Pasamos Aksaray y entramos en el camino que iba hacia atrás en dirección a los bosques de Langa. En lo alto del fangoso camino, en un barrio que había visto días mejores, Negro entró en una barbería que todavía estaba abierta. Vi que hablaba con un muchacho de rostro limpio y hermosas manos y con el maestro al que afeitaba a la luz del candil. Sin que pasara mucho el barbero, su guapo aprendiz y otros dos hombres se unieron a nosotros en Aksaray. Llevaban espadas y hachas. En un callejón de Sebdizehzadebasi se nos unió en la oscuridad, espada en mano, un estudiante de medersa a quien nunca me habría imaginado mezclándose en tales asuntos de matones.
– ¿Vais a asaltar una casa en la ciudad en pleno día? -pregunté.
– No es de día, es de noche -respondió Negro con un tono más satisfecho que bromista.
– No te confíes tanto sólo porque has reunido un ejército -le dije-. Que los jenízaros no vean que va por ahí un ejército completamente armado.
– No nos verá nadie.
– Ayer los hombres del predicador de Erzurum asaltaron primero una taberna y luego el monasterio de los Cerrahi en Sagirkapi y sacudieron a todo el mundo. Murió un anciano al que le dieron un estacazo en la cabeza. En la oscuridad pueden pensar que sois de ellos.
– Me he enterado de que fuiste a casa del difunto Maese Donoso, de que viste los caballos con la tinta corrida que tenía su mujer, que Dios la bendiga, y de que avisaste de todo a Seküre. ¿Andaba mucho Maese Donoso con los hombres de ese predicador de Erzurum?
– Si le he tirado a su mujer un poco de la lengua ha sido porque pensaba que podía ser de alguna utilidad para mi pobre Seküre -respondí-. En realidad, había ido a mostrarle las telas que acababan de llegar en el barco de Flandes. No para mezclarme en vuestros asuntos legales y políticos, que mi pobre cabeza de judía no alcanza a comprender.
– Señora Ester, eres muy inteligente.
– Si lo soy, déjame que te diga esto: los hombres de ese predicador de Erzurum van a desmandarse todavía más, van a hacer mucho daño, temedlos.
Al entrar por la calle que hay por detrás de la Puerta del Mercado, mi corazón se aceleró de miedo. Las ramas desnudas y mojadas de los castaños y las moreras brillaban a la luz pálida de la media luna. Un viento que soplaban duendes y espectros sacudió los bordados de mi atadillo haciéndolo zumbar y pasó silbando entre los árboles llevando el olor de nuestra comitiva a todos los perros del barrio, que nos esperaban emboscados. Cuando comenzaron a ladrar de uno en uno y por parejas le señalé la casa a Negro. Observamos por un momento el techo y los postigos oscuros. Negro apostó a sus hombres alrededor de la casa, en la huerta desierta, a ambos lados de la puerta del patio y detrás de las higueras de la parte posterior.
– En ese callejón hay un asqueroso mendigo tártaro -le dije-. Está ciego, pero sabe mejor que el sereno quién entra y sale de la calle. Se está masturbando continuamente, como los desvergonzados monos del Sultán. Dale ocho o diez ásperos sin tocarlo y te lo contará todo.
Desde lejos vi cómo Negro primero le daba el dinero al tártaro y luego le presionaba apoyándole la hoja de la espada en el cuello. Después, no sé cómo pasó, el aprendiz del barbero, que yo creía que estaba vigilando la casa, comenzó a golpear al tártaro con el mango de su hacha. Estuve mirando un poco pensando que enseguida se terminaría aquello, pero el tártaro había empezado a llorar. Eché a correr y se lo arrebaté de las manos antes de que lo matara.
– Me ha mentado a la madre -decía el aprendiz de barbero.
– Dice que Hasan no está en la casa -me explicó Negro-. ¿Podemos fiarnos del ciego? -me alargó una carta que había escrito allí mismo-. Toma esto y llévalo a la casa, dáselo a Hasan y, si él no está, a su padre.
– ¿No le has escrito nada a Seküre? -le pregunté mientras cogía la carta.
– Si le envío una carta aparte, los hombres de la casa se lo tomarán como una provocación -me explicó Negro-. Dile que he encontrado al miserable asesino de su padre.
– ¿Es eso verdad?
– Tú díselo.
Regañé al tártaro, que seguía lloriqueando y lamentándose hasta conseguir que se callara.
– No olvides todo lo que he hecho por ti -le dije, y me di cuenta de que estaba alargando aquello para no tener que irme.
¿Por qué habría metido las narices en todo aquel asunto? Hacía dos años habían matado a una buhonera en la Puerta de Edirne y le habían cortado las orejas porque la muchacha que había prometido se había casado con otro tipo. Mi abuela me decía que los turcos, la mayor parte de las veces, mataban a la gente sin razón alguna. Eché muchísimo de menos a mi Nesim, que ahora estaría en casa tomándose la sopa de lentejas. Por mucho que mis pies me tiraran hacia atrás caminé hacia la casa pensando que Seküre estaría allí. Además me comía la curiosidad.
– ¡Buhoneraaa! Tengo sedas de china para vestidos de fiesta.
Noté que se movía la luz anaranjada que se filtraba por entre los postigos. Se abrió la puerta. El amable padre de Hasan me hizo pasar. La casa estaba calentita, como las casas de los ricos. Seküre, que estaba sentada a la mesa con los niños a la luz de la lámpara, se puso en pie en cuanto me vio.
– Seküre -le dije-. Ha venido tu marido.
– ¿Cuál?
– El nuevo. Ha rodeado la casa con hombres armados. Y están dispuestos a pelear con Hasan.
– Hasan no está en casa -intervino su atento suegro.
– Mejor, gracias a Dios. Toma esto -le dije al padre entregándole la carta de Negro como un orgulloso embajador que presentara la despiadada voluntad del Sultán.
– Ester -me dijo Seküre mientras su afable suegro leía la carta-, ven, que te sirva un poco de sopa de lentejas, entrarás en calor.
– No me gusta -le dije primero. No me había hecho ninguna gracia su manera de hablar, como si fuera la dueña de la casa. Pero cuando me di cuenta de que quería hablar conmigo a solas agarré la cuchara y la seguí.
– Díle a Negro que todo ha sido por culpa de Sevket -susurró-. Ayer lo esperé toda la noche sola con Orhan muerta de miedo por el asesino. Orhan se pasó la noche temblando. ¡Mis hijos separados! ¿Qué madre puede estar apartada de sus hijos? Negro no volvía y me trajeron noticias de que los torturadores de Nuestro Sultán le habían hecho hablar y que tenía que ver con la muerte de mi padre.
– ¿No estaba Negro contigo cuando mataron a tu padre?
– Ester -me dijo mi preciosa abriendo enormemente sus ojos negros-, por favor, ayúdame.
– Dime por qué has vuelto aquí para que pueda comprenderlo y ayudarte.
– ¿Crees que sé por qué he vuelto? -hizo un gesto como si fuera a echarse a llorar-. Negro maltrató a mi Sevket y, cuando Hasan dijo que el verdadero padre de mis hijos había regresado, lo creí.
Pero yo comprendía por su mirada que me estaba mintiendo y ella sabía que yo lo sabía. «¡Me dejé engañar por Hasan!», susurró y sentí que con eso quería que yo entendiera que amaba a Hasan. Pero ¿entendía Seküre que había empezado a pensar más en Hasan porque se había casado con Negro?
Se abrió la puerta y entró Hayriye llevando un pan recién salido del horno que olía estupendamente. Por la cara de desagrado que puso en cuanto me vio me di cuenta de que aquella pobre cosa era una herencia maldita que le había quedado a Seküre después de la muerte del Tío y que no podría venderla ni echarla de su casa. Al volver Seküre junto a sus hijos a la habitación con el pan recién horneado, comprendí la verdad. Lo que Seküre buscaba y no podía encontrar no era un marido que la amara, fuera el padre de sus hijos, fueran Hasan o Negro, lo difícil era encontrar un padre que pudiera querer a aquellos niños de ojos enormemente abiertos por el miedo. Seküre estaba dispuesta a amar con toda su buena intención a cualquier marido aceptable.
– Lo que buscas lo buscas con el corazón -le dije sin pensar-. Pero tienes que tomar una decisión con la cabeza.
– Ahora mismo volveré junto a Negro con mis hijos -me respondió-. ¡Pero tengo mis condiciones! -guardó silencio un momento-. Se portará bien con Sevket y Orhan. No me pedirá cuentas por haberme refugiado aquí. Y cumplirá, él ya las sabe, las condiciones de nuestro matrimonio. Anoche me dejó completamente a solas a merced de los asesinos, los ladrones, los espíritus malignos y de Hasan.