Acercando el candil, estuvo mirando mis papeles, una página que estaba casi terminada -presos por deudas que le imploraban al sultán que les liberase de sus cadenas y que conseguían su gracia-, mis pinturas, mis atriles, mis cuchillas, mis palilleros, mis pinceles, todo lo que había alrededor de mi mesa de trabajo, mis sellos, mis cortaplumas, por entre las cajas de papel y de cálamos y en los armarios, los baúles, por debajo de los almohadones, una de las tijeras de papel, debajo del blando almohadón rojo y luego de la alfombra y después volvió a investigar de nuevo en los mismos lugares. Como me había dicho cuando desenvainó la daga, no tenía intención de registrar toda mi casa sino sólo mi cuarto de trabajo. Como si yo no hubiera ocultado ya lo único que me interesaba esconder, a mi mujer, en la habitación desde la que seguro que nos estaba observando.
– El libro que estaba preparando mi Tío tenía una última ilustración -dijo-. El que lo mató la robó.
– Era distinta de las otras -le respondí de inmediato-. El difunto Tío me había hecho pintar un árbol en un rincón. En una parte del fondo… En el centro y delante estaría el trabajo de otro; probablemente, la imagen de Nuestro Sultán. Había un espacio muy grande preparado pero no se había pintado nada. Como los objetos del fondo debían estar reducidos, como hacen los francos, me pidió que dibujara el árbol pequeño. Según iba avanzando la pintura daba la impresión, no de que fuera una ilustración, sino de que estuvieras mirando el mundo por la ventana. Fue entonces cuando comprendí que en una ilustración hecha con el estilo de la perspectiva de los francos las líneas de los márgenes y la iluminación ocupan el lugar del marco de una ventana.
– Los márgenes y la iluminación los hacía Maese Donoso.
– Si me lo estás preguntando, ya te he dicho que yo no lo maté.
– Un asesino nunca confiesa haber matado -replicó con rapidez, y me preguntó qué estaba haciendo en el café cuando lo asaltaron.
Colocó el candil un poco más allá del almohadón donde yo estaba sentado, entre mis papeles y las páginas que estaba pintando, de manera que me alumbrara la cara. Él daba vueltas por la habitación, como una sombra en la oscuridad.
Además de lo que ya os he dicho, que en realidad iba muy poco al café y que estaba allí por casualidad, le conté que había hecho dos de las pinturas de las que se colgaban de sus paredes pero que nunca me había gustado lo que ocurría allí.
– Porque si la fuerza del ilustrador proviene, en lugar de su talento, del amor a la pintura y de su deseo de llegar a Dios, del deseo de denigrar y castigar las miserias de la vida, acaba por ser él mismo el denigrado y castigado. Injurie al predicador de Erzurum o al mismísimo Diablo. Además, si en ese café no se hubieran metido con los erzurumíes, quizá no lo hubieran asaltado esta noche.
– Pero de todas formas ibas por allí -dijo el muy miserable.
– Iba porque allí me divertía -¿comprendía lo sincero que estaba siendo?-. Nosotros, los hijos de Adán, podemos conseguir un gran placer con algo a pesar de que nuestra conciencia y nuestra inteligencia sepan que está feo y mal -añadí-. Y me daba vergüenza divertirme con aquellas pinturas baratas, con las imitaciones, con las historias del Diablo, del dinero y del perro contadas de mala manera sin ritmo ni rima.
– Entonces, ¿para qué ibas a ese café de descreídos?
– De acuerdo -le respondí atendiendo a una voz interior-, a veces tengo una sospecha que me corroe el corazón como si fuera un gusano. Voy a contártelo: desde que he sido abiertamente reconocido como el ilustrador más hábil y de mayor talento del taller no sólo por parte del Maestro Osman, sino también por parte del Sultán, he empezado a tener tal miedo de la envidia de los demás que voy, aunque sólo sea un poco, a los lugares que frecuentan, me paso el rato con ellos e intento parecerme a ellos para que no me odien a muerte. ¿Lo entiendes? Y desde que empezaron a decir que yo era uno de los erzurumíes voy a ese café de miserables descreídos para que nadie se crea dicho rumor.
– El Maestro Osman me ha dicho que muchas veces te comportabas como si quisieras pedir disculpas por tu habilidad y tu talento.
– ¿Y qué más te ha dicho sobre mí?
– Que pintabas ilustraciones minúsculas y estúpidas en granos de arroz y en uñas para que creyeran que renunciabas a la vida por amor a la pintura. Decía que siempre estabas esforzándote por gustar a los demás porque te avergonzaba el talento que Dios te había dado.
– El Maestro Osman no tiene nada que envidiarle a Behzat -dije con toda sinceridad-. ¿Qué más?
– Me explicó tus defectos sin dudar ni un instante.
– Dímelos.
– Me dijo que a pesar de tu talento no pintabas por amor a la pintura sino para caer bien a los demás. Que lo que más te gustaba de pintar era imaginarte el placer que obtendrían los que contemplaran la obra. Sin embargo, deberías haber pintado por el propio placer de la pintura.
Me hirió en el corazón que el Maestro Osman le hubiera confesado de una manera tan abierta lo que pensaba sobre mí a un hombre con tan poco carácter como para consagrar su vida, en lugar de al arte, a ser secretario, a escribir cartas y adular a sus patrones. Negro continuó:
– Me contó que los grandes maestros antiguos nunca se doblegaban a abandonar las maneras y los estilos que habían conseguido alcanzar entregando sus vidas a la pintura simplemente por el poder de un nuevo sha, los caprichos de un nuevo príncipe o los gustos de una nueva época, y que para evitar que les forzaran a cambiar de maneras y estilos preferían cegarse heroicamente. No obstante, con la excusa de que eso era lo que quería Nuestro Sultán, vosotros habíais imitado a los maestros francos, de forma entusiasta pero deshonrosa, en las páginas del libro de mi Tío.
– El Gran Ilustrador, el Maestro Osman, no quería decir nada malo con eso -le respondí-. Voy a preparar algo de tila para mi invitado.
Pasé a la habitación contigua. Mi amor, llevando el camisón de seda china que le había comprado a Ester la buhonera, se me echó al cuello, me remedó diciendo «¡Voy a preparar algo de tila para mi huésped!» y me puso la mano en el cálamo.
Del fondo del armario, que ella había abierto y que era el lugar más cercano a nuestra cama, cogí la espada de empuñadura de ágata que tenía entre unas sábanas que olían a pétalo de rosa y la desenvainé. Esta espada está tan afilada que si dejas caer sobre ella un pañuelo de seda lo corta en dos y si se trata de una hoja de pan de oro los bordes resultan tan rectos como cortados con una regla.
Regresé al cuarto de trabajo ocultando la espada. El señor Negro estaba tan complacido con su interrogatorio que seguía dando vueltas alrededor del almohadón rojo con la daga en la mano. Coloqué sobre el almohadón una página a medias. «Mira esto», le dije y él se arrodilló con curiosidad intentando entenderla.
Me coloqué a sus espaldas, saqué la espada y le derribé de un golpe echándome encima de él. La daga se le cayó. Mientras le apretaba la cabeza contra el suelo agarrándole del pelo apoyé la espada en su garganta. Mi pesado cuerpo, boca abajo, aplastaba el delicado cuerpo de Negro y al mismo tiempo le apretaba de tal manera la cabeza con la barbilla y la mano que casi tocaba la punta de la espada. Una de mis manos estaba ocupada con su sucio pelo y con la otra apoyaba la espada en la delicada piel de su garganta. Fue lo bastante inteligente como para no moverse porque en cualquier momento habría derramado su sangre. Me ponía aún más nervioso el estar tan cerca de su rizado pelo, de su incitante nuca, a la que en otro momento me habría gustado dar una insolente colleja, y de sus feas orejas.
– Me estoy conteniendo a duras penas para no matarte aquí mismo -le susurré al oído como quien confiesa un secreto.
Me gustó que me escuchara como un niño bueno, sin hacer el menor ruido.
– Sabrás la leyenda por el Libro de los reyes -continué susurrando-Feridun Sha comete un error, parte su reino en tres y les da los peores países a sus dos hijos mayores y al menor, Ireç, le da el mejor país, Irán. Tur, decidido a vengarse, engaña a su hermano menor, Ireç, a quien envidiaba, y antes de cortarle la garganta le agarra del pelo como yo te estoy agarrando ahora y, también como yo te estoy haciendo ahora, se echa con todo el peso de su cuerpo sobre su hermano pequeño. ¿Sientes el peso de mi cuerpo?