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Tomemos, por ejemplo, una pintura de Behzat, maestro de los maestros, santo patrón de los ilustradores. Esta maravilla, que tan bien se adecua a mi situación puesto que se trata de una escena de asesinato, me la encontré entre las páginas de un libro perfecto de hace noventa años a la manera de Herat en el que se narra la historia de Hüsrev y Sirin y que surgió de la biblioteca de un príncipe persa asesinado durante una despiadada lucha por el trono. Ya sabéis cómo termina la historia de Hüsrev y Sirin; quiero decir, no según la versión de Firdausi sino la de Nizami:

Los dos amantes se casan tras múltiples y tempestuosas aventuras, pero el joven Siruye, el hijo de Hüsrev con su anterior esposa, es un auténtico demonio y no les deja tranquilos. Este príncipe tiene la mirada puesta en el trono de su padre y en su joven esposa, Sirin. Siruye, del que Nizami dice que «su boca apestaba como la de los leones», encuentra la manera de encerrar a su padre y ocupar el trono. Una noche entra en la habitación en la que su padre duerme con Sirin, los encuentra acostados tanteando en la oscuridad y le clava a su padre un puñal en las entrañas. La sangre de su padre fluirá hasta el amanecer y por fin morirá en la cama que compartía con la hermosa Sirin, que dormía pacíficamente a su lado.

La ilustración del gran maestro Behzat, como la propia historia en sí, ahonda en un miedo real que llevo en mi corazón desde hace años: ¡El horror de despertarme en la oscuridad a medianoche y descubrir que hay alguien más haciendo crujir las maderas del suelo en esa habitación en la que es imposible ver! Pensad que ese otro tiene un puñal en una mano y que con la otra os aprieta la garganta. Las paredes delicadamente decoradas de la habitación, la ornamentación de la ventana y el marco, las curvas y los arabescos de la alfombra roja, del mismo color del grito ahogado que brota de vuestra garganta presa, y las flores amarillas y moradas, bordadas con una delicadeza y una alegría increíbles, del edredón que vuestro asesino pisa despiadadamente con su pie desnudo y repugnante, todos esos detalles sirven para el mismo propósito: por un lado acentúan la belleza de la pintura que estáis observando y por otro os recuerdan qué lugares tan hermosos son la habitación en la que estáis muriendo y el mundo que estáis viéndoos obligados a abandonar. Y observando la ilustración os dais cuenta de que el significado fundamental es la completa indiferencia de la belleza de la pintura y el mundo ante vuestra muerte y el hecho de que cuando morís estáis completamente solos aunque vuestra esposa esté junto a vosotros.

– Es de Behzat -me dijo hace veinte años un anciano maestro que miraba conmigo el libro que yo sostenía en mis temblorosas manos. Su rostro estaba iluminado, no por la luz de la vela que teníamos junto a nosotros, sino por el placer que le producía lo que observaba-. Es tan de Behzat que no necesita firma.

Y como Behzat lo sabía, ni siquiera firmó en un rincón escondido de la ilustración. Según el anciano maestro tras aquella actitud de Behzat se ocultaban el pundonor y la dignidad. La verdadera maestría y habilidad consisten en pintar una maravilla inigualable y no dejar el menor rastro que permita reconocer la identidad del ilustrador.

Temiendo por mi propia vida, maté a mi pobre víctima con un estilo que encuentro vulgar y grosero. Cada vez que vengo a este solar incendiado para investigar si he dejado atrás cualquier huella personal de mi obra que pueda denunciarme, las cuestiones de estilo comienzan a hacerme perder la cabeza cada vez más. Esa cosa llamada estilo sobre la que tanto insisten es sólo un error que nos conduce a dejar un rastro personal.

Incluso sin la claridad de la nieve que ha caído, podría encontrar el sitio: éste es el lugar asolado por un incendio donde maté a mi compañero desde hace veinticinco años. La nieve ha cubierto y eliminado todas las huellas que pudieran haber sido consideradas como mi firma. Esto demuestra que Dios está de acuerdo con Behzat y conmigo en lo que respecta al estilo y a la firma. Si ilustrando el libro hubiéramos cometido un pecado imperdonable, aunque fuera sin darnos cuenta, como sostenía ese estúpido hace cuatro noches, Dios no nos hubiera mostrado tanto amor a nosotros, los ilustradores.

Esa noche, cuando Maese Donoso y yo llegamos al solar, todavía no nevaba. Escuchamos aullidos de perros que nos llegaban produciendo eco en la distancia.

– ¿Para qué hemos venido aquí? -me preguntaba el pobrecillo-. ¿Qué es lo que quieres enseñarme aquí a estas horas?

– Allíhay un pozo y doce pasos más allá está enterrado el dinero que llevo años ahorrando -le dije-. Si no le dices a nadie lo que te he contado, tanto el señor Tío como yo sabremos recompensarte.

– Así que admites que sabías desde el principio lo que estabas haciendo… -replicó agitado.

– Sí -le mentí por pura desesperación.

– ¿Sabes que la pintura que estáis haciendo es un gran pecado? -dijo inocentemente-. Una blasfemia a la que nadie se atrevería, una herejía. Arderéis en el fondo del Infierno. Vuestro sufrimiento y vuestro dolor nunca disminuirán. Y me habéis hecho vuestro cómplice.

Escuchando aquellas palabras comprendía horrorizado que mucha gente le creería. ¿Por qué? Porque sus palabras tenían una fuerza y una atracción tales que uno, inevitablemente, se sentía interesado y quería que resultasen ciertas sobre otros miserables que no fueran uno mismo. De hecho, habían surgido muchos rumores de ese tipo sobre el señor Tío debido al secreto del libro que había encargado y al dinero que estaba pagando. Y además el Gran Ilustrador, el Maestro Osman, lo odiaba. Pensé también que quizá la calumnia de mi compañero iluminador se basara astutamente y a sabiendas sobre aquellos hechos. ¿Hasta qué punto era sincero?

Le hice repetir las acusaciones que nos habían enfrentado. Y no se anduvo precisamente con rodeos. Era como si me invitara a cubrirle con una excusa como hacíamos en los años que habíamos pasado juntos de aprendices para protegernos de las bofetadas del Maestro Osman. En aquellos tiempos encontraba verosímil su sinceridad. Abría enormemente los ojos, como cuando era aprendiz, pero por aquel entonces todavía no se le habían empequeñecido a fuerza de dorar pinturas. Pero no quise sentir el menor afecto por él porque estaba dispuesto a contarlo todo.

– Mira -le dije con un aire artificial de descaro-. Nosotros iluminamos, encontramos ornamentos para los márgenes, trazamos líneas, adornamos las páginas con brillante pan de oro de mil colores, hacemos las mejores pinturas, alegramos armarios y cajas. Llevamos años haciéndolo. Es nuestro trabajo. Nos encargan pinturas, nos dicen «coloca en este recuadro un barco, una gacela, un sultán, que los pájaros sean así y los hombres asá, pon tal escena de la historia y no tal otra», y nosotros lo hacemos. Mira, en esta ocasión el señor Tío me dijo: «Pinta ahí un caballo como te apetezca». Y, como los grandes maestros de antaño, dibujé cientos de caballos para poder llegar a comprender cómo era el dibujo de un caballo como me apeteciera -le mostré una serie de caballos que había dibujado en basto papel de Samarcanda para que mi mano se acostumbrara. Interesado, tomó el papel y, acercándoselo a los ojos, comenzó a examinar a la pálida luz de la luna los caballos en blanco y negro-. Los antiguos maestros de Shiraz y Herat -proseguí- decían que para que un ilustrador pudiera dibujar un verdadero caballo, tal y como Dios lo ve y lo desea, debería estar cincuenta años trabajando en ello sin parar y añadían que, de hecho, la mejor imagen de un caballo sería aquella que se dibujara en la oscuridad. Porque un ilustrador de verdad acabaría por quedarse ciego a fuerza de trabajar durante cincuenta años pero su mano memorizaría el caballo.