El frío de las salas del Tesoro se me había metido tan dentro que me dio la impresión de que sobre las calles de la ciudad había descendido un dulce aire de primavera temprana. Moderé el paso al cruzar por el mercado de Eskihan y pasar ante los colmados, las barberías, las perfumerías, las fruterías y las leñerías que iban cerrando una a una, y observaba con atención las barricas, los manteles, las zanahorias y los tarros iluminados por candiles en el interior de las cálidas tiendas.
La calle de mi Tío, no es ya que no diga «mi calle», ni siquiera puedo decir «la calle de Seküre» todavía, me pareció un lugar aún más extraño y lejano tras dos días de ausencia. Pero la alegría de haber regresado sano y salvo a Seküre y la idea de que esa noche podría entrar en la cama de mi amada, ya que se podía considerar que el asesino había sido descubierto, me hacía sentirme tan próximo al mundo entero que al ver el granado y el postigo cerrado recién arreglado, tuve que contenerme para no gritar como un campesino que llama a alguien que está en la otra orilla de un arroyo. Porque al ver a Seküre lo primero que quería decir era «Ya se sabe quién es el vil asesino».
Abrí la puerta del patio. No sé si por el chirrido de la puerta, por la despreocupación con la que un gorrión bebía del cubo del pozo o por la oscuridad de la casa, pero lo cierto es que me di cuenta enseguida con ese instinto lobuno del hombre que ha vivido completamente solo durante doce años de que no había nadie en la casa. Cuando uno comprende apenado que se ha quedado solo insiste, no obstante, en abrir todas las puertas, todos los armarios, hasta las tapaderas de los pucheros abre. Yo hice lo mismo. Miré incluso en los baúles.
Lo único que oí a lo largo de aquel prolongado silencio fue el estruendo de mi corazón latiendo a toda velocidad. Como un anciano que ya no estuviera para esas cosas, sólo encontré consuelo cuando saqué mi espada del fondo del baúl más alejado, donde la había escondido, y me la ceñí a la cintura. En tantos años de empuñar la pluma mi espada de empuñadura de marfil siempre me había dado paz interior y equilibrio, incluido el equilibrio necesario para caminar. Los libros, aunque los tomamos por consuelo, sólo añaden profundidad a nuestra desdicha.
Bajé al patio. El gorrión ya se había ido. Salí de la casa abandonándola en el silencio de una oscuridad cada vez mayor, como si abandonara un barco que se va a pique.
Corre, me decía ahora mi corazón con mayor confianza en sí mismo, ve y encuéntralos. Corrí. Pero me fui moderando según aumentaba el número de perros que me seguían alegres por haber encontrado una diversión en los patios de las mezquitas que cruzaba usándolos como atajos para evitar los lugares más abarrotados.
53. Me llamo Ester
Estaba preparando sopa de lentejas para la cena cuando Nesim me dijo «Hay alguien en la puerta que pregunta por ti». «Que no se pegue la sopa», le avisé después de pasarle el cucharón, tomar su anciana mano en la mía y dar un par de vueltas con ella a la cazuela. Porque si no se lo enseño se puede pasar horas con la cuchara metida en la sopa sin removerla.
Cuando vi a Negro en la puerta simplemente sentí pena por él. Tenía algo en la cara que a una le daba miedo preguntar lo que había pasado.
– No entres -le dije-. Me cambio y ahora mismo estoy contigo.
Me puse el vestido rosa y amarillo que uso cuando me llaman a las celebraciones de Ramadán, a las mesas de los ricos o a las bodas largas y cogí mi atado de los días de fiesta.
– Ya me tomaré la sopa cuando vuelva -le dije al pobre Nesim.
Negro y yo apenas habíamos cruzado una calle de nuestro pequeño barrio judío, donde las chimeneas echan tan poco humo como vapor las cazuelas de los pobres, cuando le dije:
– El antiguo marido de Seküre ha vuelto de la guerra.
Negro estuvo callado hasta que salimos del barrio. Tenía la cara del color de la ceniza, como el atardecer.
– ¿Dónde están? -preguntó mucho después.
Así fue como comprendí que Seküre y los niños no estaban en casa.
– En su casa -me di cuenta de inmediato de que aquello se marcaría como un hierro al rojo en el corazón de Negro porque me refería a la antigua casa de Seküre y quise abrir una puerta a la esperanza-. Probablemente.
– ¿Tú has visto a su marido después de que volviera de la guerra? -me preguntó mirándome a los ojos.
– No lo he visto ni a él, ni a Seküre abandonando la casa.
– ¿Y cómo sabes que ha abandonado la casa?
– Por tu cara.
– Cuéntamelo todo -dijo decidido.
Estaba tan preocupado como para no comprender que para que esta Ester, con el ojo en la ventana y el oído en la calle, pueda ser la Ester que encuentra marido a tantas muchachas soñadoras y que llama con toda tranquilidad a la puerta de tantas casas infelices, nunca puede contarlo todo.
– Hasan, el hermano del antiguo marido de Seküre, fue a vuestra casa -vi que le alegraba que hubiera dicho «vuestra casa»- y le dijo a Sevket que su padre estaba a punto de volver de la guerra, que llegaría esa misma tarde y que si no veía a su mujer y a sus hijos se entristecería mucho. Aunque Sevket le dio la noticia a su madre, Seküre fue prudente y no llegó a tomar una decisión. Poco antes de media tarde Sevket se escapó de casa y se refugió con su tío Hasan y su abuelo.
– ¿Cómo te enteras de todas estas cosas?
– ¿No te ha dicho Seküre que Hasan lleva dos años enredando para llevarla de vuelta a su antigua casa? En cierta época Hasan le envió cartas a Seküre a través de mí.
– ¿Le contestó alguna vez Seküre?
– Conozco a todo tipo de mujeres en Estambul -le respondí con orgullo-, y no hay ninguna tan fiel a su casa, a su marido y a su honra como Seküre.
– Pero ahora su marido soy yo.
En su voz había esa falta de confianza tan masculina que siempre me ha dado tanta pena. Por donde pasa Seküre no quedan más que escombros.
– Hasan escribió una nota en la que decía que Sevket había ido a su casa para esperar a su padre, que su madre se había casado ilegalmente, que el niño era muy desgraciado a causa de su nuevo padre, ese falso marido, y que no pensaba volver, y me la dio para que yo se la llevara a Seküre.
– ¿Y qué hizo Seküre?
– Te esperó toda la noche sola con el pobre Orhan.
– ¿Y Hayriye?
– Hayriye lleva años aguardando la menor oportunidad para ponerle la zancadilla a tu bella esposa. Por eso se le metía en la cama a tu difunto Tío. Cuando Hasan vio que Seküre había pasado la noche sola muerta de miedo por el asesino y los fantasmas le envió otra nota conmigo.
– ¿Qué decía?
– Gracias a Dios esta pobre Ester no sabe leer ni escribir y así cuando señores furiosos y padres irritables le preguntan eso puede responder: yo no puedo leer las cartas, sino sólo las caras de las hermosas jovencitas que las leen.
– ¿Y qué leíste?
– Desesperación.
Estuvimos largo rato sin hablar. Vi una lechuza que esperaba la noche posada en el tejado de una pequeña iglesia griega. Vi mocosos del barrio que se reían de mi ropa y de mi atado. Vi un perro sarnoso que bajaba a la calle desde un cementerio con cipreses rascándose alegre.
– ¡Despacio! -le grité luego a Negro-. Yo no puedo subir estas cuestas como tú. ¿Dónde me llevas con este atado encima?
– Antes de que tú me lleves a casa de ese Hasan yo te llevo a la de hombres valientes y generosos para que abras el atado y les vendas pañuelos bordados con flores, fajines de seda y faltriqueras con bordados de plata para sus amantes secretas.
Era algo bueno que Negro todavía pudiera gastar bromas en su triste situación, pero enseguida percibí la parte seria de su broma:
– Si vas a reclutar un ejército, no te llevaré a casa de Hasan -le dije-. Me dan pánico las peleas y las riñas.
– Si eres la inteligente Ester de siempre, no habrá ni peleas ni riñas.