornicaban entre ellos y con muchachos jovencitos asegurando que aquél era el camino de Dios.

Oí el dulce sonido de un laúd y lo seguí no sé si buscándolo o si porque esa confusión mental a la que he llamado mis recuerdos y mis deseos no pudo aguantar más al venenoso vendedor de encurtidos y me indicó una salida. Lo único que sé es que si uno ama una ciudad y pasea por ella lo suficiente, años después el cuerpo, y no sólo el espíritu, reconoce de tal manera sus calles que en un momento de amargura sazonado por la nieve que cae melancólicamente vuestras piernas son capaces de llevaros por sí solas a la cumbre de una colina querida.

Así pues, me alejé del mercado de los Herradores y contemplé la nevada cayendo sobre el Cuerno de Oro desde un lugar junto a la mezquita de Solimán. La nieve ya había cuajado en los techos que miraban al norte y en los lados de las cúpulas que recibían el viento de levante. Las velas de un barco que estaba entrando en la ciudad, del mismo color plomizo neblinoso que la superficie del Cuerno de Oro, me enviaban un saludo parpadeante al ser arriadas. Los cipreses y los plátanos, el aspecto de los tejados, la tristeza de la tarde, los ruidos del barrio más abajo, los gritos de los vendedores y los chillidos de los niños que jugaban en el patio de la mezquita se amalgamaron en mi mente avisándome, de manera nada sorprendente, de que a partir de ese momento no podría vivir en ningún otro lugar que no fuera la ciudad. Por un momento creí que se me aparecería el rostro de mi amada, olvidado durante tantos años.

Bajé la cuesta. Me mezclé con la multitud. Después de la oración de la tarde maté el hambre en el establecimiento de un vendedor de asaduras. Escuché atentamente lo que me contaba el dueño del vacío establecimiento, que me alimentaba contemplándome masticar tan cariñosamente como si estuviera dando de comer a un gato. Con la inspiración y las indicaciones de las que me proveyó, doblé por una de las estrechas calles de atrás del mercado de esclavos bastante después de que oscureciera y allí encontré el café.

El interior estaba lleno de gente y hacía calor. Un narrador de cuentos, parecido a los que había visto en Tabriz y en las ciudades de Persia aunque allí no los llaman cuentistas sino teloneros, se había colocado en un alto de la parte de atrás, junto al fuego, y había desplegado una sola pintura, una imagen de un perro, hecha apresuradamente en papel basto pero con habilidad, y estaba contando la historia del animal de los propios labios del perro señalando de vez en cuando la imagen.

3. Yo, el perro

Como podéis ver, mis colmillos son tan puntiagudos y largos que a duras penas me caben en la boca. Sé que me dan un aspecto terrible, pero me gusta. En cierta ocasión, un carnicero dijo observando su tamaño:

– Caramba, esto no es un perro, es un jabalí.

Le mordí de tal manera en la pierna que sentí en la punta de los colmillos la dureza del fémur allá donde terminaba su grasienta carne. Nada resulta tan placentero para un perro como hundir los dientes en la carne de un repugnante enemigo con una furia y una pasión que te vienen de dentro. Cuando se me aparece una oportunidad así, cuando una víctima digna de ser mordida pasa estúpidamente ante mí, la mirada se me oscurece de puro placer, siento un doloroso rechinar de dientes y, sin darme cuenta, de mi garganta comienzan a surgir esos gruñidos que tanto miedo os dan.

Soy un perro y vosotros, que no sois criaturas tan racionales como yo, os estáis diciendo que los perros no hablan. Pero, por otro lado, dais la impresión de creer en cuentos donde los muertos hablan y los héroes usan palabras que jamás sabrían. Los perros hablan, pero sólo para el que sabe escucharlos.

Erase una vez hace muchísimo tiempo, un predicador insolente llegó desde su ciudad de provincias a una de las mayores mezquitas de la capital de un reino, bien, digamos que se llamaba la mezquita de Beyazit. Quizá fuera mejor ocultar su nombre y llamarlo, por ejemplo, el maestro Husret, y, para qué seguir mintiendo, lo cierto es que ese hombre era un predicador de cabeza dura. Pero por poco que tuviera en la cabeza, sí tenía, alabado sea Dios, un inmenso poder en la lengua. Cada viernes inflamaba de tal manera a la comunidad, les hacía gimotear de tal modo, que había quien lloraba hasta que se le secaban los ojos, quien se desmayaba y quien caía enfermo.