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Por último quiero contar lo siguiente: mi dueño anterior era un hombre muy justo. De noche salíamos a robar y nos repartíamos el trabajo. Cuando yo comenzaba a ladrar, él aprovechaba para cortarle la garganta a la víctima y así no se oían sus gritos. A cambio de mis servicios, troceaba a los criminales que ejecutaba, los hervía, me los daba y yo me los comía. No me gusta la carne cruda. Ojalá piense de igual manera el verdugo del predicador de Erzurum y así yo nome vea obligado a comerme cruda la carne de ese asqueroso y a estropearme el estómago.

4. Me llamarán Asesino

Si me hubieran dicho que iba a quitarle la vida a alguien, incluso en el instante inmediatamente anterior a matar a ese imbécil, no me lo habría creído. Por eso, lo que hice a vecesme parece tan lejano de mí como un galeón extranjero que se pierde en el horizonte. También a veces me siento como si no hubiera cometido ningún asesinato. Han pasado cuatro días desde que maté sin la menor intención a mi pobre hermano Donoso y ya me he acostumbrado un poco al hecho.

Me habría gustado poder solucionar la catástrofe que me había caído encima de repente sin tener que matar a nadie, pero comprendí de inmediato que no había otra solución. Lo resolví allí mismo, asumí toda la responsabilidad. No permití que se pusiera en peligro a toda la comunidad de ilustradores a causa de las calumnias de un inconsciente.

No obstante, es difícil acostumbrarse al hecho de ser un asesino. Me resulta imposible permanecer tranquilo en casa, salgo a la calle pero tampoco puedo quedarme allí, camino hasta otra y luego hasta la siguiente y al mirar las caras de la gente veo que muchos se creen inocentes sólo porque no han tenido la oportunidad de cometer un asesinato. Resulta difícil creer que la mayoría de la gente sea más moral o mejor que yo sólo por una pequeña cuestión de azar y de destino. Como mucho, el no haber cometido todavía un crimen les da un aspecto más bobo y, como todos los bobos, parecen bienintencionados. Me bastaron cuatro días paseando por las calles de Estambul después de matar a ese pobrecillo para comprender que cualquiera con un brillo de inteligencia en la mirada o la sombra de su espíritu reflejándose en su rostro era un asesino en secreto. Sólo los bobos son inocentes.

Por ejemplo, esta noche. Estaba en un café en una callejuela detrás del mercado de esclavos dedicado a calentarme con mi café y a mirar la imagen de un perro que había en la parte de atrás riéndome con lo que contaba como todos los demás, cuando me poseyó la sensación de que el tipo que se sentaba a mi lado era un asesino, como yo. El también se reía con lo que contaba el narrador, pero quizá fuera porque su brazo estaba fraternalmente junto al mío o por la agitación nerviosa de sus dedos sosteniendo la taza, no lo sé, el caso es que decidí que se trataba de alguien de mi calaña y me volví de repente y le miré fijamente a la cara. Se asustó al instante y pareció presa de la confusión. Cuando la gente ya se iba, un conocido le cogió del brazo y le dijo:

– La gente del maestro Nusret no tardará en atacar esto.

El otro le ordenó silencio con la mirada y un movimiento de las cejas. Su miedo se me contagió. Nadie confía en nadie, todo el mundo espera alguna bajeza del prójimo.

El tiempo había refrescado mucho más y la nieve había cuajado bastante elevándose en las esquinas y al pie de los muros. En la negra oscuridad mi cuerpo sólo podía encontrar su camino a tientas por las estrechas calles. A veces se filtraba al exterior la pálida luz de algún candil todavía encendido en algún lugar en el interior de casas de postigos bien cerrados y ventanas cubiertas con maderas negras y se reflejaba en la nieve, pero en general no había la menor luz, no veía nada y sólo podía orientarme prestando atención a los golpes que los serenos daban con sus bastones en los adoquines, a los aullidos de enloquecidas manadas de perros y a los gemidos que surgían de las casas. A veces, en mitad de la noche, las estrechas y terribles calles de la ciudad se iluminaban con una luz prodigiosa que parecía surgir de la misma nieve y yo creía ver en la oscuridad, entre los escombros y los árboles, los fantasmas que han convertido Estambul en una ciudad funesta desde hace siglos. A veces surgía de las casas el ruido de sus infelices habitantes, o tosían sin cesar, o se sorbían los mocos, o chillaban gimiendo en sueños, o maridos y mujeres intentaban estrangularse mientras sus hijos lloraban a su lado.

Había ido a ese café un par de noches para entretenerme escuchando al cuentista y para recordar lo feliz que era antes de convertirme en asesino. La mayoría de mis hermanos ilustradores, con los que me he pasado la vida, va todas las noches. Pero desde que me he cargado a ese imbécil con el que pintaba desde que éramos niños ya no quiero ver a ninguno de ellos. Hay muchas cosas que me avergüenzan en las vidas de mis hermanos, que no pueden estar sin verse ni sobrevivir sin sus cotilleos, y en el ambiente de diversión infame de este lugar. Incluso le hice un par de pinturas al cuentista para que no pensara que le miraba por encima del hombro y me hiciera blanco de sus pullas, pero no creo que eso baste para refrenar su envidia.

Tienen razón en sentir envidia. Nadie supera mi maestría mezclando colores, trazando márgenes, en la composición de la página, en la selección de temas, en dibujar rostros, en situar multitudinarias escenas de guerra y caza, en representar animales, sultanes, bajeles, caballos, guerreros y amantes, en verter en la pintura la poesía del alma, e, incluso, en los dorados. No os lo cuento por presumir, sino para que me comprendáis. Con el tiempo la envidia se convierte en un elemento tan imprescindible de la vida de un maestro ilustrador como la pintura.

A veces,a mitad de una de mis caminatas, que se van alargando a causa de mi inquietud, mi mirada se cruza con la de algún correligionario puro e inocente y de repente se me ocurre una extraña idea: si en ese momento pensara que soy un asesino, el otro podría leérmelo en la cara.

Y así me obligo rápidamente a pensar en otras cosas; de la misma manera que en los años de mi primera juventud me esforzaba en no pensar en mujeres mientras rezaba retorciéndome de vergüenza. Pero al contrario de lo que ocurría en aquellas crisis de adolescencia en que no me era posible apartar de mi cabeza la idea de la copulación, ahora puedo olvidar el crimen que he cometido.

Sin duda comprendéis que os cuento todo esto porque tiene que ver con mi situación actual. Basta con que una cosa se me pase por la cabeza para que lo entendáis todo. Eso me libra de ser un asesino sin nombre ni identidad que camina entre vosotros como un fantasma y me hace caer en la categoría del criminal vulgar convicto, confeso y reconocido que va a ser decapitado. Permitidme que no lo piense todo; que me guarde algo para mí. Que intenten descubrir quién soy a partir de mis palabras y mis colores de la misma manera que gente tan aguda como vosotros sigue las huellas del ladrón para encontrarlo. Y eso nos trae a la cuestión del estilo, tan en boga en estos días. ¿Tiene el ilustrador unas formas personales, un color o una voz propios? ¿Debería tenerlos?