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En el rostro del Maestro Osman apareció una intensa expresión que no pudo ocultar, quizá de curiosidad, pero no estaba vuelto hacia la historia que le estaba contando ni hacia la sanguinaria escena de guerra que tenía delante. Parecía estar esperando una buena noticia que se le acercara lentamente. Cuando estuve lo bastante seguro de que no me veía, cogí el alfiler de turbante y me alejé de allí.

En la tercera de las salas del Tesoro, en la contigua a los baños, había un rincón en un lugar oscuro formado por cientos de extraños y enormes relojes regalados por muchos reyes y soberanos francos que, como se habían estropeado al poco tiempo, habían sido apartados a un lado. Fui hasta allí y contemplé con más cuidado el alfiler con el que, según decía el Maestro Osman, se había cegado Behzat.

La punta dorada del alfiler, cubierta por un líquido rosado, brillaba de vez en cuando a la rojiza luz del sol reflejada en las carcasas de oro, en las esferas de cristal de roca y en los diamantes de los rotos y polvorientos relojes. ¿Realmente se había cegado el legendario Maestro Behzat con aquel instrumento? ¿Se había hecho a sí mismo el Maestro Osman aquello tan terrible que se había hecho Behzat? Un marroquí brutal, del tamaño de un dedo y pintado con múltiples colores, que pertenecía al mecanismo de uno de los enormes relojes, pareció decirme «¡Sí!» con la mirada. Seguro que cuando el reloj funcionaba aquel tipo de turbante otomano asentiría tantas veces con la cabeza como la hora que fuera, una broma del rey Habsburgo que lo había regalado y de su hábil relojero, para diversión de Nuestro Sultán y de las mujeres del harén.

Hojeé bastantes libros mediocres. Como me indicó el enano, aquellos libros surgían de entre las posesiones confiscadas a los bajas a quienes se había decapitado. Se habían ejecutado tantos bajas que aquellos volúmenes nunca se acababan. El enano, con una alegría cruel, decía que cualquier bajá que encargara un libro a su nombre y lo hiciera ilustrar con pan de oro olvidándose con la embriaguez de sus riquezas y su poder de que era sólo un siervo, tenía bien merecido que lo decapitaran y que confiscaran sus posesiones. Cuando, incluso en aquellos libros, algunos de ellos álbumes, otros manuscritos iluminados y otras colecciones de poesía ilustradas, me encontraba la escena en que Sirin se enamora de Hüsrev mirando su imagen, me detenía y la contemplaba largo rato.

La pintura dentro de la pintura, o sea, la imagen de Hüsrev que Sirin veía en su paseo por el campo, nunca estaba clara. Y no era porque los ilustradores no pintaran lo bastante bien como para hacer algo tan pequeño como una pintura dentro de otra. La mayoría de los ilustradores son capaces de trabajar tan delicadamente como para pintar sobre uñas, granos de arroz e incluso cabellos. Entonces, ¿por qué no pintaban con tanta claridad como para poder reconocerlo el rostro y los ojos del apuesto Hüsrev, de quien Sirin se enamoraba al verlo? En cierto momento después de mediodía, mientras pensaba en preguntarle todo aquello al Maestro Osman para ver si así podía olvidar mi desesperación, estaba hojeando al azar las páginas de un confuso álbum que había caído en mis manos cuando vi un caballo que me llamó la atención sobre la tela en la que estaba pintada una procesión nupcial. Por un momento los latidos de mi corazón perdieron su ritmo.

Allí, ante mí, había un caballo de extraños ollares. Conducía a una coqueta novia y me miraba. Era como si aquel caballo mágico fuera a susurrarme un secreto. Como en un sueño, quise gritar pero no me salía la voz.

Agarré el libro, fui corriendo entre baúles y objetos hasta donde se encontraba el Maestro Osman y abrí la página ante él.

Miró la ilustración.

Me impacienté al no ver un brillo en su rostro.

– Los ollares del caballo son exactamente iguales a los del caballo hecho para el libro de mi Tío -le dije.

Acercó la lente al caballo. Aproximó tanto los ojos a la lente y a la pintura que su nariz casi tocaba la página.

Como el silencio se prolongaba ya no pude aguantarlo más.

– Como puede ver, no es un caballo pintado de la misma manera y con el mismo estilo que el hecho para el libro de mi Tío. Pero los ollares son iguales. El ilustrador intentó ver el mundo como lo veían los chinos -guardé silencio por un momento-. Es una procesión nupcial. Parece una pintura china, pero los personajes no son chinos, son como nosotros.

Ahora la lente del maestro parecía pegada a la pintura y su nariz a la lente. Para ver mejor no sólo puso en movimiento los ojos, sino, y con todas sus fuerzas, la cabeza, los músculos del cuello, su anciana espalda y sus hombros. Hubo un largo silencio.

– Los ollares del caballo están cortados -dijo mucho después sin aliento.

Acerqué mi cabeza a la suya. Miramos largo rato los ollares mejilla contra mejilla. De repente me di cuenta con tristeza no sólo de que los ollares del caballo estaban cortados, sino de que el Maestro Osman tenía dificultades para ver.

– Lo ve, ¿no?

– Muy poco -me contestó-. Descríbeme la pintura.

– En mi opinión es una novia triste -dije apenado-. La novia va montada en un caballo con los ollares cortados, está rodeada por guardias y lleva una compañía que le es extraña. Las caras de los hombres, sus gestos duros, sus aterradoras barbas negras, sus ceños fruncidos, sus espesos bigotes, su constitución maciza, sus túnicas de tela fina y sencilla, su calzado delicado, sus gorros de piel de oso, sus hachas y sus espadas demuestran que son turcomanos de los Ovejas Blancas de Transoxiana. La hermosa novia, a la que le queda mucho camino por delante a juzgar por el hecho de que viaja de noche con su doncella y a la luz de candiles y antorchas, quizá sea una desdichada princesa china.

– O bien creemos que es china porque el ilustrador, para resaltar la perfecta belleza de la novia, le pintó los ojos rasgados como los de los chinos de la misma manera que le ha pintado la cara de blanco, como hacen los chinos -dijo el Maestro Osman.

– Sea quien sea, me da pena esta triste belleza que viaja a medianoche por medio de la estepa acompañada por guardias extraños de dura mirada hacia un país extranjero donde la espera un marido a quien nunca ha visto. ¿Cómo podremos comprender quién es nuestro ilustrador por los ollares cortados del caballo que monta? -le pregunté inmediatamente después.

– Pasa las páginas del álbum y cuéntame lo que ves -me ordenó el Maestro Osman.

Ahora estaba con nosotros también el enano, a quien poco antes, cuando le llevaba corriendo el volumen al Maestro Osman, había visto sentado en el orinal, y los tres observábamos las páginas que iba pasando.

Vimos hermosas muchachas chinas, pintadas de la misma manera en que lo estaba nuestra novia triste, que se encontraban reunidas en un jardín tocando un extraño laúd. Vimos pagodas, melancólicas caravanas que iniciaban largos viajes, árboles de la estepa y paisajes de la estepa misma, tan hermosos como viejos recuerdos. Vimos árboles que se retorcían a la manera china con sus flores primaverales abiertas con todo su vigor y alegres y alborotadores ruiseñores en sus ramas. Vimos príncipes hablando de poesía, vino y amor sentados en tiendas a la manera del Jurasán, jardines maravillosos, apuestos señores que salían de caza montados muy erguidos en exquisitos caballos llevando en el brazo halcones espléndidos. Luego pareció pasar un demonio por entre las páginas porque sentimos que en las ilustraciones el mal era, en la mayoría de las ocasiones, una razón en sí misma. ¿Había añadido algo irónico el ilustrador a los movimientos del heroico príncipe que mataba al dragón con su lanza gigantesca? ¿Se había regodeado en la pobreza de los míseros campesinos que esperaban que el jeque les curara sus males? ¿Le producía más placer dibujar los ojos tristes de los pobres perros enlazados el uno con el otro al aparearse, o colorear con un rojo diabólico las bocas abiertas de las mujeres que los miraban riéndose? Luego vimos los verdaderos demonios del ilustrador: aquellas extrañas criaturas se parecían a los duendes y a los gigantes que tantas veces habían dibujado los antiguos maestros de Herat y los ilustradores del Libro de los reyes, pero la satírica habilidad del pintor los había representado más malignos, más agresivos y más humanos. Vimos terroríficos demonios de tamaño humano pero con los cuerpos contrahechos, cuernos nudosos y colas de gato y nos reímos de ellos. Mientras yo pasaba las páginas, aquellos demonios desnudos, de cejas rebeldes, caras regordetas, ojos enormes, dientes puntiagudos, uñas cortantes y piel oscura y arrugada como la de los viejos, comenzaron a luchar entre ellos, a robar un enorme caballo para sacrificarlo a sus dioses, a saltar y a jugar, a cortar árboles, a secuestrar hermosas princesas en sus palanquines, a capturar dragones y a robar tesoros. Le expliqué que Cálamo Negro, el ilustrador que había pintado los demonios en aquel volumen en el que habían participado tantas manos, había pintado también unos derviches kalenderis con la cabeza rasurada, la ropa hecha harapos, con cadenas de hierro al cuello y con cayados en la mano, y el Maestro Osman me escuchó con atención haciéndome repetir una y otra vez los parecidos.