La respuesta a su pregunta fueron más lágrimas y yo me uní a él con aspecto sincero mientras también buscaba una respuesta. ¿Quiénes eran los enemigos de Donoso? De no haberlo matado yo, ¿qué otro lo habría matado? Recuerdo que en tiempos -creo que en los años en que preparábamos el Libro de los talentos- discutió con algunos a quienes no les importaban un bledo las maneras de los maestros antiguos y que, para decorar más rápido y barato, estropeaban con colores innobles los márgenes de las páginas en las que nosotros, los pintores, tanto habíamos trabajado. ¿Quiénes eran? Aunque luego surgieron ciertos rumores que decían que el motivo de la enemistad no había sido ése sino el amor de un apuesto aprendiz de encuadernador del piso de abajo, pero eso era agua pasada. Además, había a quienes molestaban la elegancia, la finura y el aire femeninamente señorial de Donoso, pero todo aquello tenía que ver con otras razones: como su dependencia servil de los modelos antiguos, lo puntilloso que podía llegar a ser en cuanto a la armonía de colores entre la pintura y la decoración, o el hecho de que señalara en presencia del Maestro Osman y de una manera muy educada pero absolutamente pedante los defectos inexistentes de otros ilustradores, especialmente los míos… Su última disputa había tenido que ver con una cuestión a la que, en tiempos, el Maestro Osman había sido especialmente sensible: si los ilustradores de palacio debían trabajar fuera a escondidas y aceptar en secreto pequeños encargos que no fueran de palacio. Como el interés del Sultán y el dinero del Gran Canciller habían disminuido en los últimos años, todos los ilustradores habían comenzado a visitar por las noches las mansiones de dos pisos de bajas advenedizos y rústicos o, los mejores de ellos, la casa del Tío.
No me importó lo más mínimo que el Tío decidiera no continuar con el libro, con nuestro libro, con la excusa del mal agüero. Por supuesto, sospechaba que alguno de los que adornábamos el libro nos habíamos quitado de en medio al cretino de Maese Donoso. Si vosotros estuvierais en su lugar, ¿os atreveríais a invitar a vuestras casas una noche cada dos semanas a un asesino para que pintara? ¿O antes intentaríais decidir quién era el asesino y quién era el mejor ilustrador? No tengo la menor duda de que en poco tiempo comprendería quién de entre los que acudían a su casa era el de mayor talento tanto en colorear como en decorar, pautando y pintando, dibujando caras y componiendo páginas, y entonces sólo querría seguir trabajando conmigo. Ni se me ocurre pensar que pueda ser tan miserable como para tomar a un ilustrador de auténtico talento como yo por un vulgar asesino.
Seguía de reojo a ese imbécil de Negro que se había traído con él. Cuando aquella pareja se alejó del cementerio y comenzó a bajar hacia el muelle de Eyüp junto con la multitud, que ya había comenzado a dispersarse, yo la seguí. Ellos se subieron a una barca de cuatro remos y yo tomé una de seis con unos jóvenes aprendices que se reían completamente olvidados ya del muerto y del funeral. En cierto momento, a la altura de la Puerta de Fener, nuestras barcas se acercaron hasta el punto de casi abordarse y pude ver de cerca que Negro y el Tío se susurraban algo y de repente volví a darme cuenta de lo fácil que es matar a un hombre. Dios mío, nos has dado a todos ese increíble poder, pero también nos has inspirado miedo para que no lo usemos.
Pero en cuanto uno ha vencido ese miedo y se ha puesto en marcha, se convierte de repente en alguien completamente distinto. Antes no sólo me aterrorizaba el Diablo, sino el más mínimo indicio de maldad que sintiera en mí. Ahora siento que la maldad es algo soportable, incluso necesario para un ilustrador. Si dejamos a un lado el hecho de que las manos me temblaron en los días posteriores al crimen, desde que maté a ese miserable dibujo mucho mejor, coloreo de manera más brillante y osada y, lo que es más importante, veo que mi imaginación crea maravillas. Pero ¿cuánta gente hay en Estambul capaz de apreciarlas?
A la altura de Cibali miré furioso a Estambul desde el mismísimo centro del Cuerno de Oro. Las cúpulas cubiertas de nieve refulgían al sol, que había surgido repentinamente. Cuanto más grande y colorida sea una ciudad, más rincones tendrá en los que ocultar nuestros crímenes y pecados; cuanto más poblada, más gente habrá entre la que mezclarnos con nuestras culpas. La sabiduría de una ciudad no hay que medirla por los sabios que acoge, ni por sus bibliotecas, ni por sus ilustradores, calígrafos y medersas, sino por el número de crímenes tortuosos cometidos en sus calles oscuras a lo largo de miles de años. Siguiendo esa lógica, no me cabe la menor duda de que Estambul es la ciudad más sabia de todo el universo.
Me bajé en el muelle de Unkapani tras Negro y su Tío y les seguí mientras subían la cuesta apoyándose el uno en el otro. Se detuvieron en el solar de un incendio detrás de la mezquita del sultán Mehmet, hablaron por última vez y se separaron. Al quedarse solo, el señor Tío me pareció por un momento un anciano inválido. Me apeteció ir corriendo a su lado, contarle las calumnias de ese miserable de cuyo funeral volvíamos, explicarle lo que había hecho para protegernos a todos de dichas calumnias, y preguntarle: «¿Es cierto lo que decía Maese Donoso? ¿Que nos estamos aprovechando de la confianza de Nuestro Sultán para las pinturas que estamos haciendo? ¿Que estamos traicionando los modelos de nuestro arte y blasfemando contra nuestra religión? ¿Ha terminado la última pintura, la grande?».
Mirando hacia el fondo, me detuve en medio de la calle, que a aquella hora de la tarde los padres e hijos que regresaban a sus casas nos iban dejando a mí, a los duendes y hadas, a los bandidos y ladrones y a la tristeza de los árboles nevados. En el otro extremo, en la suntuosa casa de dos pisos del señor Tío, bajo el tejado que pude entrever por un momento entre las ramas ahora desnudas de los castaños, estaba la mujer más bella del mundo. Pero no quiero perder la cabeza.
19. Yo, el Dinero
Soy un soltaní otomano de veintidós quilates. Llevo el glorioso sello de Su Majestad Nuestro Sultán, el Escudo del Mundo. Aquí, en este bonito café con el ambiente triste que siempre hay después de un funeral, Cigüeña, uno de los grandes maestros de Nuestro Sultán, acaba de pintar mi imagen pero, como es medianoche, no ha podido recubrirme con pan de oro. En fin, podéis completarla en vuestra imaginación. Mi imagen está aquí, pero yo estoy en la bolsa de ese gran maestro, del ilustrador Cigüeña. Ahora se pone en pie, me saca de la bolsa y me muestra a vosotros. Hola, hola, saludos a tan grandes artistas y al resto de los clientes. Mi brillo hace que se os dilaten las pupilas, os excita el reflejo de la llama del candil sobre mí y acabáis por envidiar al maestro Cigüeña, mi dueño. Tenéis razón, porque no hay otra medida del talento del ilustrador que yo.
En tres meses, el maestro Cigüeña ha ganado exactamente cuarenta y siete monedas de oro como yo. Todas estamos en esta bolsa y, mirad, el señor Cigüeña no nos oculta de nadie y sabe que ningún otro ilustrador de Estambul gana tanto. Me enorgullece que por fin me hayan aceptado como medida y que hayan puesto fin a tantas discusiones innecesarias. Antiguamente, antes de que nos acostumbráramos al café y se abrieran nuestras mentes, los ilustradores sin demasiado seso se pasaban las tardes que si yo tengo más talento, que si yo coloreo de verdad, que si yo soy el mejor dibujando árboles, que si nadie me supera haciendo nubes, y se peleaban cada noche y se saltaban los dientes. Ahora que todo sigue mi lógica, existe una dulce armonía en el método de trabajo de los talleres, incluso se llega a unas alturas dignas de los antiguos maestros de Herat.
Dejadme enumerar la enorme variedad de cosas que puedo proporcionaros según dicha lógica además de esa armonía y esa dignidad: un único pie, aproximadamente la quincuagésima parte, de una joven y hermosa esclava; un buen espejo de barbero con el marco de castaño con incrustaciones de hueso; un baúl con cajones bien pintado, con decoración de rosetones y con una cubierta de plata por valor de noventa ásperos; ciento veinte panes recién salidos del horno; tumbas y ataúdes para tres personas; una ajorca de plata; una décima parte de un caballo; las piernas de una esclava gorda y vieja; una cría de búfalo; dos platos chinos de buena calidad; el sueldo de un mes de Mehmet el Derviche, el de Tabriz, uno de los ilustradores persas de los talleres de Nuestro Sultán, y de muchos otros como él; un buen azor de caza con su jaula; diez jarras de vino de Panayot; una hora paradisíaca con Mahmut, uno de los más famosos efebos del mundo. Y muchas otras posibilidades innumerables de contar.