– Vi una pintura parecida a la de este perro, pero más tosca, en el café donde el cuentista narraba sus historias -dijo Negro.
– Mis ilustradores, la mayoría de los cuales están espiritualmente ligados al Maestro Osman, no creen en lo que pintan para mi libro. Supongo que cuando salen de aquí a medianoche se burlan impúdicamente en los cafés de las pinturas que han hecho por dinero y de mí. En cierto momento, Nuestro Sultán se hizo pintar un retrato por un joven pintor veneciano que habíamos traído de la embajada a instancia mía. Luego quiso que el Maestro Osman pintara una copia exacta de aquel óleo a su manera. El Maestro Osman me responsabilizó de que le forzaran a copiar al pintor veneciano, de aquella acción tan fea, y de la vergonzosa pintura que resultó. Tenía razón.
A lo largo de todo aquel día le mostré todas las ilustraciones, excepto la última, que era incapaz de terminar, le provoqué para que escribiera sus historias, le hablé de los caprichos de los ilustradores y de la cantidad de dinero que me gastaba en ellos. Hablamos tanto de la perspectiva y de si el hecho de que en la pintura veneciana los objetos del fondo fueran empequeñeciéndose constituía una impiedad o no, como de si al pobre Maese Donoso lo habrían asesinado por envidia de su dinero o por pura ambición.
Cuando Negro se disponía a regresar a casa aquella noche yo ya estaba seguro de que volvería al día siguiente, tal y como había prometido, y de que seguiría escuchándome las historias de mi libro. Mientras oía cómo se perdía el sonido de sus pasos por la puerta abierta había algo en la fría noche que hacía a mi insomne e inquieto asesino más poderoso y diabólico que mi libro y que yo.
Cerré la puerta con firmeza tras él y, como hacía cada noche, coloqué tras ella el viejo aguamanil que usaba como maceta para la albahaca y estaba cubriendo las brasas con ceniza antes de irme a la cama cuando vi que Seküre estaba frente a mí con un camisón blanco que hacía que pareciera un fantasma en la oscuridad.
– ¿Estás completamente decidida a casarte con este hombre? -le pregunté.
– No, padre. Hace mucho tiempo que abandoné la idea de casarme. Además, estoy casada.
– Si todavía quieres casarte con él, puedo darte permiso.
– No quiero casarme con él.
– ¿Por qué?
– Porque usted no lo quiere. Yo no puedo querer sinceramente a alguien a quien usted no quiere.
Vi por un momento que las brasas del hogar se reflejaban en sus ojos en la oscuridad. Se le saltaban las lágrimas, no de desdicha, sino de pura ira, pero no había el menor enojo en su voz.
– Negro te ama -le dije como contándole un secreto.
– Lo sé.
– Se ha pasado el día escuchándome, no por amor a la pintura, sino por amor a ti.
– Va a terminar el libro, eso es lo importante.
– Tu marido volverá algún día -le dije.
– No sé por qué, quizá haya sido por el silencio, pero esta noche he comprendido por fin que mi marido no volverá nunca. Mis sueños deben de ser ciertos: lo han matado. Hace mucho que ha sido pasto de las alimañas -susurró aquella última frase como si los niños, que estaban dormidos, pudieran escucharla y había una extraña furia en su voz.
– Si me matan -dije-, quiero que te encargues de que se termine este libro al que le he entregado todo lo que poseo. Júramelo.
– Lo juro. Pero ¿quién acabará el libro?
– Negro. Tú puedes conseguirlo.
– Pero si usted ya lo está consiguiendo, padre mío. No me necesita para eso.
– Es cierto, pero me aguanta por ti. Si me matan se asustará y podría abandonar el libro.
– Entonces no puede casarse conmigo -dijo sonriendo mi inteligente hija.
¿De dónde me he sacado que sonreía? A lo largo de toda aquella conversación no pude ver sino el brillo que de vez en cuando aparecía en sus ojos. Estábamos de pie en medio de la habitación, el uno frente al otro, tensos.
– ¿Te comunicas con él? ¿Tenéis algún tipo de señales? -le pregunté sin poderme contener.
– ¿Cómo puede ocurrírsele algo semejante?
Se produjo un largo y doloroso silencio. A lo lejos ladró un perro. Tenía algo de frío y noté un estremecimiento. La habitación estaba ya tan oscura que no podíamos vernos en absoluto y simplemente sentíamos que estábamos allí, frente a frente. Luego nos abrazamos de repente, nos estrechamos con todas nuestras fuerzas. Ella comenzó a llorar y dijo que echaba de menos a su madre. Le besé el pelo, que olía como el de su madre, y la acaricié. La llevé a su cama y la acosté junto a sus hijos, que dormían abrazados. Al pensar en los dos días que acabábamos de dejar atrás, no me cupo la menor duda de que Seküre se comunicaba con Negro.
22. Me llamo Negro
Tras regresar a mi casa aquella noche me deshice rápidamente de la propietaria, que empezaba a creer que era mi madre, me encerré en mi cuarto, me tumbé en la cama y pensé en mi Seküre.
Comencemos por los ruiditos a los que tanta atención había prestado, tan complacido como si se tratara de un juego. No había aparecido en aquella segunda visita a su casa después de doce años de ausencia. Sin embargo, había conseguido envolverme de una manera tan hechicera que estaba seguro de que de cierta manera me observaba continuamente, de que me sopesaba como hipotético marido y de que obtenía de todo ello el placer de un juego de lógica. Por esa misma razón, yo también creía verla continuamente. Así fue como comprendí mejor a qué se refería Ibn Arabi cuando hablaba de la capacidad que tiene el amor de conseguir que se vea lo que no se ve y de que se sienta junto a uno lo invisible.
Podía deducir que Seküre me observaba por mi forma de ser todo oídos a los ruidos de la casa y a los crujidos del entarimado. En cierto momento me di perfecta cuenta de que ella y los niños estaban en la habitación que daba a la antesala porque oí que los niños se peleaban a empujones pero que intentaban amortiguar el ruido probablemente amenazados por las miradas y el ceño fruncido de su madre. De vez en cuando, les oía que cuchicheaban de una forma nada natural, no como se hace para no distraer a alguien que está rezando, por ejemplo, sino de una manera muy afectada y que luego lanzaban risitas.
En otro momento, mientras su abuelo me hablaba de las maravillas de la luz y las sombras, entraron los dos niños, Sevket y Orhan, y nos ofrecieron café sosteniendo con mucho cuidado y esmero la bandeja con unos gestos que se notaba que habían sido ensayados previamente con todo detalle. Pensé que aquello, algo de lo que debería haberse ocupado Hayriye, había sido planeado por la madre para darles a sus hijos la oportunidad de ver de cerca al hombre que más adelante quizá ejerciera de padre con ellos y, así pues, le dije a Sevket «Qué bonitos ojos tienes» e inmediatamente, notando que el pequeño Orhan sentiría celos, añadí «Los tuyos también lo son» y, después de dejar en la bandeja un pálido pétalo de clavel que me saqué de repente del bolsillo, besé a ambos niños en la mejilla. Luego me llegaron desde el otro cuarto todo tipo de risas y risitas.
A veces sentía curiosidad por saber en qué agujero de las paredes, de las puertas cerradas o incluso del techo estaría situado el ojo que me contemplaba y desde qué ángulo lo hacía y me dedicaba a formularme hipótesis observando ciertas grietas, nudos en la madera o puntos que erróneamente tomaba por agujeros, imaginaba cómo estaría Seküre detrás de aquella rendija y de repente sospechaba sin razón de otro punto oscuro y para comprobar si lo que suponía era cierto me levantaba de donde estaba sentado, aun corriendo el riesgo de ser irrespetuoso con mi Tío, que continuaba hablando sin parar, y mientras aparentaba recorrer absorto la habitación con aspecto preocupado, sorprendido y pensativo para demostrar a mi Tío que estaba escuchando atentamente la historia que me contaba, me acercaba a ese punto de la pared del que sospechaba, a la sombra que allí había.
Y allí me llevaba la decepción de no encontrarme con el ojo de Seküre tras lo que yo había tomado por una mirilla. Por un instante me poseía una extraña sensación de soledad y me impacientaba como quien no sabe qué va a ser de su vida.
A veces sentía de repente en mi corazón que Seküre me estaba observando y creía con tal fuerza que era el objeto de sus miradas que empezaba a darme aires, como alguien que quisiera demostrar que es más profundo, fuerte y capaz de lo que realmente es para impresionar a la muchacha que ama. Después se me ocurría que Seküre y sus hijos me estarían comparando con aquel marido que no acababa de regresar de la guerra, con aquel padre desaparecido, y justo en ese momento se me venía a la cabeza ese nuevo tipo de notables venecianos cuyas imágenes pintadas mi Tío me estaba describiendo. Me habría gustado parecerme a aquellos hombres, que no habían ganado su fama sufriendo penitencias en celdas como los santos ni cortando cabezas con el filo de su espada y la fuerza de su muñeca como el marido desaparecido, sino gracias a un libro que habían escrito o a una página que habían pintado, simplemente porque Seküre le había oído hablar de ellos a su padre. Me esforzaba de tal manera por representarme en la mente los cuadros de aquellos hombres famosos, que, como decía mi Tío, habían sido hechos inspirándose en la fuerza de la oscuridad visible y los rincones misteriosos del mundo -esas maravillas que él había visto personalmente y que intentaba describirme a mí, a su sobrino, que nunca las había visto-, que cuando por fin me resultaba imposible imaginarlos notaba una especie de decepción y me sentía inferior.