– Había oído el nombre de Mehmet el Largo el Jorasaní, pero no sabía esta historia -dijo Negro.
Muy delicadamente había hecho aquel comentario para indicar que había comprendido que la historia había terminado y que su mente estaba ocupada con lo que acababa de contarle. Guardé silencio un rato para que me observara a placer. Porque, como me hacía sentir incómodo el que mis manos estuvieran quietas, en cuanto empecé a contarle la segunda historia seguí pintando allí donde me había interrumpido cuando llamó a la puerta. Mi apuesto aprendiz Mahmut, que se sentaba siempre a mis pies y mezclaba las pinturas, afilaba los cálamos y, a veces, borraba mis errores, permanecía a mi lado contemplándome y escuchándome en silencio. Del interior de la casa nos llegaban los ruidos de mi mujer.
– ¡Ah! -dijo Negro-. El sultán se ha puesto en pie.
Mientras observaba admirado la pintura me comporté como si el motivo de su admiración no tuviera la menor importancia, pero a vosotros os lo voy a confesar abiertamente: en cada una de las doscientas pinturas en las que se describen los cincuenta y dos días de las ceremonias de la circuncisión del Libro de las festividades que estábamos haciendo, nuestro Exaltado Sultán aparece sentado observando el desfile de artesanos, gremios, plebe, soldados y bandoleros que pasan a los pies de su balcón. Sólo en aquella pintura que estaba haciendo lo había dibujado de pie, arrojando dinero de unas bolsas repletas de florines a la multitud de la plaza. Lo había hecho para poder pintar el asombro y la excitación de aquellas multitudes que se acogotaban, se daban puñetazos y se pateaban mientras elevaban sus culos al cielo para recoger las monedas esparcidas por el suelo.
– Si el amor es el tema de una escena, debe ser pintada con amor -dije-. Y si es el dolor, el dolor debe fluir de la pintura. Pero este dolor no debe estar en los personajes ni en sus lágrimas, sino que debe surgir de la armonía interna de la ilustración, que en un primer momento no se ve pero se siente. Yo nunca he dibujado la sorpresa, como cientos de maestros ilustradores llevan siglos haciendo, con alguien que se lleva el índice al círculo de la boca, sino que he hecho que de toda la pintura emanara sorpresa. Y eso es lo que ocurre al poner de pie a nuestro soberano.
No paraba de darle vueltas a cómo miraba mis cosas y mis instrumentos de pintura, de hecho toda mi vida, buscando una pista, y de repente vi mi propia casa a través de su mirada.
Ya conocéis esas pinturas de palacios, baños y fortalezas que se hicieron durante una época en Tabriz y en Shiraz; para que vaya paralela a la atención de Dios, que todo lo ve y lo entiende, el ilustrador parecía cortar por la mitad con una enorme y milagrosa cuchilla el palacio que pintaba y dibujaba todo lo que contenía: ollas y pucheros, vasos, decoraciones de pared imposibles de ver desde el exterior, cortinas, el loro en su jaula y, en el lugar más recóndito, los cojines en los que se recostaba la más bella entre las bellas, cuya cara jamás había visto el sol. Negro, como el lector aficionado que contempla admirado esa pintura, observaba mis obras, mis papeles, mis libros, a mi hermoso aprendiz, el Libro de las vestiduras que había hecho para los viajeros francos y mis álbumes, las escenas de coitos y las páginas indecentes que había bosquejado a toda prisa y en secreto para un bajá, mis tinteros multicolores de cristal, bronce y arcilla, mis cortaplumas de marfil, mis cálamos con mango de oro y la mirada de mi apuesto aprendiz.
– Al contrario de los maestros antiguos, yo he visto muchas batallas, muchas -dije para llenar el silencio con mi presencia-. Máquinas de guerra, cañones, ejércitos, muertos. Siempre era yo quien decoraba los techos de las tiendas de campaña de Nuestro Sultán y sus bajas. Cuando volvía a Estambul después de cada guerra, pintaba escenas de batallas que todo el mundo olvidaría, cadáveres partidos en dos, ejércitos entrelazados en la lucha, pobres desdichados soldados infieles que miraban aterrorizados desde los bastiones de fortalezas sitiadas nuestros cañones y nuestros ejércitos, rebeldes a los que se decapitaba, la excitación de caballos cargando al galope. Todo lo que he visto se me queda en la memoria: una cafetera nueva, un tirador de ventana como nunca antes he visto, un cañón, un gatillo de mosquete franco de un tipo nuevo, de qué color se ha vestido cada cual en un banquete, qué ha comido, quién puso cómo su mano dónde…
– ¿Cuál es la moraleja de esas tres historias que me has contado? -me preguntó Negro con un tono que quería resumirlo todo y, un poco, también pedirme cuentas.
– Alif -le respondí-. La primera historia, la del alminar, demuestra que por mucho que sea el talento de un ilustrador, lo que hace perfecta a la pintura es el tiempo. Bá: la segunda historia, la del harén y el libro, demuestra que las únicas maneras de sustraerse al tiempo son el talento y la pintura. Dime tú la moraleja de la tercera, pues.
– ¡Yim! -contestó Negro con una enorme confianza en sí mismo-. La tercera historia, la del ilustrador de ciento diecinueve años, resume alif y bá y demuestra que el tiempo de quien se aparta de la vida y la pintura perfectas se termina y él mismo acaba por morir. Esa es la moraleja.
14. Me llaman Aceituna
Fue después de la oración del mediodía; estaba esbozando a toda prisa pero enormemente complacido dulces caras de muchachos cuando llamaron a la puerta. La mano me tembló de puro nerviosismo, así que solté el cálamo. Mal que bien dejé a un lado el tablero de dibujo que sostenía en mi regazo, corrí como si volara y antes de abrir la puerta recé: Dios mío… No pienso ocultaros nada a vosotros, que escucháis lo que voy a contar en este libro, porque estáis mucho más cercanos a Dios que nosotros, viles siervos de Nuestro Sultán que habitamos este sucio y miserable mundo: el soberano de la India, Ekber Jan, el sha más rico del mundo, ha encargado un libro destinado a convertirse en legendario y ha enviado aviso a los cuatro costados del orbe islámico de que los más brillantes ilustradores del mundo vayan junto a él. Ayer vinieron a verme sus enviados en Estambul y me invitaron al país del Indo. Abrí la puerta y no eran ellos sino Negro, al que no recordaba desde la niñez. Antes no se mezclaba con nosotros porque nos tenía envidia. Y ¿pues?
Había venido por amistad, a hablar y ver mis pinturas. Le invité a que viera todo lo que poseo. Venía de besar la mano al Gran Ilustrador, el Maestro Osman. Aquel gran maestro le había dicho la siguiente gran frase: al ilustrador auténtico se le reconoce cuando habla de la ceguera y de la memoria. Para que lo entendáis:
La ceguera y la memoria
Antes de la pintura sólo existía la oscuridad y después de la pintura sólo existirá la oscuridad. Con nuestros pigmentos, nuestro talento y nuestro amor, recordamos la orden que Dios nos dio: ¡Ved! Recordar es saber lo que se ha visto. Saber es recordar lo que se ha visto. Ver es saber sin recordar. Así pues, pintar es recordar la oscuridad. Los grandes maestros, que aman la pintura y que son conscientes de que los colores y la vista están hechos de oscuridad, quieren regresar a la oscuridad divina a través de los colores. El que no tiene memoria no recuerda a Dios ni su oscuridad. La pintura de todos los grandes maestros busca en sus colores esa profunda negrura fuera del tiempo. Dejadme que os explique lo que significa recordar esa oscuridad que encontraron los antiguos grandes maestros de Herat.
Tres historias sobre la ceguera y la memoria
Alif
En la traducción turca de Lamii Çelebi de Dones de la intimidad del poeta Câmi, libro en el que se trata de las vidas de los santos, se dice que en los talleres de Cihan Sha, soberano de las Ovejas Negras, el jeque Ali de Tabriz, el famoso maestro, ilustró un ejemplar maravilloso de Hüsrev y Sirin. Por lo que he oído, el jeque Ali, maestro de maestros, demostró tal talento en aquel libro legendario, cuya preparación duró diez años, y realizó tales maravillas en sus páginas, sólo comparables a lo que hubiera podido pintar Behzat, el más grande de los maestros antiguos, que Cihan Sha pudo comprender que estaba a punto de poseer una maravilla sin par en el mundo cuando el libro todavía estaba a medias. A Cihan Sha, que vivía poseído por el miedo y la envidia que le provocaba su mayor enemigo, Hasan el Largo, monarca de las Ovejas Blancas, se le ocurrió pensar que a pesar de la admiración que despertaría cuando aquel libro maravilloso se terminara, bien podría ser que se pintara un libro aún mejor para Hasan el Largo de las Ovejas Blancas. Como era uno de esos auténticos envidiosos que envenenan su propia felicidad con el miedo de «¿Y si otros son tan felices como yo?», Cihan Sha intuyó de inmediato que si su gran ilustrador preparaba otro libro como aquél, o aún mejor, lo haría precisamente para Hasan el Largo, su principal enemigo. Así pues, para que nadie más pudiera poseer un libro tan prodigioso decidió matar al maestro ilustrador, al jeque Ali, en cuanto lo acabara. Pero una hermosa circasiana de buen corazón de su harén le recordó que bastaría con que dejara ciego al ilustrador. Aquella brillante idea, que Cihan Sha enseguida hizo suya y que anunció a bombo y platillo a los miembros de su entorno, llegó también a oídos del jeque Ali, el maestro ilustrador, pero éste no hizo lo que cualquier ilustrador vulgar habría hecho, dejar el libro a medias y abandonar Tabriz. Incluso, ni siquiera recurrió a métodos como retrasar el libro para aplazar su ceguera ni a pintar mal para que el libro no fuera perfecto. Trabajó con un afán y una convicción más intensos de lo habitual. En la casa en la que vivía solo comenzaba a trabajar después de la oración de la mañana y pintaba los mismos caballos, cipreses, enamorados, dragones y apuestos príncipes hasta que sus ojos agotados derramaban lágrimas de dolor a la luz de los candelabros a medianoche. La mayor parte del tiempo observaba durante días alguna página hecha por los grandes maestros de Herat y copiaba la pintura tal cual en otro papel que ni siquiera miraba. Por fin acabó el libro para Cihan Sha de las Ovejas Negras y, tal y como el maestro ilustrador esperaba, primero fue elogiado y cubierto de oro y después le cegaron con un puntiagudo alfiler de los que se usan para sostener el turbante. El jeque Ali, antes siquiera de que se le pasara el dolor, abandonó Herat y fue junto al soberano de las Ovejas Blancas, Hasan el Largo. «Sí, estoy ciego -le dijo-. Pero tengo en la memoria cada detalle hermoso, cada golpe de cálamo, cada pincelada del libro que he ilustrado en los últimos diez años y mi mano sabe reproducirlo de memoria aunque no vea. Jakán mío, puedo ilustrarte el libro más bello de todos los tiempos. Porque como mis ojos ya no se entretienen ni pierden el tiempo con las inmundicias de este mundo, puedo pintar de memoria y de la manera más pura todas las bellezas de Dios». Hasan el Largo creyó de inmediato al gran maestro y éste mantuvo su palabra y le dibujó de memoria al jakán de las Ovejas Blancas el libro más maravilloso de todos los tiempos. Todo el mundo sabe que fue la fuerza moral que le dio el libro la que permitió que poco después Hasan el Largo de las Ovejas Blancas venciera y matara a Cihan Sha de las Ovejas Negras en una batalla cerca de Bingöl. Este libro portentoso, junto con el anterior que el maestro Ali de Tabriz había hecho para el difunto Cihan Sha, pasó a formar parte del tesoro de Nuestro Sultán cuando el difunto sultán Mehmet el Conquistador venció en la batalla de Otlukbeli al victorioso Hasan el Largo. El que es capaz de ver, sabe.